domingo, 17 de septiembre de 2017


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«El día que Dios bajó de los cielos y me hizo una mamada»

Capítulo I
Estaba yo, en la intimidad de mi habitación, tan tranquilo y tan excitado a la vez. Y noté el bulto salvaje de mi obscena condición humana y pensé para mis adentros: ¡Ay, si yo tuviera alguna hermosa chica de piel tostada, labios carnosos y enormes ojos, con el cabello largo y cierta afición a la fotografía! ¡Ay, si yo tuviera alguna chica así!

Capítulo I.I
Y desesperé en medio de la agonía de la privación, mientras me retorcía en el suelo de madera y desde el móvil le echaba un ojo a las noticias sobre el éxodo sirio.

Capítulo II
Y del armario roído  salió una luz espectacular que cegó todo lo que suponía mi oscuridad. Quedé perplejo y asombrado. ¿Qué era aquello? ¿Por qué a mí? ¡Soy inocente, no quise tirar basura en la calle, pero es que no llevaba bolsillos!

Capítulo II.I
Y tuve que alejarme a consciencia, pegando mi hermosa espalda a la pared y ponerme a pensar en algo que pudiera salvarme. Aquí no habían policías, ni proxenetas. Estaba completamente solo.

Capítulo III
Noté la sangre sifilítica recorriendo mis venas. Me reincorporé en mis circunstancias y le planté la cara. ¡Hijo de puta, mal nacido, si eres Dios, puedes irte a la mierda; si eres una alucinación recurrente por falta de sueño, también; si eres el fantasma muerto de mi madre puedes irte a tomar por culo también; y si eres de los de verde- alienígena, lechosos y cirujanos, pues hijos de la grandísima puta, mientras duermo dejadme en paz, despierto, ojo, lo que queráis, pero dejadme dormir, hostias!

Capítulo IV
Pareció surtir efecto, porque la luz parpadeo, pero automáticamente pensé que era una forma de provocación, así que me puse histérico y empecé a lanzar patadas a todas partes. Algo completamente estéril en la eficacia porque estaba completamente solo en la habitación, pero terriblemente útil para tranquilizar mi pánico. Sin embargo, parecía que a nadie le importaba porque la luz seguía haciendo lo mismo. Por lo que opté por ser lógico y encender la luz. De esa manera no podría ver el destello luminoso y angelical; y podría seguir viendo a Mía Khalifa en PornTube.

Capítulo V
Sólo podían ser dos cosas. O que la bombilla se había fundido, o que alguien había saboteado mi bombilla. Y al encontrarme completamente solo entendí que había sido lo segundo. Algún ente misterioso, malvado y sádico había interferido en el adn de la electricidad, volviendo mi pobre cuarto en un zulo oscuro y perturbador. Parecía que tenía los días contados, en cuestión de nada, subirían los demonios para azotarme mientras Dios reiría sobre los cielos, jactándose de mi estúpida condición de mortal.

Capítulo VI
Pero la luz volvió y pude ver que del armario salía una mano masculina con las uñas pintadas. Así que lo entendí, sabía quién estaba allí y me empecé a reír.

Capítulo VII
¿Cómo era posible que sucediera algo tan inaudito? ¿Es posible que de entre todas las personas del mundo sea justamente a mí a quién le toca vivir semejante despropósito? ¿Dónde están los devotos ahora? ¿Dónde están los infieles y traidores?

Capítulo VII.I
Aquí sólo está.

Capítulo VII.II
Jesucristo Super Star.

Capítulo VIII
Le cogí la mano y era deliciosa. Su piel era suculenta. Y sus piernas tenían aftershave. Le ofrecí sentarse en mi cama, pero negó meneando el trasero. Me dijo que sólo estaba por poco tiempo y que tendría que volver pronto porque tenía un rave y después a lo mejor caía algún osito. No le entendí una mierda, pero quién era yo para criticar a Jesucristo. Así que le ofrecí un poco de tabaco celestial, quizá un vinito. Pero se enfadó a rabiar, se tomó a mala hostia lo del vino, que si no tenía respeto por la cultura cristiana, que si era un pecador, que si ardería en los infiernos, que si era mala persona, que si mi nuevo corte de pelo atentaba contra el buen gusto, que si esa cresta roja era un infortunio, un insulto a la vida, que si dónde estaba el baño. Al fondo a la derecha.

Capítulo IX
Esperé sentado y nervioso en la cama con el corazón a mil. Estaba terriblemente inquieto. Sabía que en cualquier momento podría pasar lo que sea. Tanto recibir una sustanciosa mamada (creo que Jesucristo es marica, si no, no me explico que tuviera una chapa de putilátex en la túnica y que llevara las uñas pintadas), arder en el infierno, o enamorarme de su belleza angelical, o crucificarme. Lo mejor era ir poco a poco, con cuidado, tanteando el terreno, mostrándole que sólo éramos dos criaturas compartiendo espacio. Que él era el inmortal y mártir, y yo el mortal y antihéroe.

Capítulo X
Jesucristo mea sentada.

Capítulo XI
Por fin salió del baño, había aprovechado para echarse un poco de cera para el pelo, me preguntó que dónde lo pillaba. En Mercadona, naturalmente. Que si gastaba mucho a la semana. Lo justo, le doy a la barba y el bigote y un poco al pelo. Me dijo que le molaba mi rollo. Que muchos musulamanes ya querrían tener esa espesa barba. Le agradecí los halagos y le dije que si había levantado la tapa del váter. Naturalmente, no soy un maleducado, dijo. Di las gracias hasta cuando me crucificaron, me contó con algo de sarcasmo, mala leche,  meneando los hombros y sacando la lengua. Le pregunté que si los agujeros de sus manos podían servir para llevar un piercing. Se rió goloso y dijo que claro, que ahora se llevaba eso. 

Capítulo XI.II
Jesucristo es una moderna de mierda.

Capítulo XI.I
Me preguntó que cómo cuidaba mi barba. Le conté que usaba yema de huevo y aloe vera. Y sobre todo, ponerle aceite de oliva extra virgen antes de dormir. La nutría bien y la mantenía fresca y sexy para las churris. Tomó nota en su tablet digitocelestial y asintió convencida con la cabeza.

Capítulo XI.II
Después me dijo que si quería Sky-mdma. Le grité que eso era obvio, ¿que cómo no iba a querer probar drogas de diseño angelical? ¿Qué clase de modernillo de la capital no iba a desear probar algo semejante? ¡Sólo un pussy! ¡Le dije que podría suicidarme por sobredosis si era el maldito mdma celestial, colega! Río poseído, y su rostro cambió de color y forma y me escupió en la cara: ¡¡¡¡PEQUEÑA PORQUERÍA DEJA EN PAZ A MI HIJO. NO TE JUNTES CON ÉL, YISUS, CON ÉL NO!!!! Me asusté mucho, y me alejé rápidamente. Después volvió en sí y me pidió perdón, que así se comunicaba con su padre, ocasionalmente. 

Capítulo XI.III
Su puta madre.

Capítulo XII
Luego le conté que había desvirgado a tres vírgenes y que era algo bastante perturbador. Que era como enseñarle a montar en bicicleta a un niño negro con sida y de África. Me dijo que no hiciera bromas sobre el tercer mundo, pero que si sabía cómo matar cinco moscas de un sólo golpe, le dije que no, y me respondió que pegándole una patada en la boca a un niño africano. Le miré desconcertado. Luego añadió que sí, que las vírgenes eran lo peor. Y mucho peor, añadió, las lesbianas. Quise pegarle con mi cachiporra, ahora resulta que éste marica moderno era lesbo-homofóbico. Menuda moderna de mierda estás hecha, Puticristo.

Capítulo XIII
Puticristo es subnormal.

Capítulo XIV
Le pregunté que cuál era el mejor tema que había escuchado de Putilátex, y dijo que obviamente, HE VISTO A LA VIRGEN y también EL POP. Le dije que eran temas geniales, sí, sí, sí. Y luego me acerqué a su regazo y puse una mano encima de su pierna. No retiró mi mano, más bien, lejos de ello, la acercó tímida y lentamente hacia su pene divino. Empecé a temblar y a reír nerviosamente, mientras notaba que mis pantalones me apretaban. Él puso boca de pato, me guiñó un ojo y me susurró al oído con la voz más pornográficamente homosexual del universo que:

Capítulo XIV.I
Descuida, corazón, si te doy mi consentimiento, no es pecado en ninguna religión.

Capítulo XV
De la nada me encontré tocando sus genitales. Excitándome por el tacto arrugado y liso a la vez. Su pene era pequeño, como una habichuela, así que asocié que la gente de polla pequeña era marica, pensé en mis amigos, todos maricas, fijo. Pero recapacité, eso era una completa tontería. Me reía mientras le tocaba la polla a Jesucristo. Qué putita era, ¡DIOS! Entre su túnica impecable, mi mano temblorosa mientras acariciaba esas carnosidades divinas; y entre mis pantalones mojados, mi pene, peleándose con mis bóxers para salirse de su sitio. ¡Me quiero follar a Jesucristo! Quise hacerle una broma, y gritarle a la cara ¡DIOS MÍO! Pero sabía que se lo tomaría muy muy mal. 

Capítulo XV.I
¡¡¡¡JESÚS, PEQUEÑA SABANDIJA, HIJO DE UNA PALOMA CON SIDA, ES HORA DE CENAR, COMO NO ESTÉS AQUÍ A LAS 18:00 DEL SUR DEL CIELO PACÍFICO TE VAS A ENTERAR. NO TE VOLVERÉ DEJAR SALIR, Y NO QUEDARÁS NUNCA MÁS, DURANTE TODA LA ETERNIDAD CON TUS AMIGOS, OLVÍDATE DE LA MARY, EL JUDO ESE NI TAMPOCO LA LOKA DE DA VINCI, QUEDA ADVERTIDO, SEÑORITO!!!!

Capítulo XV.II
Tronco, ¿pero qué cojones?

Capítulo XVI
Se cayó una taza de mi escritorio y se rompió. Grité por puro impulso, que me cago en Dios. A lo que Jesucristo empezó a reir. Le pedí perdón, pero rió aún más, luego me explicó con ternura que cada vez que alguien se cagaba en su padre al pobre barbudo de arriba le empezaban a doler las orejas. Me reí mucho, porque era muy gracioso. Así que empecé a cagarme en Dios muchas veces para ver si se le caía la oreja como a Van Gogh.

Capítulo XVII
¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios!¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! 

Capítulo XVII.I
¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios!¡Me cago en Dios! 

Capítulo XVIII
Y durante un instante noté que Jesucristo se deslizaba por la cama, me tumbaba boca arriba y bajaba hacia mi entrepierna. La golfa empezaba juguetear con mis bóxers. Me mordía los labios. Lamía los bordes, palpaba cachondo mi paquete. Sentía cómo se me escapaba el alma. Y al final terminó bajándome los pantalones, delineando la marca de mis bóxers y tirando de ellos con tanta fuerza que los arrancó de cuajo. Me pregunté mientras mi polla latía si esa era la verdadera furia de Cristo. 

Capítulo XVIII.I
Jesucristo tiene mi polla en su boca. La lame tímidamente.

Capítulo XVIII.II
No me lo puedo creer.

Capítulo XVIII.III
Jesucristo la chupa.

Capítulo XIX
Y mientras delineaba con su lengua las circunferencias de mi polla le cogí del pelo y le empuñé mi dildo carnoso. Jesús se estremeció y se separó de mí, dejando tras de sí un hilo de saliva deliciosa y afrutado. Luego, acercándose a mi rostro, poniendo cara de sexo-adicta me pidió entre risitas que "por favor, machito mío, fóllame la boca". Tragué saliva. Respiré hondo. Lo que Jesucristo me pedía eran palabras mayores. No podía decepcionar a una deidad.

Capítulo XIX.I
Jesucristo va depilada.

Capítulo XX
Cogí su cabeza con decisión y me mordí los labios mientras seguía el movimiento perpetuo de mi cadera. Un taladro a toda velocidad. Un golpe eterno. Una profanación fantástica y grosera. Acaso el acto más histórico de toda la humanidad. Un sacrilegio delicioso, vicioso y liberal. Pura herejía.

Capítulo XXI
La polla de Jesucristo empezó a chorrear. Ese líquido espeso era pura colonia, lo más hermoso de toda mi vida. Estiré mi mano y dejé que mis dedos se empaparan con su elixir. Me mojé el cuello con él, lo olí y luego lo lamí. Era el néctar más dulce del universo. Lo más sabroso que nunca había probado. El líquido más áureo del planeta entero. No había nada comparado a eso, y yo, ¡me escuche Dios! lo había probado.

Capítulo XXI.I
La polla de Jescristo no es normal.

Capítulo XXI.II
«El semen de Jesucristo y el pequeño mortal».

Capítulo  XXII
Mientras Jesucristo me la chupaba tuve la necesidad de preguntarle sobre su condición. Lo que suponía para su familia, lo que era en el cielo, si las traducciones bíblicas habían errado al determinar que la homosexualidad era un pecado abominable, que si los ángeles eran los primeros asexuados de la historia, que si habían demonios lesbianas, que si todos eran, rematadamente, idiotas, y si estaban perdidos en la ceguera. Estaba tan cerca de correrme que no tuve más remedio que preguntárselo. Bendita sea la lengua de Jesucristo. Benditas sus manos y su afición a la saliva angelical. Era como tener metida la polla en el agujero más glorioso del Universo. Era como volver a nacer.

Capítulo XXIII
Le pregunté que cómo llevaba su familia que él fuera homosexual.

Capítulo XXIII.I
Se enfadó muchísimo. Me dijo que él no era aquella aberración repulsiva e infernal. Eso no existe en el Cielo. No hay lugar para los maricas. Que para nada. Que estaba muy equivocado. Que sólo era un estúpido mortal, una porquería insignificante, y que había sido un gran error venir a verme, que me podía ir al infierno. Que me jodieran. Me asusté muchísimo, básicamente porque todavía no me había corrido. Intenté tranquilizarle diciéndole que lo dije sin intención de insultarle, que yo era terriblemente idiota, que soy un mortal, que se apiadara de mí, que en realidad, nada se podía comparar a lo que le hizo su padre a aquella miserable paloma.

Capítulo XXIII.I
El padre de Cristo es zoofílico.

Capítulo XXIV
Fue el peor error de mi existencia.

Capítulo XXV
Se levantó de mi entrepierna, me escupió en la cara, me levantó el dedo y me dijo que ojalá se me cayera esa gran polla que tengo. Y que era una lástima, que para una buena polla que encuentra la tenía que joder de esa manera. No le entendía. Me dieron ganas de llorar.

Capítulo XXV.I
¡Jesucristo no te vayas! ¡Yo te amo!

Capítulo XXV.II
Pero Jesucristo hacía caso omiso. Y volvió a entrar en el armario del que salió para desaparecer por los siglos de los siglos. Para siempre. Estaba perdido. Lo había perdido todo.

Capítulo XXV.III
Y mientras sentía el efecto de skymdma desvanecerse me entraron ganas de llorar. Había perdido al mejor amigo de toda mi vida, al amor de mi vida, y también mi polla.

Capítulo XXV.IV
PORQUE ESE HIJO DE PUTA ME HABÍA ROBADO LA POLLA

Capítulo XXV.V
En su lugar había un coño.

Capítulo XXVI
El infierno me sonríe, y el cielo se ríe de mí.
Ahora sólo me queda aprender a mear sentada.

Capítulo XXVI.I
Y lo peor de todo es que no sé cómo funciona este coño, no puedo correrme. 

Capítulo XXVI.II
Jesucristo me ha condenado con el peor castigo que puede padecer un hombre:
No saber masturbarse el coño.


*
«Reencuentro»

A lo lejos veo a un antiguo conocido. La sorpresa es fantástica, llenándome de alegría, optimismo y viejos recuerdos. Además de muchas cosas más, también teníamos una conversación pendiente.
     Sonrío por mi fortuna y me acerco cautelosamente hacia él, mientras camina en dirección a Filosofía y Letras. Era insólito verle por allí, algo nuevo por esos lares. Una maravilla de pañuelo mundano. Que la rata vea a la cucaracha. Lleva una coleta de samurai y su piel balcánica brilla por encima de los demás, dándole un aspecto espectral e infame. Si yo tuviera suficiente gasolina. Lleva un ritmo lento y pausado. Como si estuviera dando un paseo. Y de hecho, solía hacer eso siempre: pasear. Pero sólo los filósofos y los imbéciles pasean. Y por suerte, él no sabía nada de filosofía.
      Estoy casi a su altura, tampoco debo precipitarme. Tiene que ser gradual, como una brisa, constante como el aliento de un tigre, delicado como mi puño en su aro de carne. Llegar hasta él debe tomar su tiempo. Que nadie se lo espere. Ni siquiera yo. Que al verme sea una sorpresa. Abrazos, sonrisas y halagos. ¡Qué buena cara tienes, grandísimo hijo de puta! ¡Y tú, y tú!
     Hace tantos años que no sabía de ti. A mi paso, la gente sigue su camino, sin importarles nada. Algunos en nuestra dirección, otros hacia la opuesta: el mundo sólo tiene dos direcciones y dos grupos. Los que caen al suelo y los que están encima.
     Será un reencuentro especial. Un tosco y amable encuentro, lleno de sentimiento y fraternidad. Podrán no haber amigos, pero siempre habrá amistad.
     Y estando a su altura, acelero el paso para adelantarle. Inadvertido sigue su camino, cambio bruscamente de dirección, me lo encuentro cara a cara. Así no dirán que fui por la espalda. Me precipito hacia él. ¡Grandísimo hijo de puta! Estoy ardiendo en fiebre. Mira hacia el suelo, por lo que sería injusto. Ey, le llamo. Mira hacia arriba con esos ojos verdes de animal indefenso y clavo el hombro y el codo. Impacto un derechazo salvaje en su cara que le hace caer al suelo. Aturdido mueve la cabeza mientras permanece sentado en el suelo, y lejos de levantarse e irse corriendo, gatea de espaldas, se pone de pie y se prepara para la confrontación. Levanta los puños como los boxeadores, arquea el cuello, cierra ligeramente los ojos y gruñe.
     Pero antes de que pueda tomar bien su posición le doy otro en la mandíbula que lo deja perplejo y asustado. Noto su temor por la forma en la que tiembla su boca, y el hilo rojo de sangre que brota de entre sus dientes me excita. ¡Grandísimo hijo de puta!, le grito. Y mientras preparo otro golpe, la gente de la calle se acerca para ver qué pasa.
     Faltaría que algún imbécil se interpusiera, que alguna chica gritara que no a la violencia, alguna feminista maldiciendo las costumbres del falopatriarcado. Mujeres ancianas chillando que la violencia sólo trae más violencia. Algún conocido sonriéndose, ese canalla de Victor, por fin vengándose. Si se veía venir, lo que no sé es por qué tardó tanto. El tipo de los libros, mordiéndose los labios, pensando en hacer un negocio rápido, apuestas a por el ganador.
     Pero el tipo logra esquivarme y me da en el hígado. Me agacho de dolor y logro verle acercándose a por mi boca. Estiro la pierna y le doy en la rodilla, chilla agónico y cae al suelo. Le veo cogerse una protuberancia de la pierna. Me sonrío. A lo lejos dos tipos grandes corren hacia nosotros. ¡Hijos de la grandísima puta no me vais a joder el momento!, grito, ¡es imposible que puedan detener lo inevitable, mamones de callejuela!
     Sé que van a estropearlo todo. Me aproximo furioso, le cojo del cuello y le doy uno en la cara. Y otro más. Mis nudillos arden en violencia y mi satisfacción va en aumento. Odio el vientre de tu madre, y el falo de tu padre, odio todo lo que eres, y todo lo que serás. Te odio más a que a mi madre, ¡jodido puerco!
     Están a unos pocos metros, si no paro me van a empujar y a saber qué más. Pero no puedo parar, excito el último golpe, cargo el músculo, aprieto bien el puño y del impacto le arranco algunos dientes.
     Hubiera seguido toda la eternidad, hasta reventarle el cráneo contra el suelo de no ser por el puñetazo que me pegaron por la espalda. ¡Mamones, pelead cara a cara como los hombres, no como jodidos travestis de Oporto!
     Mareado me sujetan, qué demonios creo que estoy haciendo, aúllan. Saludando, les respondo con ironía, y uno de ellos me da un golpe fuerte y brutal en el estómago. Me deja sin aire, me desvanezco. En el fondo no soporto bien los golpes, por eso siempre ataco primero.

     A mi alrededor, los espectadores, a lo lejos curiosos, en el lugar inmediato, un pobre miserable con la cara desfigurada y una pierna lisiada; sujetándome, dos tipos animales y brutales, y en el interior de mi corazón una ofensa muy turbia que hasta el día de hoy me sigue manteniendo en vigilia. Jodiéndome todas las noches. Haciéndome imposible la tarea de conciliar el sueño. ¡Sueño, eso qué es!  


*
«Unos ojos verdes que me miran»

Estaba en la cafetería de la facultad haciendo tiempo antes de irme a casa. Hablaba sobre cosas triviales con el camarero, pero luego se fue a atender a otros consumidores. Tenía esa gracia para esas cosas, sabía tratar a la gente, y sobre todo, ser auténtico. Seguramente, de tener otro empleo, no hubiera podido hacerlo igual de bien. Tenía un don. Parecía que había nacido destinado a servir en al prójimo. Por otro lado, es un hermoso eufemismo para referirse también a los basureros, o a las infames camareras que recogen, soban, y limpian mierda humana.
     Después de un rato de mi enajenación mental apareció un grupo de profesores presuntuosos de máster, seis o siete personas. Son las peores personas del mundo se les huele, se les conoce. Estafan a los niños de papá, les dan papeles inútiles y luego se jactan de ser el culmen de una carrera universitaria. Increíblemente bien vestidos, soberbiamente altivos, con los párpados caídos y rostro de indiferencia. Cómo me arden sus rostros en las pupilas. Son como lápidas en mi mortaja, piedras en el agujero de mi alma, un dolor agudo en lo más profundo de mi estirpe, un malestar agripado y mortal.
     Piden una botella de vino, hablan, ríen, hacer burlas y al lado, yo, aguardando, manteniendo la posición, enervándome sobre mis talones como un petardo a punto de estallar, soportando los olores rancios de sus perfumes. Con sus camisas finas, americanas del corte, tacones de terciopelo y vestidos entallados de channel. Les miro un rato y me ocasionan un sabor de ácido en la boca. Y un dolor de cabeza increíble. Sigo allí, de pie. Sin consumir nada. Soy el fantasma de la cafetería. El infierno de las entrañas, la justicia en el mundo, la negación de los infantes y el vicio de los sádicos: soy toda la inmundicia maldita y morbosa del mundo entero.
     Con la mochila sucia, una chaqueta roja y un paquete de Pall Mall. Todo lo que soy y todo lo que tengo. Contemplo con desasosiego, aguantando las ganas de llorar. Me duele tanta indiferencia, y tanto desprecio... si al menos saludaran al entrar, si al menos me dijeran algo. No soy invisible. Al menos no les ruego por un poco de vino, pienso, algo de jamón, o si puedo ser sobrino de alguno de ellos. Mataría por ser hijo bastardo de alguno de esos infames, seguro que es más divertido que odiarles. Les rechazo con lascividad, empieza a hervirme la sangre. Se mantienen allí, soberbios, con el pintalabios caducado y la piel arrugada. Sus frentes están más rancias que el corazón de Jesucristo.
     Uno tiene los ojos verdes y poco pelo, me enfurece su calvicie y sobre todo sus ojos. Siento que lo hace para provocarme. Me cago en la leche, desgraciado, ciérrame esos ojos de enfermo, no quiero verlos.
     Hace caso omiso, me retuerzo salvaje, cagándome en Cristo y en el cáncer de mamá. Este busca problemas, lo hace a propósito, cree que puede ir así por la vida así, de gratis. Provocando a la gente, haciéndoles rabiar. Humillándoles.
     Me agacho como si cogiera algo del suelo y toco a su hombro:
Disculpe, caballero, se le ha caído esto.
¿Qué cosa dice?
     Y reviento mis nudillos en su cara exaltada. Pega un grito agónico de dolor, se marea y cae al suelo. Disfruto como la bestia que soy, me excito y jadeo mientras un hilo de saliva fluye por mi boca. Grito que se le ha caído la cabeza, hijo de puta, me abalanzo sobre él, que se te ha caído la boca, hijo de puta, le doy otro puño en la cara. Soy inmenso. Sus compañeros se asustan y gritan, se alejan, desesperados buscan  ayuda.
     El camarero ya me conoce, niega con la cabeza, este imbécil siempre igual. Y sigo allí, vicioso y absoluto. Esforzándome por darle en los pómulos y en los ojos, que sean heridas moradas e hinchadas. Que no pueda ver. Con suerte reventarle algún capilar ocular. Te odio con toda mi sangre, maldito imbécil. Esos ojos verdes que me miran, no lo soporto, no lo soporto.¡Debiste cerrar los ojos cuando tuviste oportunidad, jodido infeliz!
     Y sigo, mientras la excitación disminuye y me doy cuenta que lo mejor que podría hacer es salir corriendo.


*
«El hombrecillo»

Si los infelices enseñaron algo fue que lo único que no te podías permitir en la vida era ser un hombrecillo. Una mediocridad absoluta, con tintes de cotidianidad y relativo civismo. De esos que abundan y que son personajes simpáticos, borrachos amables, viejos que se sujetan de tu hombro en el bus, algunos jóvenes que tiemblan al pedir fuego. Bibliotecarios ancianos sin dientes que saludan a todo el mundo, un camarero que no se emborracha y del que se ríen a rabiar, un profesor de ciencias sociales del que todos se mofan y evitan, un subnormal que habita en los institutos, o simplemente un reconocido investigador que pese a tener talento en sus cavilaciones permanece afligido y sometido por un matrimonio que le hace darse cuenta de que es un completo inútil.
     Es fácil, si tienes que elegir, siempre lo crudo. Algo que te haga sentir vivo, para nada la parálisis estomacal, el miedo medular y la angustia psicosomática.

Prefiero ser el bibliotecario calvo y marica que fuma hierba en los descansos de sus, bebe té con azúcar y coquetea con los chicos que salen a fumar. El camarero borracho y violento, facha y mal hablado que se rompe copas en la cabeza, aficionado a algún equipo de fútbol, que se excita con los goles y chilla salvaje. El infame profesor que suspende a toda su clase, ese desgraciado que se mofa y jacta, al que todos le tienen miedo y mala consideración: tiene la lengua bífida y el corazón de hiena. No le importa nada, está por encima de todo. Y si ese tipo de la científica nunca le ha dado un bofetón a su mujer, no es que no sea hombre, es que es un cobarde. Un bofetón no es violencia, es una advertencia, un contrato legal.
     Tengo el suficiente amor propio como para no acobardarme por regalar bofetadas. He golpeado a todo el mundo. No es algo de lo que tenéis que montar alarma. Tampoco seáis dramáticos. Una bofetada, sea el que la dé no es machismo, ni violencia, ni una aberración, ni tampoco una forma de humillación. ¿Vamos a condenar a los padres que les pegan a sus hijos? Que alguien no lo practique por miedo o por afición al pseudomoralismo hembrista sólo significa cobardía, no es honradez, ni civismo. No nos engañemos. Nadie debería ir a la cárcel por darle un bofetón a nadie. Es tan absurdo como si le pegas una denuncia a un amigo tuyo por hostiarte un puño.

Pero dentro de toda esta parafernalia humana estamos tan lejos de ser hombres, sólo vehículos patéticamente destinados a ser hombrecillos. Maricas encerradas, armarios cárceles y demonios seriales que no explotan. Llamas contenidas en una burbuja, dientes con filo que nunca se han usado, ojos que sólo ven el gris abominable de lo cotidiano. Estamos demasiado asustado cómo para romperle la nariz a alguien, gritar o emborracharnos. Nos da miedo el ojo ajeno, el del centro de la frente, esa fisura salvaje, que enrojece sus mentes y los vuelve participantes de una secta acusativa, la misma que señala y margina. Nos da miedo el abismo, reconocernos en los extremos, en los ejemplos maltratados de la sobriedad social. Nadie tiene valor para admitir que con quince años le pegó a su hermana un puñetazo tan fuerte que casi se desmaya, que lejos de vengarse e irse a chivarse a mamá, entre ellos lograron definir un trato y una tregua de no volver a hacerlo. Y se cumplió. Nadie se atreve a admitir que los pezones saben igual sean de hombre o mujer, que el demonio de la testosterona pierde fuerza. Es una fiera salvaje y patética, devastada y solitaria. El único género que de verdad se mantiene a flote es el femenino. Y ellas, pese a la lacra de los hembrismos y las vanaglorias fraudulentas sobre el alma son el único género humano que queda. Nunca podría amar a un hombre. Así como no podría amar a un padre que está preso en un matrimonio de farsa. A una madre que rechaza mi alma podrida. Y nunca a una hermana que cuándo tuvo oportunidad de romperme la nariz con el puño no lo hizo. Y cuando estallaron las venas nasales se lo agradecí con toda mi estirpe. Cuando sentí la sangre y su rostro excitado, rojo y salvaje, lloré por dentro, esa chica era fuerte. Mucho más fuerte que cualquier persona que haya conocido. Nunca sería una mierdecilla, un típico hombrecillo. Nunca jamás una infeliz, y si yo era el que agonizaba con la vida, ella sería todo lo contrario. Y después de empujarla contra la pared, contener el impulso de estrangularla sólo pude estar agradecido y maravillado. Esa mujer sería alguien a quién admirar. Y si ahora para ella no existía, no importaba. Lo mejor que hice fue dejarle la libertad para sentirse inmensa, para saber amar con los puños. Lo único bueno que he hecho en esta vida ha sido volverla valiente. Y por suerte ella nunca sería bazofia, y yo, al menos, nunca fui un jodido hipócrita.


*
«Escorpiones de Caramelo (Volumen 3)»

III

Tu vientre artificial
Máquina mecánica de billetes
Amor rancio y maldito
Soy un aborto fallido

No tengo marca de nacimiento
Soy un infante perdido
Un huérfano enfermizo y mudo
en medio de un océano de ira
Te aborrezco con toda mi estirpe

Sudo el infierno de tu sangre
Lloro el veneno de tu herencia
Y chillo muecas muertas y mudas

Me arden las manos
Tu aroma corroe mi alma
No tengo ni un ápice de dignidad
¿Amor propio?
¿Eso qué es?
No hay escapatoria

Los escorpiones sepulcrales
Se jactan viciosos de su brillo
Y anidan libres en mi alma
Estoy enfermando

Y si me ves por la calle
No te acerques
No te molestes en señalarme
Soy un cementerio

No tengo nada qué decir
Nada que ofrecer
Ni si quiera a quién odiar
No tengo santos a los que rezar
Lo he perdido todo

Mi alma corroída
Mi aliento fantasma
No me quedan lamentos
Ni resignación
No tengo sangre
Sólo polvo
Estoy muriendo

Y si me miras bien
Notarás los infames agujeros en mis ojos
Los huesos obscenos
De las costras de mis pómulos
Me has convertido en humo

En tu hogar
no hay mediocridad suficiente
Para todos nosotros
¿A dónde voy a ir?


No hay salida


*
«Escorpiones de Caramelo (Volumen 2)»

II

Tu Dios enfermo
Los ángeles tienen sida
Lo devoras todo
el aire fresco
el humo de pulmón

No quedan calles limpias
ni espacios abiertos
No hay nadie en la enfermería
Los loqueros están vacíos

Estamos entre gente cuerda
Criaturas hipócritas, cínicas, y egoístas
Y los santos arden llenos de ira

Los perros no ladran
Las cucarachas nos sonríen
Nadie tiene prisa
A nadie le importa
Hay demasiada mugre orgánica

El francés sólo es
una gárgara lechosa
y la voz de la nana...
la misma tortura agónica
el mismo dolor agitado
que sigue siendo
tu propia voz



*
«Escorpiones de Caramelo (Volumen 1)»

I

Los escorpiones de caramelo
anidan en las fauces
de las bestias humanas y viciosas
que lloran en duelo
Contienen la respiración
Y aguardan

Consumiéndome en el ácido
de mi lengua y mis labios
Podrido en la muerte oscura

El negror de lo pútrido
Mismo espesor líquido y humano
Desmoronándose entre mis dedos
Del mármol explosivo
De los huesos desnudos

Y con tanta certeza sé
Que tus labios están malditos
Has matado todo lo que amaste

Llorando y en fila los infantes suicidas
de padres desamparados y brutales
Hijos bastardos de hijos infames
Ancianos paranoicos y suicidas

El mundo de orgía y girando
Cortando la digestión
Matándonos de hambre
Sangrando por los ojos
Tragando el profundo agujero
Que has dejado

Así gime el delirio
En la noche que aúlla
El vacío del cuerpo pálido
Es la tempestad
De llevar tu nombre

La cuna se ha podrido
el infante no vive
Y los ídolos de carne y hueso
han muerto

No me queda nada
Ni sábanas vírgenes
Ni sueños sagrados

El mundo se ha torcido
ha vomitado en la leche infante
Y cuando pedimos clemencia y perdón
Se mofa rabioso
Salpicando saliva enferma
Como lo hace

El pulcro infanticida 


*
«No creí que fueras así»

En la habitación me abrazó una tenue soledad. No le hice ascos, me limité a sentir sus brazos rodeando mi pecho y también su mejilla apoyada en mi hombro. Estiré las manos y acaricié sus laterales con comprensión: no quería estar tan solo. Era un tacto suave y refinado, casi como el soplo de una brisa refrescante en verano. Un contacto apacible y conmovedor. Cariño en unas manos turbias y demacradas, marcadas con la ira de los que no la comprenden. Agitaba los dedos muy lentamente, mientras palpaba mis omóplatos con sus yemas y asentía ligeramente con la cabeza. Exhalé un suspiro con cierto cansancio implícito y pensé en monstruos de circo y acuarios de esqueletos. No me asustó lo que vi porque estaba acostumbrado a verles. En algún momento del día las imágenes festivas de los monstruos danzando, jugando con fuego, haciendo equilibrismo y malabares con fetos latentes era explícita: sus ojos eran pupilas absolutas, narices toscas y humanas, de color cieno, con aspecto rugoso y húmedo. La peludez exarcebada de sus brazos y sus pechos: la cabeza diminuta y gesticulante, los labios rojos y gruesos, casi impregnados de un matiz purpúreo. Acumulados como las burbujas de un esputo extraviado. Sintiéndose unidos por su única condición de bestias desadaptadas, engendros repulsivos: humanos zoológicos. Lo que les hacía falta era el abrazo de una soledad personal, y no hablo de un Personal Jesus, sino de algo que sea palpable. Y los inmensos acuarios de restos marinos, carcomidos en piel y músculo: ni siquiera escamas pegajosas, ni burbujas de brea marina. Sólo esqueletos de anfibios y ballenas colosales. Muertas, despersonalizadas y terroríficamente inmóviles. Descansando en el fondo de los acuarios, flotando en la superficie, subiendo hacia la muerte del agua, y bajando hacia las profundidades de la cerámica azulada. En las cuencas de los ojos sólo existía cierta luz opaca y evidente: de allí estaba naciendo una soledad latente y amigable. Que giraría como espirales de humo húmedo y magistral vaho acuático. Germinándose como una semilla macabra y peligrosa. Una vez surge de tus pupilas ese negror comprometedor sólo puedes esperar ser un monstruo de circo o una ballena muerta, el resto de opciones es completamente desagradable, y no es cuestión de agonizar así. El tacto cariñoso de la soledad que se excita cada vez, a ritmo exponencial, que me mira con sus ojos brillantes. Sus hombros se extienden como manos gigantescas, y sus labios se perfilan como aguijones de avispas, su pecho se calca de mi pecho y a la inversa se convierte en un molde perfecto de mi silueta. Sus piernas se alargan y giran sobre mis tobillos, miro al techo y está tan vacío que me conmueve. Me siento reflejado en él, yo soy así, y nadie lo puede negar. Mi garganta se altera, trago saliva ansioso, parpadeo incesante y qué agradable son sus brazos, su cuello rodea mi cuello y su mejilla está contigua a la mía, noto su expresión, sonríe impúdica. Le pregunto si esto es el final, y mi cabeza asiente sola. Al menos déjame despedirme de alguien. Escucho su cabeza, no hay nadie al que decirle adiós. Estiro los brazos, llego a sus omóplatos y le abrazo, le contraigo hacia mí, pega su molde a mi pecho, sus piernas se estrechan, se juntan mis rodillas y mis tobillos, al menos deja que me despida de alguien, aunque no exista. Y por única vez en todas las ocasiones en las que le he visto ha dicho algo. Su voz suena ronca y cansada, parecen mil viejos vagabundos que encuentran consuelo en sonar así. Despídete de ti mismo, me dice. Asiento con la cabeza y obedezco. Me despido de mí mismo, tanto yo como alguien no existimos. Siento una alegría en mi corazón, una euforia fugaz y cierta nostalgia. Quiero pensar en los huesos de alguna ballena, pero de mis ojos surge un matiz muerto, una oscuridad que se extiende como unos espirales negros, que lo van abarcando todo... no quiero despedirme de mí mismo, prefiero que me busquen, que me crean escondido, extraviado, no que me haya ido. Niega con la cabeza, sus brazos se extienden más, su cuello similar a una cuerda se tensa, sus rodillas se abren y caigo al suelo. Siento un espasmo intenso y abro la boca. Se deposita su lengua en ella y hace algún tiempo que me encuentro terriblemente ciego. Después ningún sonido hace eco en mis orejas. No siento mi diafragma contraerse, y mi boca está ocupada tragándose toda esa mugre negra que se extiende en mi interior con cierta confianza. No creí que fueras así.


*
«Fumando con mis amigos»

Salgo a la entrada de la facultad a fumar un cigarrillo. Me prometo que sólo será uno. Había sido un día horrible, sin frío y sin lluvia, con un sol espléndido; pero con un terrible vacío exterior que me consumía: volviéndose estrictamente un problema mío. Ese mismo vacío exterior penetraba en mis huesos y me hacía reconocer mi propio vacío interior. Tengo los ojos hinchados por dormir mal, están tan secos que parecen de cristal. Camino hacia el exterior y me apoyo en un muro de piedra, saco papel, tabaco, y lío. Lo hago con experiencia. Con cierta soberbia. La única soberbia que me queda. Y aunque deteste el olor rancio que deja en los dedos, no puedo evitarlo. Uno no deja de sentir, aunque duela. Miro al techo y sólo mugre. Giro la cabeza hacia los árboles y el horizonte, el sol me da en la frente, me siento rejuvenecido. El sol propio del otoño es bastante agradecido. Pego una calada y me quedo allí. Inmóvil, a la expectativa de algún movimiento, escucho algo de música deprimente, cambio la posición de mis piernas, muevo los pies, me acomodo, me relajo y me digo que soy tan anónimo en medio de todos que me seduce la idea de que todos me mirasen a la vez, me señalasen salvajes y se rieran de mí. Al menos así, también, tendría algo por lo que reír. Que digan que llevo la bragueta abierta o que se me ha caído un poco de cerebro al estornudar. Mantengo mi posición, dentro de quince minutos saldrán los de primero, segundo y con suerte los de tercero.
     Si hay algo que abunda en la Universidad es gente primeriza, gente amable, sincera y joven. Con el alma pulcra, los ojos tiernos y la frente despejada. Al contrario de los que somos como yo, que estamos inmersos en una tristeza espantosa. Sucumbiendo cada día ante la idea de la soledad, la miseria de la incertidumbre y la melancolía de tiempos mejores. Esos recuerdos, lejos de proporcionarnos energía o aliento, nos destruyen y nos perturban. Para tipos como yo la única escapatoria es fingir indiferencia, y en otros casos, acercarse al centro del patio exterior de la facultad, poner música en el reproductor y ponerse a bailar eufórico para al menos estar algo más cerca de la juventud y de la propia vida. No nos engañemos, somos cadáveres andantes. Locos sin etiqueta, jovenzuelos con el alma de un anciano.
     La última vez que bailé frente a todos unos tipos de audiovisuales mi filmaron y daban aciertos a mis movimientos. ¿Quién es este tipo que lleva una camiseta de cuello rosa, una americana verde y zapatos de charol? ¿Qué payaso se pone ropa tan hortera, se peina con gomina, baila sin que nada le importe y parece pasarlo bien? A veces, y sólo a veces, yo también quisiera ser ese chico.
    Pego una calada, y estamos yo y mis circunstancias, sólo yo y mis tristeza crónica. Si alguien abriera mi pecho y sacara mi corazón se daría cuenta que el pobre no puede seguir más, que si late no es por vicio o por inercia, sino porque ha firmado un contrato con mis pulmones. El día en el que uno de ellos falle, será el fin. Y será un final honesto: de esos que te llevan a una cama a agonizar, toser sangre y delirar. Y si ya deliraba estando en pie, al estar tumbado veré las estrellas. Un gruñido amargo, salivación ácida en la boca, los bigotes hediendo a tabaco. Los dedos amarillos y los ojos de cristal. Una mirada seca, el ceño fruncido, si algo me hiciera sentir vivo... si algo me recordara que no estoy solo en medio de la multitud. Si todavía tuviera esa chispa de locura para ponerme a bailar frente a todos, recibir los halagos, apreciar los aplausos, admirar la juventud, darles todo mi amor y desearles suerte. Me corroe una lástima penosa, una mísera juventud agotada. Y no tengo nada en mis bolsillos, ni siquiera polvo. Un escalofrío recorre mi cuerpo, un llanto nace del nudo de mi garganta, parece que soy invisible.
     Acabo el cigarrillo, y quedan cinco minutos para los de primero, saco papel, tabaco y lío. Trago mi orgullo, si sólo tuviera un poco de amor, algún amigo que me tocara el hombro. Aunque fuera yo un niño de doce, y un pederasta se preocupara por mí, que si ya he comido, muchacho, que si quiero un helado, que si he visto no sé qué serie animada en la televisión, que es muy buena, que tiene toda la colección completa en casa, que está aquí al lado, que vamos, que eso es lo que hacen los amigos: ir a las casas de los amigos. Aquí cerca, cogiendo el metro, treinta minutos de trayecto, quince de caminata, que si quiero beber refresco, alguna droga sintética, que de verdad, no me importa si me baja los pantalones y me jode el culo si al final de todo me dice que somos buenos amigos. Al menos habría visto la televisión acompañado. Recobro el sentido, que ya no tengo doce años, que perdí mi oportunidad para con los pederastas. Unas pocas lágrimas se forman en mi rostro, todo está perdido.

De entre la multitud, un tipo se acerca, que si le invito un cigarrillo, ¡por supuesto, los que quieras! ¡Cómo no, cómo no! Pienso, todos los cigarrillos que quieras. Mi tabaco es el tuyo, amigo. Eso hacen los amigos, compartir. Que no me preocupe, que cogerá poco tabaco, no, tío, no te rayes, coge todo el tabaco que necesites, si quieres te puedo regalar mi paquete, te lo puedes fumar todo, de verdad, no me importa, pero sigamos hablando, sigamos. Qué bien sienta fumar, ¿verdad? He borrado tu número por error, ¿me lo recuerdas? Podemos quedar si quieres, al salir de clases a tomar unas cervezas, yo invito. También podemos ir al museo, es gratis. Y si quieres al teatro... ¡Te pago la entrada! No se lo digas a mis padres, tengo dinero ahorrado, así que por eso no te preocupes. O también podemos ir a robar libros a los supermercados, en plan anarquistas rabiosos por la lectura. ¿Qué dices, qué dices? Pero qué maleducado soy, por favor, qué alegría verte por aquí, de verdad que me he emocionado, ¿cómo va el curso?, ¿bien, no? Sí, así es al principio, mucho ánimo tío, ha sido un placer verte, toma, toma, aquí tienes más filtros y papel, coge los que quieras te los regalo, sí, amigo, sí. Tengo un bolígrafo de tinta de sobra, son de marca alemana, una precisión increíble, te lo regalo, es tuyo, es tuyo. Bueno, bueno, adiós. Se va y me siento tan acompañado, tengo gente a la que le importo. Estoy seguro que ese tipo pondría las manos al fuego para defenderme. Si nos viéramos en un aprieto sacrificaría su vida para salvarme. A fin de cuenta, eso hacen los amigos. A fin de cuentas le he dado tabaco, ha cogido todo el tabaco que ha querido con sus dedos de pianista, unos pocos gramos, es que no le gusta derrochar, lo ha acomodado dentro de la palma de su mano izquierda y se ha ido a fumar con sus otros amigos. No te preocupes por mí, fuma tranquilo, fuma con ellos, no me importa, es lo normal, son tus amigos, yo estaré aquí, esperándote. Eso hacen los amigos: esperar.
     Pero caigo de nuevo caigo en la cuenta de mi soledad. Me deprimo, aquello de antes, el tipo simpático que me pidió un cigarrillo sólo era una ilusión, un espejismo de una amistad que no existe. Entro en pánico, sigo manteniendo el cigarrillo en mi boca, pero me tiembla la boca, trago saliva, estoy a punto de caer al suelo y romper a llorar, pero aparece, oportunamente, otro tipo, me pide fuego. ¡Fuego, sí, sí, sí, tengo de eso, tengo fuego! ¡Tengo fuego de sobra! ¡Toma, toma! Es un mechero casi nuevo, te lo puedes quedar si lo necesitas, pero, ojo, tiene truco, necesitas darle fuerte y prolongado, es de llama alta. Y eso significa que para encenderlo tienes que darle su tiempo, el gas tiene que respirar, ¿entiendes?, tiene que salir el gas durante un rato, invadir el espacio y luego la chispa. Y el pobre tipo lo intenta una vez, y otra, más veces y nada, no sale fuego. Se desespera un poco, como un niño con algo nuevo. Agita el mechero y me sonrío, pequeño mío, qué poco sabes de mecheros trucados. Intento coger el mechero para encendérselo. Pero lo evita, hasta que se da por vencido, luego accede a dármelo, y como un buen padre cariñoso que se preocupa por la alimentación de su hijo, introduzco la cuchara en su boca para que coma. Que si está bien, que si no está muy caliente, que si quieres más, y hago el avioncito, y come, pequeño mío, come. Le doy a la llama alta, sale el fuego, arde, es hermoso. ¡Mi alma entera por encenderle los cigarrillos a todas las personas de la facultad! ¡Estoy de oferta! Y enciende su cigarrillo. Veo en sus ojos cierto ardor, veo en su mirada una insinuación, me coquetea con los ojos. Qué hermoso, muchacho, descuida, descuida, no te miraré mal, es hermoso que me mires así, como si hubiera algo tierno y cálido entre nosotros. Como si nos amásemos, como si fuéramos enamorados. Sonrío un poco, de pronto todas mis lágrimas han desaparecido. Agradece el fuego, me guiña un ojo y le digo que adiós con la mano.
     Esta vez es definitivo, me encuentro convencido. Todo esto no puede ser una ilusión, nada es un espejismo. Pensar lo contrario sería demasiado doloroso. A la gente le importo. La gente siente aprecio por mí, y soy parte del todo, no dejo indiferente a nadie. Se marcha con sus amigos a fumar y me doy cuenta de lo feliz que soy, que dentro de toda esta tortura, al menos no soy invisible.


*
«Moscas y Hermanas»

Entro en la habitación y me indican con educación que cierre la puerta, que si tengo en mente el asunto a debatir. Naturalmente, asiento con la cabeza, naturalmente, me sonrío.
     Agonizo en una voluptuosa burbuja de espasmos y me dirijo al personal. Me sonrío, lleno de gratitud, agradezco, aplaudo, saludo al horizonte como un buen soldado, manejo un ademán afeminado y cordial, por aquí sí, por aquí no... Me contorneo, y empiezo a moverme. Giro las rodillas, el cuello, meneo el trasero, agito los brazos en líneas rectas. Aplaudo, aplaudo. Doy pasitos hacia adelante, hacia atrás, carcajeo, gruño, que mi madre es una puta, me descontrolo, que soy un pussy, pero que hace meses que no pego ni gota. Ni siquiera puedo mear.
     Me río, miro al cielo, inhalo el vapor de la ciudad. Que las calles están muy sucias, que el mundo está oxidado, que han sacado un suplemento los domingos. Que nadie compra la presa.Tampoco yo. Debería estar en otro lugar. Un lugar sucio, húmedo y con olor a larvas infantiles. Cuando los cuerpos se descomponen dejan tras de sí un rastro negro y hediondo. Los cadáveres huelen a fruta podrida con la misma carne muerta. El rigor inapelable de la muerte nos descompone por igual. Si hasta los animales que comemos en la mesa tienen el cuerpo tieso. Hay gente que yo me sé que juega a hacer bailar a los pollos sin cabeza. Abren el plástico que los contienen y luego dejan volar su imaginación, que si es baile clásico, que si es moderno. Cualquiera sirve para hacer bailar a un pollo muerto. Tampoco es una tragedia. Mueven las alitas y a volar. A dejar volar la imaginación. Tiernos, amables enfermos, que no me olvido del personal, por favor, adelante.

Mis uñas arañan el espejo, me retuerzo en el mismo lugar, con una sonrisa cínica, de hiena hambrienta. Estoy preparado para el tacto sangriento de la vida, para raspar los rostros de los oblicuos, estoy a la orden del día, preparado, tengo las uñas alineadas, mismas uñas listas para quebrarse. El tacto del mundo huele a hiel, con una risa hilarante me aproximo. Más cerca, cada vez más y más, el mundo es una carcajada rota. De allí salen muertos y más muertos. Si me fuera a suicidar dejaría el lugar muy bien ordenado y tendría que usar la lógica para que nadie interrumpiera mi proceso de descomposición, dejaría las ventanas abiertas para que las moscas anidaran en mi interior, les daría el gusto de dejarme abierto para que todo se pudra. Que sea un lugar acogedor para que la muerte sacie su apetito. Moriría a merced de la putrefacción.
     No existe mejor muerte que esa. Y que al entrar en la habitación, preocupados por todo, encuentren un cadáver maloliente entre sábanas frescas. Que el negror de mi piel produzca vómitos, que nadie pueda ver más allá que la mugre que dejo a mi alrededor. Quiero ser la mugre que vuelva imposible toda la habitación.
     Riéndome como un poseso, entre una mofa absoluta, vomitando hiel, sangrando como un cerdo, dejándolo todo perdido. Que la muerte de los talones se me adelante, que me haga tropezar contra el suelo, estallar como un globo lleno de mugre orgánica. Y que la vida sólo pueda vomitarse encima. Es lo justo, lo mínimo, que se vomite al verme. Que toquen a la puerta y me vean allí, saludar con la mano atada a la persiana. Con rostro de satisfacción: mi vida ha llegado a su límite, el abismo me consume, el negror de la vida se ha hecho eterno, que mis ídolos de sangre han caído a la vez, que el brazo gangrenado de mi hermana me salude desde el otro lado. Hicimos una lista de cosas por hacer, y al acabarla, cuando ella regresó a casa me dijo que yo era el hermano más desgraciado, maldito e inútil del mundo. Y no se lo negaba, ella tenía razón, pero también era cierto que cumplimos con todas las cosas de la lista. De algún modo ella sabía lo que suponía todo eso. Hicimos las cosas que nos quedaban por hacer. Y allí acabó todo. No había nada más que decirse, ni siquiera un adiós, nos habíamos cansado de llevar los mismos apellidos. Ella se sonrío y no volvió a dirigirme la palabra. Yo tampoco hice gran cosa, sólo la dejé marchar.

El infierno está de fiesta, entre orgías amables, coitos salvajes y torturas adultas... el mundo se ha tropezado con el ardor de las llamas y el cielo se ha nublado. No hay paraíso para los condenados. No hay amor para los herejes, ni siquiera compasión para los huérfanos. Que mil hombres violen a los niños inocentes. A nadie le importa. No queda paz en este mundo, ni siquiera maldita indiferencia. Si las sombras del infierno ríen entre espejos y muertos, los ángeles dulces del cielo gruñen como bestias, hambrientas como golosos, bañados en la sangre de las vírgenes. Los ángeles se devoran como bestias. Y a mí me entra una risa floja que me consume. ¿Cuándo he llegado a este extremo? Justo ahora termino de darme cuenta que estoy terriblemente solo.
Aunque tampoco me avergüenzo de ello.


*
«El Rey Rata y yo»
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*
«Sólo un imbécil»

Pienso en todas las personas del universo. Caminando abatidas, cansadas, arrastrando los pies. Con la mirada torcida y la sonrisa gastada. Elucubrando pensamientos dañinos, problemas recurrentes y traiciones exageradas. Los veo a todos, desfilando en un gran parque gris. Y aunque se posan las palomas en el asfalto, ninguno puede ir más allá. Ni siquiera miran a las palomas, les son indiferentes. Marchan hacia un abismo del que no pueden escapar. Trabajan duro, hacen algo con sus vidas, cumplen pequeños logros personales y, dentro de toda esa basura rutinaria, me doy cuenta que sólo un auténtico imbécil puede no haber deseado ser una paloma. ¿Quién no quisiera ser una paloma? Estar despreocupado, buscando comer cualquier porquería del asfalto. Aleteando por placer. Pisando edificios, ensuciando las calles, haciendo equilibrio en las cuerdas de alta tensión. ¿De verdad que es preferible ser uno de esos hombres grises que marchan hacia su final antes que ser una paloma?


*
«La tienda de amigos»

Fui a la tienda de amigos y me compré un par de ellos. A uno lo llamaría soledad y al otro tristeza, pero los llamaría con un apodo: El primero se llamaría Larva y el otro Zoón.


*
«Microcuento de una vida feliz»

Un día me desperté con ganas de decirle a Renzo que nunca más seríamos amigos porque me había traicionado después del colegio. Odié a ese niño y tramé mi venganza: sería a la hora del recreo, y ese día nunca lo olvidaría. Algunos amigos de prescolar estarían conmigo, pero para cuando me di cuenta tenía veintisiete años. Más tarde, para cuando fui consciente de todo tenía que ir a trabajar, y al anochecer comprendí que era alcohólico, no tenía esperanzas y que mis padres habían muerto, además, tenía la certeza de que dentro de quince días me iba a pegar un tiro. Pero, para cuando llegó el gran día, la madre naturaleza me sorprendió caminando por la calle con un amable ataque al corazón. Y para cuando quise volver a ver a Renzo y hacer justicia, alguien sujetaba mi mano y me decía que lo mejor era que durmiera. No me opuse.


*
«La increíble historia de chico piedra, drogo crack y la niña bestia»

Chico piedra camina por la alameda con su novia mentolada y le dice que necesita humedecer la tierra. Chica menta se ríe y le dice que por allí hay unos túneles dónde puede mear. Chica menta también quiere mear. Bajan por unas escaleras de piedra hasta unos túneles, que se conectan por un gran túnel descubierto. Un túnel inmenso e inacabable. Chico piedra se acerca hacia el primer túnel y chica menta dice que cogerá el otro túnel, y chico piedra dice que no y se acerca al segundo túnel y chica menta dice que irá al tercero... niega y se acerca al tercero y allí lo ve. Frente a sus ojos está él. Se asusta un poco y se aleja rápido. Al mismo tiempo, chica menta se acerca al primer túnel y se baja los pantalones. Chico piedra querría estar debajo de ella y juguetear en la cascada del verano ficticio, pero recuerda lo que vio y se queda de piedra. Va al segundo túnel y mea entre dudas y paradojas. Luego, con la voz entrecortada y aún con el miembro entre las manos se acerca a chica menta.
          –Cariño mío, amor de mi alma... no te imaginas lo que acabo de ver. Ha sido terrible, ha sido implacable, inapelable, impalpable, desconcertante, destructivo...
          –¿Qué has visto, chico rock?
          –Lo he visto a él, amor, ¡amorcito!, bebé... he visto a drogo crack.
          –¡No te creo!
          –¡De verdad que le he visto! ¡He visto al verdadero drogo crack!
          –¿Cómo iba vestido?
         –Con una camiseta blanca, unos vaqueros y llevaba puestas unas gafas de sol. Y fumaba crack desde un cachivache que se ve en las películas. No se dio cuenta de que le observaba, luego, me fui corriendo y tuve que hacer pis. Me quedé perplejo, amor, era drogo crack.
         –¡No te creo, chico piedra, eres un mentiroso!
         –¡Te lo prometo!
         –¡No te creo, chico piedra mentiroso!
         –¡Te lo juro, amor, amorcín, chica menta, es la verdad!
         –¡ENOUGH!
        Chico piedra quedó desconsolado, pero no se daría por vencido. Subieron al borde del acantilado y se sentaron a ver el día pasar. De cuánto en cuánto, chico piedra le decía que allí dentro había un drogo crack, que no era mentira, que era cierto, que tenía que creerle. Pero chica menta era incrédula. Chico piedra vaciló en bajar de allí y entrar en el túnel, insultar al drogo crack, robarle su crack e incitarle a una pelea. A fin de cuentas, él era el señor de las rocas, y drogo crack, como mucho podía consumir crack. Pero chica menta le dijo que no hiciera tonterías, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.
       –¡Chica menta, eres una pordiosera, sucia miserable, negra, avispa aturdida de gran culo partido, cerda de matadero, animal indómito, porquería ponzoñosa, araña parapléjica, azúcar de orangután!
Chica menta le dio un beso en los labios y chico piedra empezó a tararear una canción de los Rolling Stones. Chico piedra era bastante imbécil y por eso le gustaba tanto a chica menta. Chico piedra recordó que tenía el poder de coger piedras pequeñas y lanzarlas con sus puños, así que hizo eso. Cogió piedritas que encontró dónde estaba sentado y empezó a lanzarlas contra el acantilado. Aproximándose a los túneles dónde dormía y fumaba drogo crack. Él sabía que no se daría por vencido, tenía que demostrar que ese espectro crack existía. Como si era lo último que hiciera. Tenía que hacer volver a drogo crack. Así que empezó a tirar y tirar piedras mientras cantaba:
Drogo crack, drogo crack,
sal de allí, drogo crack.
Drogo crack, drogo crack,
no te escondas de mí,
drogo crack, sal de allí mismo.
      Pero de la nada apareció una niña pequeña que vio a chico piedra lanzar piedras. Y aproximándose a unas pequeñas plantas de arena, cogió una, la arrancó del suelo y la lanzó al acantilado. Chico piedra quedó perplejo. Chica menta se sorprendió y manifestó su temor por la niña, podía resbalarse y morir en la caía. Pero chico piedra quería eso mismo: ver la muerte de niña bestia. Siguió lanzando plantas de arena mientras chica menta se preocupaba.
       –¡Suficiente! –gritó chico piedra y empezó a lanzar piedras contra la niña, para ver si esta resbalaba y se caía, se desangraba y moría. Pero niña bestia era muy bestia y seguía lanzando plantas de arena. ¡CHICA BESTIA, QUÉ BESTIA! Y chico piedra cogió piedras más grandes, pero no pasaba nada. A lo lejos los padres de niña bestia la llamaban por su nombre, pero chico piedra estaba enfurecido. Se levantó de allí ante la mirada expectante de chica menta y cogió a niña bestia por las orejas, pero ésta, animal salvaje, logró zafarse, y con el movimiento tosco de su culo de niña bestia empujó a chico piedra contra el acantilado. Y éste, pobre chico torpe de piedra, logró sujetarse a una piedra antes de caer, y fue allí cuando niña bestia mostró su bestialidad, y con sus diminutos pies de obesa bestia, pisó sus manos para que este cayera. Mientras chico bestia sujetaba esa misma piedra, el peso de su cuerpo y la maldad de la niña bestia hicieron que ésta se desprendiera, y mientras chico piedra caía hacia la muerte lanzó la piedra a la cabeza de la niña que perdió el equilibrio y cayó con él.
        Chica menta estaba aterrada, y nerviosa, a fin de cuentas, era probable que la familia de niña bestia viniera para pegarle a chico piedra. Pero cuando se asomó al borde vio que chico piedra sonreía, sujetaba a la niña bestia por el cabello y la arrastraba hacia el túnel.
        –¡No, chico piedra, no lo hagas! –gritó chica menta, pero él ya no escuchaba a nadie. Su corazón se había vuelto de piedra y tenía una misión: alimentar a drogo crack. Y cuando el hombre de las gafas vio a chico piedra con la niña bestia sonrió con sus dientes amarillos y quebradizos y se preparó. Desabrochó sus pantalones, bajó su bragueta y dejó al descubierto su sucio miembro. Chico piedra sonrió con una maldad de piedra. Aplaudió y empezó a bailar. Chica menta seguía en su asombro mientras en su asiento movía el trasero. Chico piedra salió corriendo hacia el lado de chica menta y se sentó. Los padres bajaron hacia su niña, para ver qué le ocurría y mientras tiraba piedras al lado de chica menta y aún con los gritos aterrados de los padres empezó a cantar:
Drogo crack, drogo crack,
es tu amigo drogo crack;
drogo crack drogo crack,
sentado en el túnel se hincha de crack.
Él es drogo crack, drogo crack,
tu amigo crack,
mitad drogo, mitad crack,
el hombre del túnel que fuma crack.
Drogo crack, drogo crack,
con anteojos negros en la oscuridad
y agujas de cristal:
drogo crack, drogo crack,
se dispone a fumar
crack.
¿Quién es tu amigo
drogo crack?

¡DROGO CRACK!   



*
«Mísero y amable poema cardíaco de medio día»

Una gran dilatación cardíaca
En un sueño norteño
y un espasmo silencioso...

Todo se dilata por mis venas
caparazón de arterias confundidas
La sangre cambia de sentido
Acromios rotos
mandíbulas abiertas
Los ojos de un león extraviado
mil serpientes jugando a ser animales marinos...

Un torreón de lamentos
sangre burbujeante y saludable
que se cuela por las sienes
y vacila en endurecer
sangre coagulada
esencia extraviada...

En un parque de atracciones
niños jugando con gorgojos de fuego
alimañas marinas
perros de arena
azúcar en polvo
cocaína rosada

Es tiempo de empezar el ritmo fugaz
los pasos absurdos y melancólicos
el menear del abdomen occidental
las extremidades orientales y acaso...
nudos en las gargantas de los condenados
los miserables alegres que miran expectantes
el inicio de un buen día

El sueño en el norte
y el corazón en el sur...
¿Dónde queda la incertidumbre de la salud?
Todos enfermos en una sala de espera
con cierta melancólica pesadumbre
hoy es un mal día para cantar

Alimañas
salvajes
gente de occidente
veamos qué tal suena nuestro coro
todos a la vez
Bucle, bucle, bucle...

Algún grupito de jazz hace de las suyas
y nos convence de que nuestra voz suena

Unos tambores potentes
manos negras jugando en el ritmo
atentan contra la condición humana

Salvajes danzando
Hombres con fundamento
Niños enloquecidos
Madres desesperadas

Trompetas rosadas
polvo de azúcar
gente alegre
moviendo sus cuerpos
agitan los brazos
y retuercen sus rodillas

Brindan entre movimientos elitistas
casi se sienten Reyes
entre plebeyos de callejón
No hay distinción 

Mucha gente cohibida
perdida entre incertidumbres naufragas
Sueños perdidos
Insomnios amables
Vida escaldada
Una muerte comprensiva 

Un gorgoteo indómito
animales adiestrados
sacudidas negras
y pelirrojos ardiendo
como cerillas de fósforo

Códigos indescriptibles
del negruzco pesar
de una noche extraña
No hay margen
No hay vida
Me ha sentado mal la comida
Voy a vomitar


*
«Larva, Zoón y Vorj hasta el anochecer»

Sucedió que no habíamos quedado desde hace mucho tiempo. Existía una necesidad abusiva de vernos. La última vez que había visto a L la tarde acabó con un guardia de seguridad diciéndome que no podía mear en las escaleras del Parking porque eso era un asco y que luego ellos tenían que limpiarlo y que no molaba. El tipo estaba asustado, le dije que lo sentía, hasta tenía remordimientos y me hubiera ofrecido a limpiarlo de no ser porque se fue apresurado a su sitio de mando. De todos modos, lo más probable era que verme mear desde las cámaras de seguridad fuera lo más entretenido de todo su día. Nos vimos en Sol, habíamos inventado un juego sobre el Oso y el Madroño, siempre le cambiábamos una palabra, en este caso nos veríamos en el Oso y el Maromo. Otras veces fue en La Casa del Madroño, así como cambiar la situación geográfica del mismo; y también la hora. Era evidente que nos veíamos a las cinco en Sol, pero en cambio, decíamos que a las diez en Atocha, junto al Oso y sus hijos, cosas de esas.
Estábamos entusiasmados, hoy sería un gran día. Yo propuse emborracharnos, Zoón venía preparado con una litrona caliente en su mochila y todavía recordaba la última vez que Larva se emborrachó... en esa ocasión no fue un gran día, terminamos peleándonos en la calle mayor. Él empujándome y diciéndome que no tenía derecho a hablar de G mientras que yo le decía que G era promiscua y que ponía las piernas de una manera muy graciosa, comparándola con una gallina y luego me ponía a cantar como una gallina. Terminó mal. Larva me propinó una bofetada y yo, pese a querer matarle resolví el asunto diciéndole que era un mal tipo que sólo sabía arreglar todos los conflictos con la violencia. Acto seguido y sin que se diera cuenta le di un profundo golpe en la nuca y salí corriendo.
Esta vez tomaríamos precauciones: no hablaríamos de G, y habíamos hecho un pacto: el primero que recurriera a la violencia tendría que hacerle una mamada o una paja al otro. Así que Larva no tardó en intentar pegarme, pero yo supe controlarle y acaricié su cabeza y le dije que en otra ocasión. Después dijo que mi chaqueta roja era como la de los rusos canis y que si tuviera el pelo más largo podría parecer un judío-gitano muerto de hambre, o lo que era lo mismo, un mendigo. Le sonreí, hoy no habría violencia. Estaba claro, sería una tarde estupenda. Nos emocionó vernos. Casi parecíamos niñas adolescentes, mejores amigas que no se veían desde verano.
L llegó el último y Z el segundo. Yo les esperaba viendo el panorama: mucha gente agitada, niñas, niños, abuelos, abuelas... turistas, y sudamericanos vestidos de dibujos animados. Es decir, un panorama trágico y desagradable. La novedad era un tipo vestido de Mr. Bean aunque tampoco nos entusiasmaba demasiado. Nos encontramos y caminamos juntos, los tres, como tres jóvenes palomas que buscan basura en el suelo para comer. Eso éramos: palomas sucias, tullidas, mugrientas, desagradables, pero unidas. Palomas que se picaban los ojos entre sí para comer más que las otras.
La idea era ver una película en el cine, pero ninguna nos llamaba la atención así que les propuse invitarles la primera litrona a cada uno. Y eso hicimos, fuimos a un bazar chino y compramos cervezas. Bebimos honrados... porque es evidente que sólo los alcohólicos jóvenes son honrados, el resto es desesperantemente predecible. Seguimos caminando por Madrid. Zoón hablaba de una cerveza con tequila que subía rápido, así que fuimos a otro bazar chino a encontrarlo y allí estaba, en una tienda china pero de dependientes pakistaníes: cerveza con tequila. Pillamos alcohol y seguimos. En nuestro paseo ameno y agradable. Y seguimos así, caminando mientras bebíamos y bebíamos y caminábamos. Casi que dábamos un paso y luego bebíamos y así, cíclicamente. Era el ritmo de nuestras vidas: dar unos cuantos pasos, lamentarnos por el devenir, la tristeza del mundo, los mendigos, los drogadictos, bailar un poco, llorar en silencio, hacer bromas negras, maliciosas, de mala gente y beber. Caminar mientras hablábamos de G, C, R, o incluso de RR o de MM... en fin, esa era nuestra vida. Se nos había acabado la bebida y notaba los primeros indicios de embriaguez en L. Mi plan era el siguiente: ver a L borracho y reírme de él. Pero no pensé en que yo también estaría borracho, o lo que era lo mismo: era tan idiota como para no prever que todos estaríamos en la misma condición.
Llegamos a otro bazar y compramos bebidas, nos sentamos en una banca a beber mientras en la calle que daba a la banca habían bares y gente en las terrazas, bebiendo como señores de buena fe. Sentados en sus sillas de metal barato, con posa-vasos de cartulina y algunas tapas refritas. Con sus gafas, sus dientes brillantes, barbas, bigotes... peinados de gente de bien. Limpios, con ropa de salir. Esa gente que quedaba un domingo por la tarde para ir a un bar a beber... la misma parafernalia de siempre.
L sujetaba su botellita de cerveza con tequila y se le veía feliz. Después de acabarla quería estallarla en el suelo, pero le disuadí: Aquí no L, hay mucha gente, te van a gritar algo. Pero Z se reía de la situación y sacó un martillo. Nos quedamos perplejos y recordamos cuando nos contó que había robado un martillo para defenderse porque la última vez que un venezolano nos amenazó sintió impotencia, y que había resuelto todo con una fórmula muy sencilla: llevar en la mochila un martillo, cosa que si cualquier venezolano de Madrid venía a decirnos que le cortaba los huevos al que había tirado un cartel de plástico de una taquería mugrienta, Z podría sacar su martillo y darle en la cabeza. Aunque era una idea arriesgada y bastante exagerada, en ese momento nos pareció de lo más normal, y con ello, nuestro estado era evidente: sucumbíamos ante la felicidad momentánea, esa sensación de normalidad y de irrealidad: esa fantástica forma de drogarse de buena manera en un banco cualquiera de Malasaña. Miré a L y le dije que jugáramos a los doctores, y accedió, luego dijo que si se quitaba la camiseta para que escuchase el ritmo de su corazón. Me reí y negué con la cabeza, le dije que los pantalones. Sonrió y se levantó para hacer el ademán de quitarse los pantalones, y durante ese instante llegó a mi cabeza una imagen grotesca, a L con los pantalones bajados, con unos calzoncillos sucios y con una notable erección... las piernas llenas de pelos y algunas cicatrices en las rodillas, cierto balanceo en sus rodillas, y un ligero baile en sus caderas. Luego a él bajándose los pantalones y dejando al descubierto un trasero peludo y blanco; mientras él sonreía y decía que era posible toma el pulso colocando un dedo en el ano del paciente. Por fortuna, lo detuve a tiempo y no llegó a más. Quedé estupefacto por todo lo que evité. Cogí su botella y la tiré a un lado de la carretera. Por fortuna estalló allí y no tuvo que hacer semejante escándalo.
Luego de ver a la gente en el bar, tuve la necesidad de entrar en un bar e invitarles a beber algo. Y como éramos gente educada pedí vino para los tres. Nos dieron de tapas unas mugrientas empanadillas. Yo fui al baño y cuando volví sólo quedaban migajas. De todos modos, parecían ser empanadillas refritas de hace varios días. Ellos tenían hambre, y quién era yo para estropearles la noche. A continuación, llegó un grupo de treintañeras al local. Y de hecho, el local era de treintañeros. De gente adulta, con algunas canas en la cabeza. Y había una treintañera que estaba increíble. Z y yo lo admitíamos abiertamente. Llevaba una camiseta blanca con cangrejos negros. Una camiseta que, de ser cierto, la había comprado en una tienda de ropa para adolescentes. Pero le quedaba estupendo. Era una chica hermosa, con una nariz delicada y esbelta. Con el pelo hasta los hombros, lacio y casi rojizo. Con unos ojos negros y profundos, delicadamente delineados con lápiz negro y con una forma de comer chorizo bastante estimulante. Mordía el preparado de carne, tripa, grasa y cartílagos con cierta devoción. Y yo la veía tragar comida, beber alcohol y me decía: caray, qué vieja más hermosa. Sus curvas, su rostro, las arrugas de su rostro: una verdadera diosa.
Ladramos todos juntos. Acabamos nuestras bebidas y salimos de allí. Entramos a un bazar chino y compramos más alcohol. Seguimos caminando hasta que empezó a caer la noche. Nos detuvimos frente a una gran vitrina con objetos antiguos y L decía no sé qué cosa sobre no sé qué y dio un golpe al cristal. Me alarmé, y luego comprobamos que había gente en el local. Nos fuimos rápido de allí. Más adelante pasamos por un prostíbulo de gatos y la reja de seguridad estaba un poco bajada, L preguntó que qué pasaba si saltaba hacia ella, con la cabeza en alto, y pese a que en la sobriedad era evidente que iba a ocasionar un fuerte dolor, en nuestro estado le alentamos llenos de curiosidad, después de todo ¿qué puede pasar si saltas con la cabeza en alto para darle al borde metálico de una reja de seguridad? L saltó y sólo cuando estaba en el suelo meciéndose de un lado a otro por el dolor entendimos lo que había pasado. Estallamos en risas, ¿a qué clase de inútil se le ocurre semejante estupidez? Reímos por un buen rato, aunque no era culpa de L, nosotros le habíamos emborrachado y él sólo siguió nuestro consejo. Debo aclarar que de los tres L es el más listo, el más guapo, el más talentoso y sobre todo, el más prometedor en cuanto a la poesía, pero en ese instante, además de ser el más guapo, el más talentoso, el más listo y el más responsable, era el más imbécil.
Pasamos por una tienda de vinilos y libros para gente culta. Sin duda era así, porque todos los vinilos tenían una pinta estupenda y porque los títulos que allí encontramos eran absolutos, eran los libros que pocas veces habíamos visto en la FNAC, o en La Casa del Libro. Sin duda era un sitio mágico, con un olor a humedad bastante familiar, casi era como volver a estar encerrado quince años en un sótano con goteras. No había cámaras de seguridad, ni tampoco guardias, y ni siquiera los libros tenían etiquetas que sonaban cuando uno las sacaba fuera del local. Así que, en un movimiento ágil y rápido de manos, Z robó un libro. Dimos unas cuantas vueltas más y luego salimos de allí. Compramos más alcohol y deambulamos.

Lo último que hicimos fue encontrar una caja con perfumes para mujer que Z se esmeró en dejar claro que lo quería para su madre, patear varios contenedores, jugar a una peligrosa réplica del baseball con una manzana que Z había robado de un supermercado y entrar en otro local dónde Z nos invitó tercios y escuchamos a un cantautor viejo y mediocre que nos regaló un cd. El pobre hombre se sentía una gran estrella cuando sólo era un hombre desconocido del que no me sé el nombre. A decir verdad, podría decirse que ese hombre no existe, porque nadie recuerda su nombre. Sólo sé que bebía vino y que tenía una barriga prominente y una gran voz: digo gran porque solía gritar bastante. Luego nos compramos piruletas de fresa con forma de corazón. Y resolvimos la noche rodándoles un cenicero con motivos florales, la licencia del bar que estaba pegada en la ventana al lado dónde estábamos sentados y también meándoles en una maceta que estaba en el baño. Debo aclarar que allí sólo habían flores artificiales, nunca se me habría ocurrido semejante sacrilegio, como la de mear en una maceta con flores de verdad. No soy ese tipo de borracho.


*
«Razones para no suicidarse»

1. No me gusta el dolor.
2. Me gusta el dolor, pero sin pasarse.
3. Porque me sentiría muy solo.
4. Porque me da pereza abrirme las venas.
5. Porque es muy caro el cianuro.


*
«Razones para suicidarse»

1. Porque no hay nada mejor que hacer.
2. Porque no me gusta que salga el sol.
3. Porque no me gusta madrugar.
4. Porque ya soy mayor de edad.
5. Porque no me gusta trabajar.
6. Porque no soy bombero.
7. Porque mis poemas nunca riman.
8. Porque le dan premios a tipos que
hacen poemas con Marlon Brando
y Penélope Cruz
9. Porque ya se fue el verano.
10. Porque mi número de calzado es 42.
11. Porque mi hermana tiene éxito académico.
12. Porque me gusta el Jazz.
13. Porque no sé bailar en plan normal.
14. Porque no sé cocinar legumbres.
15. Porque es más divertido que estar vivo.
16. Porque el sentido de la vida es como
una caja de condones (caducados).
17. Porque nunca seré un buen ciudadano.
18. Porque ya no creo en nada, ni siquiera
creo en papá y mamá.
19. Porque hace varios meses que no veo
a papá y mamá.
20. Porque siempre he creído que suicidarse
es un acto noble y sobre todo, amable con
el medio ambiente.


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