*
«El
día que Dios bajó de los cielos y me hizo una mamada»
Capítulo
I
Estaba
yo, en la intimidad de mi habitación, tan tranquilo y tan excitado a
la vez. Y noté el bulto salvaje de mi obscena condición humana y
pensé para mis adentros: ¡Ay, si yo tuviera alguna hermosa chica de
piel tostada, labios carnosos y enormes ojos, con el cabello largo y
cierta afición a la fotografía! ¡Ay, si yo tuviera alguna chica
así!
Capítulo
I.I
Y
desesperé en medio de la agonía de la privación, mientras me
retorcía en el suelo de madera y desde el móvil le echaba un ojo a
las noticias sobre el éxodo sirio.
Capítulo
II
Y
del armario roído salió una luz espectacular que cegó todo
lo que suponía mi oscuridad. Quedé perplejo y asombrado. ¿Qué era
aquello? ¿Por qué a mí? ¡Soy inocente, no quise tirar basura en
la calle, pero es que no llevaba bolsillos!
Capítulo
II.I
Y
tuve que alejarme a consciencia, pegando mi hermosa espalda a la
pared y ponerme a pensar en algo que pudiera salvarme. Aquí no
habían policías, ni proxenetas. Estaba completamente solo.
Capítulo
III
Noté
la sangre sifilítica recorriendo mis venas. Me reincorporé en mis
circunstancias y le planté la cara. ¡Hijo de puta, mal nacido, si
eres Dios, puedes irte a la mierda; si eres una alucinación
recurrente por falta de sueño, también; si eres el fantasma muerto
de mi madre puedes irte a tomar por culo también; y si eres de los
de verde- alienígena, lechosos y cirujanos, pues hijos de la
grandísima puta, mientras duermo dejadme en paz, despierto, ojo, lo
que queráis, pero dejadme dormir, hostias!
Capítulo
IV
Pareció
surtir efecto, porque la luz parpadeo, pero automáticamente pensé
que era una forma de provocación, así que me puse histérico y
empecé a lanzar patadas a todas partes. Algo completamente estéril
en la eficacia porque estaba completamente solo en la habitación,
pero terriblemente útil para tranquilizar mi pánico. Sin embargo,
parecía que a nadie le importaba porque la luz seguía haciendo lo
mismo. Por lo que opté por ser lógico y encender la luz. De esa
manera no podría ver el destello luminoso y angelical; y podría
seguir viendo a Mía Khalifa en PornTube.
Capítulo
V
Sólo
podían ser dos cosas. O que la bombilla se había fundido, o que
alguien había saboteado mi bombilla. Y al encontrarme completamente
solo entendí que había sido lo segundo. Algún ente misterioso,
malvado y sádico había interferido en el adn de la electricidad,
volviendo mi pobre cuarto en un zulo oscuro y perturbador. Parecía
que tenía los días contados, en cuestión de nada, subirían los
demonios para azotarme mientras Dios reiría sobre los cielos,
jactándose de mi estúpida condición de mortal.
Capítulo
VI
Pero
la luz volvió y pude ver que del armario salía una mano masculina
con las uñas pintadas. Así que lo entendí, sabía quién estaba
allí y me empecé a reír.
Capítulo
VII
¿Cómo
era posible que sucediera algo tan inaudito? ¿Es posible que de
entre todas las personas del mundo sea justamente a mí a quién le
toca vivir semejante despropósito? ¿Dónde están los devotos
ahora? ¿Dónde están los infieles y traidores?
Capítulo
VII.I
Aquí
sólo está.
Capítulo
VII.II
Jesucristo
Super Star.
Capítulo
VIII
Le
cogí la mano y era deliciosa. Su piel era suculenta. Y sus piernas
tenían aftershave.
Le ofrecí sentarse en mi cama, pero negó meneando el trasero. Me
dijo que sólo estaba por poco tiempo y que tendría que volver
pronto porque tenía un rave y después a lo mejor caía algún
osito. No le entendí una mierda, pero quién era yo para criticar a
Jesucristo. Así que le ofrecí un poco de tabaco celestial, quizá
un vinito. Pero se enfadó a rabiar, se tomó a mala hostia lo del
vino, que si no tenía respeto por la cultura cristiana, que si era
un pecador, que si ardería en los infiernos, que si era mala
persona, que si mi nuevo corte de pelo atentaba contra el buen gusto,
que si esa cresta roja era un infortunio, un insulto a la vida, que
si dónde estaba el baño. Al fondo a la derecha.
Capítulo
IX
Esperé
sentado y nervioso en la cama con el corazón a mil. Estaba
terriblemente inquieto. Sabía que en cualquier momento podría pasar
lo que sea. Tanto recibir una sustanciosa mamada (creo que Jesucristo
es marica, si no, no me explico que tuviera una chapa de putilátex en
la túnica y que llevara las uñas pintadas), arder en el infierno, o
enamorarme de su belleza angelical, o crucificarme. Lo mejor era ir
poco a poco, con cuidado, tanteando el terreno, mostrándole que sólo
éramos dos criaturas compartiendo espacio. Que él era el inmortal y
mártir, y yo el mortal y antihéroe.
Capítulo
X
Jesucristo
mea sentada.
Capítulo
XI
Por
fin salió del baño, había aprovechado para echarse un poco de cera
para el pelo, me preguntó que dónde lo pillaba. En Mercadona,
naturalmente. Que si gastaba mucho a la semana. Lo justo, le doy a la
barba y el bigote y un poco al pelo. Me dijo que le molaba mi rollo.
Que muchos musulamanes ya querrían tener esa espesa barba. Le
agradecí los halagos y le dije que si había levantado la tapa del
váter. Naturalmente, no soy un maleducado, dijo. Di las gracias
hasta cuando me crucificaron, me contó con algo de sarcasmo, mala
leche, meneando los hombros y sacando la lengua. Le pregunté
que si los agujeros de sus manos podían servir para llevar
un piercing. Se
rió goloso y dijo que claro, que ahora se llevaba eso.
Capítulo
XI.II
Jesucristo
es una moderna de mierda.
Capítulo
XI.I
Me
preguntó que cómo cuidaba mi barba. Le conté que usaba yema de
huevo y aloe vera. Y sobre todo, ponerle aceite de oliva extra virgen
antes de dormir. La nutría bien y la mantenía fresca y sexy para
las churris. Tomó nota en su tablet digitocelestial y asintió
convencida con la cabeza.
Capítulo
XI.II
Después
me dijo que si quería Sky-mdma. Le grité que eso era obvio, ¿que
cómo no iba a querer probar drogas de diseño angelical? ¿Qué
clase de modernillo de la capital no iba a desear probar algo
semejante? ¡Sólo un pussy! ¡Le dije que podría suicidarme por
sobredosis si era el maldito mdma celestial, colega! Río poseído, y
su rostro cambió de color y forma y me escupió en la cara:
¡¡¡¡PEQUEÑA PORQUERÍA DEJA EN PAZ A MI HIJO. NO TE JUNTES CON
ÉL, YISUS, CON ÉL NO!!!! Me asusté mucho, y me alejé rápidamente.
Después volvió en sí y me pidió perdón, que así se comunicaba
con su padre, ocasionalmente.
Capítulo
XI.III
Su
puta madre.
Capítulo
XII
Luego
le conté que había desvirgado a tres vírgenes y que era algo
bastante perturbador. Que era como enseñarle a montar en bicicleta a
un niño negro con sida y de África. Me dijo que no hiciera bromas
sobre el tercer mundo, pero que si sabía cómo matar cinco moscas de
un sólo golpe, le dije que no, y me respondió que pegándole una
patada en la boca a un niño africano. Le miré desconcertado. Luego
añadió que sí, que las vírgenes eran lo peor. Y mucho peor,
añadió, las lesbianas. Quise pegarle con mi cachiporra, ahora
resulta que éste marica moderno era lesbo-homofóbico. Menuda
moderna de mierda estás hecha, Puticristo.
Capítulo
XIII
Puticristo
es subnormal.
Capítulo
XIV
Le
pregunté que cuál era el mejor tema que había escuchado de
Putilátex, y dijo que obviamente, HE VISTO A LA VIRGEN y también EL
POP. Le dije que eran temas geniales, sí, sí, sí. Y luego me
acerqué a su regazo y puse una mano encima de su pierna. No retiró
mi mano, más bien, lejos de ello, la acercó tímida y lentamente
hacia su pene divino. Empecé a temblar y a reír nerviosamente,
mientras notaba que mis pantalones me apretaban. Él puso boca de
pato, me guiñó un ojo y me susurró al oído con la voz más
pornográficamente homosexual del universo que:
Capítulo
XIV.I
Descuida,
corazón, si te doy mi consentimiento, no es pecado en ninguna
religión.
Capítulo
XV
De
la nada me encontré tocando sus genitales. Excitándome por el tacto
arrugado y liso a la vez. Su pene era pequeño, como una habichuela,
así que asocié que la gente de polla pequeña era marica, pensé en
mis amigos, todos maricas, fijo. Pero recapacité, eso era una
completa tontería. Me reía mientras le tocaba la polla a
Jesucristo. Qué putita era, ¡DIOS! Entre su túnica impecable, mi
mano temblorosa mientras acariciaba esas carnosidades divinas; y
entre mis pantalones mojados, mi pene, peleándose con mis bóxers
para salirse de su sitio. ¡Me quiero follar a Jesucristo! Quise
hacerle una broma, y gritarle a la cara ¡DIOS MÍO! Pero sabía que
se lo tomaría muy muy mal.
Capítulo
XV.I
¡¡¡¡JESÚS,
PEQUEÑA SABANDIJA, HIJO DE UNA PALOMA CON SIDA, ES HORA DE CENAR,
COMO NO ESTÉS AQUÍ A LAS 18:00 DEL SUR DEL CIELO PACÍFICO TE VAS A
ENTERAR. NO TE VOLVERÉ DEJAR SALIR, Y NO QUEDARÁS NUNCA MÁS,
DURANTE TODA LA ETERNIDAD CON TUS AMIGOS, OLVÍDATE DE LA MARY, EL
JUDO ESE NI TAMPOCO LA LOKA DE DA VINCI, QUEDA ADVERTIDO,
SEÑORITO!!!!
Capítulo
XV.II
Tronco,
¿pero qué cojones?
Capítulo
XVI
Se
cayó una taza de mi escritorio y se rompió. Grité por puro
impulso, que me cago en Dios. A lo que Jesucristo empezó a reir. Le
pedí perdón, pero rió aún más, luego me explicó con ternura que
cada vez que alguien se cagaba en su padre al pobre barbudo de arriba
le empezaban a doler las orejas. Me reí mucho, porque era muy
gracioso. Así que empecé a cagarme en Dios muchas veces para ver si
se le caía la oreja como a Van Gogh.
Capítulo
XVII
¡Me
cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en
Dios! ¡Me cago en Dios!¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me
cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en
Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me
cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios!
Capítulo
XVII.I
¡Me
cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en
Dios! ¡Me cago en Dios!¡Me cago en Dios!
Capítulo
XVIII
Y
durante un instante noté que Jesucristo se deslizaba por la cama, me
tumbaba boca arriba y bajaba hacia mi entrepierna. La golfa empezaba
juguetear con mis bóxers. Me mordía los labios. Lamía los bordes,
palpaba cachondo mi paquete. Sentía cómo se me escapaba el alma. Y
al final terminó bajándome los pantalones, delineando la marca de
mis bóxers y tirando de ellos con tanta fuerza que los arrancó de
cuajo. Me pregunté mientras mi polla latía si esa era la verdadera
furia de Cristo.
Capítulo
XVIII.I
Jesucristo
tiene mi polla en su boca. La lame tímidamente.
Capítulo
XVIII.II
No
me lo puedo creer.
Capítulo
XVIII.III
Jesucristo
la chupa.
Capítulo
XIX
Y
mientras delineaba con su lengua las circunferencias de mi polla le
cogí del pelo y le empuñé mi dildo carnoso. Jesús se estremeció
y se separó de mí, dejando tras de sí un hilo de saliva deliciosa
y afrutado. Luego, acercándose a mi rostro, poniendo cara de
sexo-adicta me pidió entre risitas que "por favor, machito mío,
fóllame la boca". Tragué saliva. Respiré hondo. Lo que
Jesucristo me pedía eran palabras mayores. No podía decepcionar a
una deidad.
Capítulo
XIX.I
Jesucristo
va depilada.
Capítulo
XX
Cogí
su cabeza con decisión y me mordí los labios mientras seguía el
movimiento perpetuo de mi cadera. Un taladro a toda velocidad. Un
golpe eterno. Una profanación fantástica y grosera. Acaso el acto
más histórico de toda la humanidad. Un sacrilegio delicioso,
vicioso y liberal. Pura herejía.
Capítulo
XXI
La
polla de Jesucristo empezó a chorrear. Ese líquido espeso era pura
colonia, lo más hermoso de toda mi vida. Estiré mi mano y dejé que
mis dedos se empaparan con su elixir. Me mojé el cuello con él, lo
olí y luego lo lamí. Era el néctar más dulce del universo. Lo más
sabroso que nunca había probado. El líquido más áureo del planeta
entero. No había nada comparado a eso, y yo, ¡me escuche Dios! lo
había probado.
Capítulo
XXI.I
La
polla de Jescristo no es normal.
Capítulo
XXI.II
«El
semen de Jesucristo y el pequeño mortal».
Capítulo
XXII
Mientras
Jesucristo me la chupaba tuve la necesidad de preguntarle sobre su
condición. Lo que suponía para su familia, lo que era en el cielo,
si las traducciones bíblicas habían errado al determinar que la
homosexualidad era un pecado abominable, que si los ángeles eran los
primeros asexuados de la historia, que si habían demonios lesbianas,
que si todos eran, rematadamente, idiotas, y si estaban perdidos en
la ceguera. Estaba tan cerca de correrme que no tuve más remedio que
preguntárselo. Bendita sea la lengua de Jesucristo. Benditas sus
manos y su afición a la saliva angelical. Era como tener metida la
polla en el agujero más glorioso del Universo. Era como volver a
nacer.
Capítulo
XXIII
Le
pregunté que cómo llevaba su familia que él fuera homosexual.
Capítulo
XXIII.I
Se
enfadó muchísimo. Me dijo que él no era aquella aberración
repulsiva e infernal. Eso no existe en el Cielo. No hay lugar para
los maricas. Que para nada. Que estaba muy equivocado. Que sólo era
un estúpido mortal, una porquería insignificante, y que había sido
un gran error venir a verme, que me podía ir al infierno. Que me
jodieran. Me asusté muchísimo, básicamente porque todavía no me
había corrido. Intenté tranquilizarle diciéndole que lo dije sin
intención de insultarle, que yo era terriblemente idiota, que soy un
mortal, que se apiadara de mí, que en realidad, nada se podía
comparar a lo que le hizo su padre a aquella miserable paloma.
Capítulo
XXIII.I
El
padre de Cristo es zoofílico.
Capítulo
XXIV
Fue
el peor error de mi existencia.
Capítulo
XXV
Se
levantó de mi entrepierna, me escupió en la cara, me levantó el
dedo y me dijo que ojalá se me cayera esa gran polla que tengo. Y
que era una lástima, que para una buena polla que encuentra la tenía
que joder de esa manera. No le entendía. Me dieron ganas de llorar.
Capítulo
XXV.I
¡Jesucristo
no te vayas! ¡Yo te amo!
Capítulo
XXV.II
Pero
Jesucristo hacía caso omiso. Y volvió a entrar en el armario del
que salió para desaparecer por los siglos de los siglos. Para
siempre. Estaba perdido. Lo había perdido todo.
Capítulo
XXV.III
Y
mientras sentía el efecto de skymdma desvanecerse me entraron ganas
de llorar. Había perdido al mejor amigo de toda mi vida, al amor de
mi vida, y también mi polla.
Capítulo
XXV.IV
PORQUE
ESE HIJO DE PUTA ME HABÍA ROBADO LA POLLA
Capítulo
XXV.V
En
su lugar había un coño.
Capítulo
XXVI
El
infierno me sonríe, y el cielo se ríe de mí.
Ahora
sólo me queda aprender a mear sentada.
Capítulo
XXVI.I
Y
lo peor de todo es que no sé cómo funciona este coño, no puedo
correrme.
Capítulo
XXVI.II
Jesucristo
me ha condenado con el peor castigo que puede padecer un hombre:
No
saber masturbarse el coño.
*
«Reencuentro»
A
lo lejos veo a un antiguo conocido. La sorpresa es fantástica,
llenándome de alegría, optimismo y viejos recuerdos. Además de
muchas cosas más, también teníamos una conversación pendiente.
Sonrío
por mi fortuna y me acerco cautelosamente hacia él, mientras camina
en dirección a Filosofía y Letras. Era insólito verle por allí,
algo nuevo por esos lares. Una maravilla de pañuelo mundano. Que la
rata vea a la cucaracha. Lleva una coleta de samurai y su piel
balcánica brilla por encima de los demás, dándole un aspecto
espectral e infame. Si yo tuviera suficiente gasolina. Lleva un ritmo
lento y pausado. Como si estuviera dando un paseo. Y de hecho, solía
hacer eso siempre: pasear. Pero sólo los filósofos y los imbéciles
pasean. Y por suerte, él no sabía nada de filosofía.
Estoy
casi a su altura, tampoco debo precipitarme. Tiene que ser gradual,
como una brisa, constante como el aliento de un tigre, delicado como
mi puño en su aro de carne. Llegar hasta él debe tomar su tiempo.
Que nadie se lo espere. Ni siquiera yo. Que al verme sea una
sorpresa. Abrazos, sonrisas y halagos. ¡Qué buena cara tienes,
grandísimo hijo de puta! ¡Y tú, y tú!
Hace
tantos años que no sabía de ti. A mi paso, la gente sigue su
camino, sin importarles nada. Algunos en nuestra dirección, otros
hacia la opuesta: el mundo sólo tiene dos direcciones y dos grupos.
Los que caen al suelo y los que están encima.
Será
un reencuentro especial. Un tosco y amable encuentro, lleno de
sentimiento y fraternidad. Podrán no haber amigos, pero siempre
habrá amistad.
Y
estando a su altura, acelero el paso para adelantarle. Inadvertido
sigue su camino, cambio bruscamente de dirección, me lo encuentro
cara a cara. Así no dirán que fui por la espalda. Me precipito
hacia él. ¡Grandísimo hijo de puta! Estoy ardiendo en fiebre. Mira
hacia el suelo, por lo que sería injusto. Ey, le llamo. Mira hacia
arriba con esos ojos verdes de animal indefenso y clavo el hombro y
el codo. Impacto un derechazo salvaje en su cara que le hace caer al
suelo. Aturdido mueve la cabeza mientras permanece sentado en el
suelo, y lejos de levantarse e irse corriendo, gatea de espaldas, se
pone de pie y se prepara para la confrontación. Levanta los puños
como los boxeadores, arquea el cuello, cierra ligeramente los ojos y
gruñe.
Pero
antes de que pueda tomar bien su posición le doy otro en la
mandíbula que lo deja perplejo y asustado. Noto su temor por la
forma en la que tiembla su boca, y el hilo rojo de sangre que brota
de entre sus dientes me excita. ¡Grandísimo hijo de puta!, le
grito. Y mientras preparo otro golpe, la gente de la calle se acerca
para ver qué pasa.
Faltaría
que algún imbécil se interpusiera, que alguna chica gritara que no
a la violencia, alguna feminista maldiciendo las costumbres del
falopatriarcado. Mujeres ancianas chillando que la violencia sólo
trae más violencia. Algún conocido sonriéndose, ese canalla de
Victor, por fin vengándose. Si se veía venir, lo que no sé es por
qué tardó tanto. El tipo de los libros, mordiéndose los labios,
pensando en hacer un negocio rápido, apuestas a por el ganador.
Pero
el tipo logra esquivarme y me da en el hígado. Me agacho de dolor y
logro verle acercándose a por mi boca. Estiro la pierna y le doy en
la rodilla, chilla agónico y cae al suelo. Le veo cogerse una
protuberancia de la pierna. Me sonrío. A lo lejos dos tipos grandes
corren hacia nosotros. ¡Hijos de la grandísima puta no me vais a
joder el momento!, grito, ¡es imposible que puedan detener lo
inevitable, mamones de callejuela!
Sé
que van a estropearlo todo. Me aproximo furioso, le cojo del cuello y
le doy uno en la cara. Y otro más. Mis nudillos arden en violencia y
mi satisfacción va en aumento. Odio el vientre de tu madre, y el
falo de tu padre, odio todo lo que eres, y todo lo que serás. Te
odio más a que a mi madre, ¡jodido puerco!
Están
a unos pocos metros, si no paro me van a empujar y a saber qué más.
Pero no puedo parar, excito el último golpe, cargo el músculo,
aprieto bien el puño y del impacto le arranco algunos dientes.
Hubiera
seguido toda la eternidad, hasta reventarle el cráneo contra el
suelo de no ser por el puñetazo que me pegaron por la espalda.
¡Mamones, pelead cara a cara como los hombres, no como jodidos
travestis de Oporto!
Mareado
me sujetan, qué demonios creo que estoy haciendo, aúllan.
Saludando, les respondo con ironía, y uno de ellos me da un golpe
fuerte y brutal en el estómago. Me deja sin aire, me desvanezco. En
el fondo no soporto bien los golpes, por eso siempre ataco primero.
A
mi alrededor, los espectadores, a lo lejos curiosos, en el lugar
inmediato, un pobre miserable con la cara desfigurada y una pierna
lisiada; sujetándome, dos tipos animales y brutales, y en el
interior de mi corazón una ofensa muy turbia que hasta el día de
hoy me sigue manteniendo en vigilia. Jodiéndome todas las noches.
Haciéndome imposible la tarea de conciliar el sueño. ¡Sueño, eso
qué es!
*
«Unos
ojos verdes que me miran»
Estaba
en la cafetería de la facultad haciendo tiempo antes de irme a casa.
Hablaba sobre cosas triviales con el camarero, pero luego se fue a
atender a otros consumidores. Tenía esa gracia para esas cosas,
sabía tratar a la gente, y sobre todo, ser auténtico. Seguramente,
de tener otro empleo, no hubiera podido hacerlo igual de bien. Tenía
un don. Parecía que había nacido destinado a servir en al prójimo.
Por otro lado, es un hermoso eufemismo para referirse también a los
basureros, o a las infames camareras que recogen, soban, y limpian
mierda humana.
Después
de un rato de mi enajenación mental apareció un grupo de profesores
presuntuosos de máster, seis o siete personas. Son las peores
personas del mundo se les huele, se les conoce. Estafan a los niños
de papá, les dan papeles inútiles y luego se jactan de ser el
culmen de una carrera universitaria. Increíblemente bien vestidos,
soberbiamente altivos, con los párpados caídos y rostro de
indiferencia. Cómo me arden sus rostros en las pupilas. Son como
lápidas en mi mortaja, piedras en el agujero de mi alma, un dolor
agudo en lo más profundo de mi estirpe, un malestar agripado y
mortal.
Piden
una botella de vino, hablan, ríen, hacer burlas y al lado, yo,
aguardando, manteniendo la posición, enervándome sobre mis talones
como un petardo a punto de estallar, soportando los olores rancios de
sus perfumes. Con sus camisas finas, americanas del corte, tacones de
terciopelo y vestidos entallados de channel. Les miro un rato y me
ocasionan un sabor de ácido en la boca. Y un dolor de cabeza
increíble. Sigo allí, de pie. Sin consumir nada. Soy el fantasma de
la cafetería. El infierno de las entrañas, la justicia en el mundo,
la negación de los infantes y el vicio de los sádicos: soy toda la
inmundicia maldita y morbosa del mundo entero.
Con
la mochila sucia, una chaqueta roja y un paquete de Pall Mall. Todo
lo que soy y todo lo que tengo. Contemplo con desasosiego, aguantando
las ganas de llorar. Me duele tanta indiferencia, y tanto
desprecio... si al menos saludaran al entrar, si al menos me dijeran
algo. No soy invisible. Al menos no les ruego por un poco de vino,
pienso, algo de jamón, o si puedo ser sobrino de alguno de ellos.
Mataría por ser hijo bastardo de alguno de esos infames, seguro que
es más divertido que odiarles. Les rechazo con lascividad, empieza a
hervirme la sangre. Se mantienen allí, soberbios, con el pintalabios
caducado y la piel arrugada. Sus frentes están más rancias que el
corazón de Jesucristo.
Uno
tiene los ojos verdes y poco pelo, me enfurece su calvicie y sobre
todo sus ojos. Siento que lo hace para provocarme. Me cago en la
leche, desgraciado, ciérrame esos ojos de enfermo, no quiero verlos.
Hace
caso omiso, me retuerzo salvaje, cagándome en Cristo y en el cáncer
de mamá. Este busca problemas, lo hace a propósito, cree que puede
ir así por la vida así, de gratis. Provocando a la gente,
haciéndoles rabiar. Humillándoles.
Me
agacho como si cogiera algo del suelo y toco a su hombro:
–Disculpe,
caballero, se le ha caído esto.
–¿Qué
cosa dice?
Y
reviento mis nudillos en su cara exaltada. Pega un grito agónico de
dolor, se marea y cae al suelo. Disfruto como la bestia que soy, me
excito y jadeo mientras un hilo de saliva fluye por mi boca. Grito
que se le ha caído la cabeza, hijo de puta, me abalanzo sobre él,
que se te ha caído la boca, hijo de puta, le doy otro puño en la
cara. Soy inmenso. Sus compañeros se asustan y gritan, se alejan,
desesperados buscan ayuda.
El
camarero ya me conoce, niega con la cabeza, este imbécil siempre
igual. Y sigo allí, vicioso y absoluto. Esforzándome por darle en
los pómulos y en los ojos, que sean heridas moradas e hinchadas. Que
no pueda ver. Con suerte reventarle algún capilar ocular. Te odio
con toda mi sangre, maldito imbécil. Esos ojos verdes que me miran,
no lo soporto, no lo soporto.¡Debiste cerrar los ojos cuando tuviste
oportunidad, jodido infeliz!
Y
sigo, mientras la excitación disminuye y me doy cuenta que lo mejor
que podría hacer es salir corriendo.
*
«El
hombrecillo»
Si
los infelices enseñaron algo fue que lo único que no te podías
permitir en la vida era ser un hombrecillo. Una mediocridad absoluta,
con tintes de cotidianidad y relativo civismo. De esos que abundan y
que son personajes simpáticos, borrachos amables, viejos que se
sujetan de tu hombro en el bus, algunos jóvenes que tiemblan al
pedir fuego. Bibliotecarios ancianos sin dientes que saludan a todo
el mundo, un camarero que no se emborracha y del que se ríen a
rabiar, un profesor de ciencias sociales del que todos se mofan y
evitan, un subnormal que habita en los institutos, o simplemente un
reconocido investigador que pese a tener talento en sus cavilaciones
permanece afligido y sometido por un matrimonio que le hace darse
cuenta de que es un completo inútil.
Es
fácil, si tienes que elegir, siempre lo crudo. Algo que te haga
sentir vivo, para nada la parálisis estomacal, el miedo medular y la
angustia psicosomática.
Prefiero
ser el bibliotecario calvo y marica que fuma hierba en los descansos
de sus, bebe té con azúcar y coquetea con los chicos que salen a
fumar. El camarero borracho y violento, facha y mal hablado que se
rompe copas en la cabeza, aficionado a algún equipo de fútbol, que
se excita con los goles y chilla salvaje. El infame profesor que
suspende a toda su clase, ese desgraciado que se mofa y jacta, al que
todos le tienen miedo y mala consideración: tiene la lengua bífida
y el corazón de hiena. No le importa nada, está por encima de todo.
Y si ese tipo de la científica nunca le ha dado un bofetón a su
mujer, no es que no sea hombre, es que es un cobarde. Un bofetón no
es violencia, es una advertencia, un contrato legal.
Tengo
el suficiente amor propio como para no acobardarme por regalar
bofetadas. He golpeado a todo el mundo. No es algo de lo que tenéis
que montar alarma. Tampoco seáis dramáticos. Una bofetada, sea el
que la dé no es machismo, ni violencia, ni una aberración, ni
tampoco una forma de humillación. ¿Vamos a condenar a los padres
que les pegan a sus hijos? Que alguien no lo practique por miedo o
por afición al pseudomoralismo hembrista sólo significa cobardía,
no es honradez, ni civismo. No nos engañemos. Nadie debería ir a la
cárcel por darle un bofetón a nadie. Es tan absurdo como si le
pegas una denuncia a un amigo tuyo por hostiarte un puño.
Pero
dentro de toda esta parafernalia humana estamos tan lejos de ser
hombres, sólo vehículos patéticamente destinados a ser
hombrecillos. Maricas encerradas, armarios cárceles y demonios
seriales que no explotan. Llamas contenidas en una burbuja, dientes
con filo que nunca se han usado, ojos que sólo ven el gris
abominable de lo cotidiano. Estamos demasiado asustado cómo para
romperle la nariz a alguien, gritar o emborracharnos. Nos da miedo el
ojo ajeno, el del centro de la frente, esa fisura salvaje, que
enrojece sus mentes y los vuelve participantes de una secta
acusativa, la misma que señala y margina. Nos da miedo el abismo,
reconocernos en los extremos, en los ejemplos maltratados de la
sobriedad social. Nadie tiene valor para admitir que con quince años
le pegó a su hermana un puñetazo tan fuerte que casi se desmaya,
que lejos de vengarse e irse a chivarse a mamá, entre ellos lograron
definir un trato y una tregua de no volver a hacerlo. Y se cumplió.
Nadie se atreve a admitir que los pezones saben igual sean de hombre
o mujer, que el demonio de la testosterona pierde fuerza. Es una
fiera salvaje y patética, devastada y solitaria. El único género
que de verdad se mantiene a flote es el femenino. Y ellas, pese a la
lacra de los hembrismos y las vanaglorias fraudulentas sobre el alma
son el único género humano que queda. Nunca podría amar a un
hombre. Así como no podría amar a un padre que está preso en un
matrimonio de farsa. A una madre que rechaza mi alma podrida. Y nunca
a una hermana que cuándo tuvo oportunidad de romperme la nariz con
el puño no lo hizo. Y cuando estallaron las venas nasales se lo
agradecí con toda mi estirpe. Cuando sentí la sangre y su rostro
excitado, rojo y salvaje, lloré por dentro, esa chica era fuerte.
Mucho más fuerte que cualquier persona que haya conocido. Nunca
sería una mierdecilla, un típico hombrecillo. Nunca jamás una
infeliz, y si yo era el que agonizaba con la vida, ella sería todo
lo contrario. Y después de empujarla contra la pared, contener el
impulso de estrangularla sólo pude estar agradecido y maravillado.
Esa mujer sería alguien a quién admirar. Y si ahora para ella no
existía, no importaba. Lo mejor que hice fue dejarle la libertad
para sentirse inmensa, para saber amar con los puños. Lo único
bueno que he hecho en esta vida ha sido volverla valiente. Y por
suerte ella nunca sería bazofia, y yo, al menos, nunca fui un jodido
hipócrita.
*
«Escorpiones
de Caramelo (Volumen 3)»
III
Tu
vientre artificial
Máquina
mecánica de billetes
Amor
rancio y maldito
Soy
un aborto fallido
No
tengo marca de nacimiento
Soy
un infante perdido
Un
huérfano enfermizo y mudo
en
medio de un océano de ira
Te
aborrezco con toda mi estirpe
Sudo
el infierno de tu sangre
Lloro
el veneno de tu herencia
Y
chillo muecas muertas y mudas
Me
arden las manos
Tu
aroma corroe mi alma
No
tengo ni un ápice de dignidad
¿Amor
propio?
¿Eso
qué es?
No
hay escapatoria
Los
escorpiones sepulcrales
Se
jactan viciosos de su brillo
Y
anidan libres en mi alma
Estoy
enfermando
Y
si me ves por la calle
No
te acerques
No
te molestes en señalarme
Soy
un cementerio
No
tengo nada qué decir
Nada
que ofrecer
Ni
si quiera a quién odiar
No
tengo santos a los que rezar
Lo
he perdido todo
Mi
alma corroída
Mi
aliento fantasma
No
me quedan lamentos
Ni
resignación
No
tengo sangre
Sólo
polvo
Estoy
muriendo
Y
si me miras bien
Notarás
los infames agujeros en mis ojos
Los
huesos obscenos
De
las costras de mis pómulos
Me
has convertido en humo
En
tu hogar
no
hay mediocridad suficiente
Para
todos nosotros
¿A
dónde voy a ir?
No
hay salida
*
«Escorpiones
de Caramelo (Volumen 2)»
II
Tu
Dios enfermo
Los
ángeles tienen sida
Lo
devoras todo
el
aire fresco
el
humo de pulmón
No
quedan calles limpias
ni
espacios abiertos
No
hay nadie en la enfermería
Los
loqueros están vacíos
Estamos
entre gente cuerda
Criaturas
hipócritas, cínicas, y egoístas
Y
los santos arden llenos de ira
Los
perros no ladran
Las
cucarachas nos sonríen
Nadie
tiene prisa
A
nadie le importa
Hay
demasiada mugre orgánica
El
francés sólo es
una
gárgara lechosa
y
la voz de la nana...
la
misma tortura agónica
el
mismo dolor agitado
que
sigue siendo
tu
propia voz
*
«Escorpiones
de Caramelo (Volumen 1)»
I
Los
escorpiones de caramelo
anidan
en las fauces
de
las bestias humanas y viciosas
que
lloran en duelo
Contienen
la respiración
Y
aguardan
Consumiéndome
en el ácido
de
mi lengua y mis labios
Podrido
en la muerte oscura
El
negror de lo pútrido
Mismo
espesor líquido y humano
Desmoronándose
entre mis dedos
Del
mármol explosivo
De
los huesos desnudos
Y
con tanta certeza sé
Que
tus labios están malditos
Has
matado todo lo que amaste
Llorando
y en fila los infantes suicidas
de
padres desamparados y brutales
Hijos
bastardos de hijos infames
Ancianos
paranoicos y suicidas
El
mundo de orgía y girando
Cortando
la digestión
Matándonos
de hambre
Sangrando
por los ojos
Tragando
el profundo agujero
Que
has dejado
Así
gime el delirio
En
la noche que aúlla
El
vacío del cuerpo pálido
Es
la tempestad
De
llevar tu nombre
La
cuna se ha podrido
el
infante no vive
Y
los ídolos de carne y hueso
han
muerto
No
me queda nada
Ni
sábanas vírgenes
Ni
sueños sagrados
El
mundo se ha torcido
ha
vomitado en la leche infante
Y
cuando pedimos clemencia y perdón
Se
mofa rabioso
Salpicando
saliva enferma
Como
lo hace
El
pulcro infanticida
*
«No
creí que fueras así»
En
la habitación me abrazó una tenue soledad. No le hice ascos, me
limité a sentir sus brazos rodeando mi pecho y también su mejilla
apoyada en mi hombro. Estiré las manos y acaricié sus laterales con
comprensión: no quería estar tan solo. Era un tacto suave y
refinado, casi como el soplo de una brisa refrescante en verano. Un
contacto apacible y conmovedor. Cariño en unas manos turbias y
demacradas, marcadas con la ira de los que no la comprenden. Agitaba
los dedos muy lentamente, mientras palpaba mis omóplatos con sus
yemas y asentía ligeramente con la cabeza. Exhalé un suspiro con
cierto cansancio implícito y pensé en monstruos de circo y acuarios
de esqueletos. No me asustó lo que vi porque estaba acostumbrado a
verles. En algún momento del día las imágenes festivas de los
monstruos danzando, jugando con fuego, haciendo equilibrismo y
malabares con fetos latentes era explícita: sus ojos eran pupilas
absolutas, narices toscas y humanas, de color cieno, con aspecto
rugoso y húmedo. La peludez exarcebada de sus brazos y sus pechos:
la cabeza diminuta y gesticulante, los labios rojos y gruesos, casi
impregnados de un matiz purpúreo. Acumulados como las burbujas de un
esputo extraviado. Sintiéndose unidos por su única condición de
bestias desadaptadas, engendros repulsivos: humanos zoológicos. Lo
que les hacía falta era el abrazo de una soledad personal, y no
hablo de un Personal
Jesus,
sino de algo que sea palpable. Y los inmensos acuarios de restos
marinos, carcomidos en piel y músculo: ni siquiera escamas
pegajosas, ni burbujas de brea marina. Sólo esqueletos de anfibios y
ballenas colosales. Muertas, despersonalizadas y terroríficamente
inmóviles. Descansando en el fondo de los acuarios, flotando en la
superficie, subiendo hacia la muerte del agua, y bajando hacia las
profundidades de la cerámica azulada. En las cuencas de los ojos
sólo existía cierta luz opaca y evidente: de allí estaba naciendo
una soledad latente y amigable. Que giraría como espirales de humo
húmedo y magistral vaho acuático. Germinándose como una semilla
macabra y peligrosa. Una vez surge de tus pupilas ese negror
comprometedor sólo puedes esperar ser un monstruo de circo o una
ballena muerta, el resto de opciones es completamente desagradable, y
no es cuestión de agonizar así. El tacto cariñoso de la soledad
que se excita cada vez, a ritmo exponencial, que me mira con sus ojos
brillantes. Sus hombros se extienden como manos gigantescas, y sus
labios se perfilan como aguijones de avispas, su pecho se calca de mi
pecho y a la inversa se convierte en un molde perfecto de mi silueta.
Sus piernas se alargan y giran sobre mis tobillos, miro al techo y
está tan vacío que me conmueve. Me siento reflejado en él, yo soy
así, y nadie lo puede negar. Mi garganta se altera, trago saliva
ansioso, parpadeo incesante y qué agradable son sus brazos, su
cuello rodea mi cuello y su mejilla está contigua a la mía, noto su
expresión, sonríe impúdica. Le pregunto si esto es el final, y mi
cabeza asiente sola. Al menos déjame despedirme de alguien. Escucho
su cabeza, no hay nadie al que decirle adiós. Estiro los brazos,
llego a sus omóplatos y le abrazo, le contraigo hacia mí, pega su
molde a mi pecho, sus piernas se estrechan, se juntan mis rodillas y
mis tobillos, al menos deja que me despida de alguien, aunque no
exista. Y por única vez en todas las ocasiones en las que le he
visto ha dicho algo. Su voz suena ronca y cansada, parecen mil viejos
vagabundos que encuentran consuelo en sonar así. Despídete de ti
mismo, me dice. Asiento con la cabeza y obedezco. Me despido de mí
mismo, tanto yo como alguien no
existimos. Siento una alegría en mi corazón, una euforia fugaz y
cierta nostalgia. Quiero pensar en los huesos de alguna ballena, pero
de mis ojos surge un matiz muerto, una oscuridad que se extiende como
unos espirales negros, que lo van abarcando todo... no quiero
despedirme de mí mismo, prefiero que me busquen, que me crean
escondido, extraviado, no que me haya ido. Niega con la cabeza, sus
brazos se extienden más, su cuello similar a una cuerda se tensa,
sus rodillas se abren y caigo al suelo. Siento un espasmo intenso y
abro la boca. Se deposita su lengua en ella y hace algún tiempo que
me encuentro terriblemente ciego. Después ningún sonido hace eco en
mis orejas. No siento mi diafragma contraerse, y mi boca está
ocupada tragándose toda esa mugre negra que se extiende en mi
interior con cierta confianza. No creí que fueras así.
*
«Fumando
con mis amigos»
Salgo
a la entrada de la facultad a fumar un cigarrillo. Me prometo que
sólo será uno. Había sido un día horrible, sin frío y sin
lluvia, con un sol espléndido; pero con un terrible vacío exterior
que me consumía: volviéndose estrictamente un problema mío. Ese
mismo vacío exterior penetraba en mis huesos y me hacía reconocer
mi propio vacío interior. Tengo los ojos hinchados por dormir mal,
están tan secos que parecen de cristal. Camino hacia el exterior y
me apoyo en un muro de piedra, saco papel, tabaco, y lío. Lo hago
con experiencia. Con cierta soberbia. La única soberbia que me
queda. Y aunque deteste el olor rancio que deja en los dedos, no
puedo evitarlo. Uno no deja de sentir, aunque duela. Miro al techo y
sólo mugre. Giro la cabeza hacia los árboles y el horizonte, el sol
me da en la frente, me siento rejuvenecido. El sol propio del otoño
es bastante agradecido. Pego una calada y me quedo allí. Inmóvil, a
la expectativa de algún movimiento, escucho algo de música
deprimente, cambio la posición de mis piernas, muevo los pies, me
acomodo, me relajo y me digo que soy tan anónimo en medio de todos
que me seduce la idea de que todos me mirasen a la vez, me señalasen
salvajes y se rieran de mí. Al menos así, también, tendría algo
por lo que reír. Que digan que llevo la bragueta abierta o que se me
ha caído un poco de cerebro al estornudar. Mantengo mi posición,
dentro de quince minutos saldrán los de primero, segundo y con
suerte los de tercero.
Si
hay algo que abunda en la Universidad es gente primeriza, gente
amable, sincera y joven. Con el alma pulcra, los ojos tiernos y la
frente despejada. Al contrario de los que somos como yo, que estamos
inmersos en una tristeza espantosa. Sucumbiendo cada día ante la
idea de la soledad, la miseria de la incertidumbre y la melancolía
de tiempos mejores. Esos recuerdos, lejos de proporcionarnos energía
o aliento, nos destruyen y nos perturban. Para tipos como yo la única
escapatoria es fingir indiferencia, y en otros casos, acercarse al
centro del patio exterior de la facultad, poner música en el
reproductor y ponerse a bailar eufórico para al menos estar algo más
cerca de la juventud y de la propia vida. No nos engañemos, somos
cadáveres andantes. Locos sin etiqueta, jovenzuelos con el alma de
un anciano.
La
última vez que bailé frente a todos unos tipos de audiovisuales mi
filmaron y daban aciertos a mis movimientos. ¿Quién es este tipo
que lleva una camiseta de cuello rosa, una americana verde y zapatos
de charol? ¿Qué payaso se pone ropa tan hortera, se peina con
gomina, baila sin que nada le importe y parece pasarlo bien? A veces,
y sólo a veces, yo también quisiera ser ese chico.
Pego
una calada, y estamos yo y mis circunstancias, sólo yo y mis
tristeza crónica. Si alguien abriera mi pecho y sacara mi corazón
se daría cuenta que el pobre no puede seguir más, que si late no es
por vicio o por inercia, sino porque ha firmado un contrato con mis
pulmones. El día en el que uno de ellos falle, será el fin. Y será
un final honesto: de esos que te llevan a una cama a agonizar, toser
sangre y delirar. Y si ya deliraba estando en pie, al estar tumbado
veré las estrellas. Un gruñido amargo, salivación ácida en la
boca, los bigotes hediendo a tabaco. Los dedos amarillos y los ojos
de cristal. Una mirada seca, el ceño fruncido, si algo me hiciera
sentir vivo... si algo me recordara que no estoy solo en medio de la
multitud. Si todavía tuviera esa chispa de locura para ponerme a
bailar frente a todos, recibir los halagos, apreciar los aplausos,
admirar la juventud, darles todo mi amor y desearles suerte. Me
corroe una lástima penosa, una mísera juventud agotada. Y no tengo
nada en mis bolsillos, ni siquiera polvo. Un escalofrío recorre mi
cuerpo, un llanto nace del nudo de mi garganta, parece que soy
invisible.
Acabo
el cigarrillo, y quedan cinco minutos para los de primero, saco
papel, tabaco y lío. Trago mi orgullo, si sólo tuviera un poco de
amor, algún amigo que me tocara el hombro. Aunque fuera yo un niño
de doce, y un pederasta se preocupara por mí, que si ya he comido,
muchacho, que si quiero un helado, que si he visto no sé qué serie
animada en la televisión, que es muy buena, que tiene toda la
colección completa en casa, que está aquí al lado, que vamos, que
eso es lo que hacen los amigos: ir a las casas de los amigos. Aquí
cerca, cogiendo el metro, treinta minutos de trayecto, quince de
caminata, que si quiero beber refresco, alguna droga sintética, que
de verdad, no me importa si me baja los pantalones y me jode el culo
si al final de todo me dice que somos buenos amigos. Al menos habría
visto la televisión acompañado. Recobro el sentido, que ya no tengo
doce años, que perdí mi oportunidad para con los pederastas. Unas
pocas lágrimas se forman en mi rostro, todo está perdido.
De
entre la multitud, un tipo se acerca, que si le invito un cigarrillo,
¡por supuesto, los que quieras! ¡Cómo no, cómo no! Pienso, todos
los cigarrillos que quieras. Mi tabaco es el tuyo, amigo. Eso hacen
los amigos, compartir. Que no me preocupe, que cogerá poco tabaco,
no, tío, no te rayes, coge todo el tabaco que necesites, si quieres
te puedo regalar mi paquete, te lo puedes fumar todo, de verdad, no
me importa, pero sigamos hablando, sigamos. Qué bien sienta fumar,
¿verdad? He borrado tu número por error, ¿me lo recuerdas? Podemos
quedar si quieres, al salir de clases a tomar unas cervezas, yo
invito. También podemos ir al museo, es gratis. Y si quieres al
teatro... ¡Te pago la entrada! No se lo digas a mis padres, tengo
dinero ahorrado, así que por eso no te preocupes. O también podemos
ir a robar libros a los supermercados, en plan anarquistas rabiosos
por la lectura. ¿Qué dices, qué dices? Pero qué maleducado soy,
por favor, qué alegría verte por aquí, de verdad que me he
emocionado, ¿cómo va el curso?, ¿bien, no? Sí, así es al
principio, mucho ánimo tío, ha sido un placer verte, toma, toma,
aquí tienes más filtros y papel, coge los que quieras te los
regalo, sí, amigo, sí. Tengo un bolígrafo de tinta de sobra, son
de marca alemana, una precisión increíble, te lo regalo, es tuyo,
es tuyo. Bueno, bueno, adiós. Se va y me siento tan acompañado,
tengo gente a la que le importo. Estoy seguro que ese tipo pondría
las manos al fuego para defenderme. Si nos viéramos en un aprieto
sacrificaría su vida para salvarme. A fin de cuenta, eso hacen los
amigos. A fin de cuentas le he dado tabaco, ha cogido todo el tabaco
que ha querido con sus dedos de pianista, unos pocos gramos, es que
no le gusta derrochar, lo ha acomodado dentro de la palma de su mano
izquierda y se ha ido a fumar con sus otros amigos. No te preocupes
por mí, fuma tranquilo, fuma con ellos, no me importa, es lo normal,
son tus amigos, yo estaré aquí, esperándote. Eso hacen los amigos:
esperar.
Pero
caigo de nuevo caigo en la cuenta de mi soledad. Me deprimo, aquello
de antes, el tipo simpático que me pidió un cigarrillo sólo era
una ilusión, un espejismo de una amistad que no existe. Entro en
pánico, sigo manteniendo el cigarrillo en mi boca, pero me tiembla
la boca, trago saliva, estoy a punto de caer al suelo y romper a
llorar, pero aparece, oportunamente, otro tipo, me pide fuego.
¡Fuego, sí, sí, sí, tengo de eso, tengo fuego! ¡Tengo fuego de
sobra! ¡Toma, toma! Es un mechero casi nuevo, te lo puedes quedar si
lo necesitas, pero, ojo, tiene truco, necesitas darle fuerte y
prolongado, es de llama alta. Y eso significa que para encenderlo
tienes que darle su tiempo, el gas tiene que respirar, ¿entiendes?,
tiene que salir el gas durante un rato, invadir el espacio y luego la
chispa. Y el pobre tipo lo intenta una vez, y otra, más veces y
nada, no sale fuego. Se desespera un poco, como un niño con algo
nuevo. Agita el mechero y me sonrío, pequeño mío, qué poco sabes
de mecheros trucados. Intento coger el mechero para encendérselo.
Pero lo evita, hasta que se da por vencido, luego accede a dármelo,
y como un buen padre cariñoso que se preocupa por la alimentación
de su hijo, introduzco la cuchara en su boca para que coma. Que si
está bien, que si no está muy caliente, que si quieres más, y hago
el avioncito, y come, pequeño mío, come. Le doy a la llama alta,
sale el fuego, arde, es hermoso. ¡Mi alma entera por encenderle los
cigarrillos a todas las personas de la facultad! ¡Estoy de oferta! Y
enciende su cigarrillo. Veo en sus ojos cierto ardor, veo en su
mirada una insinuación, me coquetea con los ojos. Qué hermoso,
muchacho, descuida, descuida, no te miraré mal, es hermoso que me
mires así, como si hubiera algo tierno y cálido entre nosotros.
Como si nos amásemos, como si fuéramos enamorados. Sonrío un poco,
de pronto todas mis lágrimas han desaparecido. Agradece el fuego, me
guiña un ojo y le digo que adiós con la mano.
Esta
vez es definitivo, me encuentro convencido. Todo esto no puede ser
una ilusión, nada es un espejismo. Pensar lo contrario sería
demasiado doloroso. A la gente le importo. La gente siente aprecio
por mí, y soy parte del todo, no dejo indiferente a nadie. Se marcha
con sus amigos a fumar y me doy cuenta de lo feliz que soy, que
dentro de toda esta tortura, al menos no soy invisible.
*
«Moscas
y Hermanas»
Entro
en la habitación y me indican con educación que cierre la puerta,
que si tengo en mente el asunto a debatir. Naturalmente, asiento con
la cabeza, naturalmente, me sonrío.
Agonizo
en una voluptuosa burbuja de espasmos y me dirijo al personal. Me
sonrío, lleno de gratitud, agradezco, aplaudo, saludo al horizonte
como un buen soldado, manejo un ademán afeminado y cordial, por aquí
sí, por aquí no... Me contorneo, y empiezo a moverme. Giro las
rodillas, el cuello, meneo el trasero, agito los brazos en líneas
rectas. Aplaudo, aplaudo. Doy pasitos hacia adelante, hacia atrás,
carcajeo, gruño, que mi madre es una puta, me descontrolo, que soy
un pussy,
pero que hace meses que no pego ni gota. Ni siquiera puedo mear.
Me
río, miro al cielo, inhalo el vapor de la ciudad. Que las calles
están muy sucias, que el mundo está oxidado, que han sacado un
suplemento los domingos. Que nadie compra la presa.Tampoco yo.
Debería estar en otro lugar. Un lugar sucio, húmedo y con olor a
larvas infantiles. Cuando los cuerpos se descomponen dejan tras de sí
un rastro negro y hediondo. Los cadáveres huelen a fruta podrida con
la misma carne muerta. El rigor inapelable de la muerte nos
descompone por igual. Si hasta los animales que comemos en la mesa
tienen el cuerpo tieso. Hay gente que yo me sé que juega a hacer
bailar a los pollos sin cabeza. Abren el plástico que los contienen
y luego dejan volar su imaginación, que si es baile clásico, que si
es moderno. Cualquiera sirve para hacer bailar a un pollo muerto.
Tampoco es una tragedia. Mueven las alitas y a volar. A dejar volar
la imaginación. Tiernos, amables enfermos, que no me olvido del
personal, por favor, adelante.
Mis
uñas arañan el espejo, me retuerzo en el mismo lugar, con una
sonrisa cínica, de hiena hambrienta. Estoy preparado para el tacto
sangriento de la vida, para raspar los rostros de los oblicuos, estoy
a la orden del día, preparado, tengo las uñas alineadas, mismas
uñas listas para quebrarse. El tacto del mundo huele a hiel, con una
risa hilarante me aproximo. Más cerca, cada vez más y más, el
mundo es una carcajada rota. De allí salen muertos y más muertos.
Si me fuera a suicidar dejaría el lugar muy bien ordenado y tendría
que usar la lógica para que nadie interrumpiera mi proceso de
descomposición, dejaría las ventanas abiertas para que las moscas
anidaran en mi interior, les daría el gusto de dejarme abierto para
que todo se pudra. Que sea un lugar acogedor para que la muerte sacie
su apetito. Moriría a merced de la putrefacción.
No
existe mejor muerte que esa. Y que al entrar en la habitación,
preocupados por todo, encuentren un cadáver maloliente entre sábanas
frescas. Que el negror de mi piel produzca vómitos, que nadie pueda
ver más allá que la mugre que dejo a mi alrededor. Quiero ser la
mugre que vuelva imposible toda la habitación.
Riéndome
como un poseso, entre una mofa absoluta, vomitando hiel, sangrando
como un cerdo, dejándolo todo perdido. Que la muerte de los talones
se me adelante, que me haga tropezar contra el suelo, estallar como
un globo lleno de mugre orgánica. Y que la vida sólo pueda
vomitarse encima. Es lo justo, lo mínimo, que se vomite al verme.
Que toquen a la puerta y me vean allí, saludar con la mano atada a
la persiana. Con rostro de satisfacción: mi vida ha llegado a su
límite, el abismo me consume, el negror de la vida se ha hecho
eterno, que mis ídolos de sangre han caído a la vez, que el brazo
gangrenado de mi hermana me salude desde el otro lado. Hicimos una
lista de cosas por hacer, y al acabarla, cuando ella regresó a casa
me dijo que yo era el hermano más desgraciado, maldito e inútil del
mundo. Y no se lo negaba, ella tenía razón, pero también era
cierto que cumplimos con todas las cosas de la lista. De algún modo
ella sabía lo que suponía todo eso. Hicimos las cosas que nos
quedaban por hacer. Y allí acabó todo. No había nada más que
decirse, ni siquiera un adiós, nos habíamos cansado de llevar los
mismos apellidos. Ella se sonrío y no volvió a dirigirme la
palabra. Yo tampoco hice gran cosa, sólo la dejé marchar.
El
infierno está de fiesta, entre orgías amables, coitos salvajes y
torturas adultas... el mundo se ha tropezado con el ardor de las
llamas y el cielo se ha nublado. No hay paraíso para los condenados.
No hay amor para los herejes, ni siquiera compasión para los
huérfanos. Que mil hombres violen a los niños inocentes. A nadie le
importa. No queda paz en este mundo, ni siquiera maldita
indiferencia. Si las sombras del infierno ríen entre espejos y
muertos, los ángeles dulces del cielo gruñen como bestias,
hambrientas como golosos, bañados en la sangre de las vírgenes. Los
ángeles se devoran como bestias. Y a mí me entra una risa floja que
me consume. ¿Cuándo he llegado a este extremo? Justo ahora termino
de darme cuenta que estoy terriblemente solo.
Aunque
tampoco me avergüenzo de ello.
*
«El
Rey Rata y yo»
Añadir
*
«Sólo
un imbécil»
Pienso
en todas las personas del universo. Caminando abatidas, cansadas,
arrastrando los pies. Con la mirada torcida y la sonrisa gastada.
Elucubrando pensamientos dañinos, problemas recurrentes y traiciones
exageradas. Los veo a todos, desfilando en un gran parque gris. Y
aunque se posan las palomas en el asfalto, ninguno puede ir más
allá. Ni siquiera miran a las palomas, les son indiferentes. Marchan
hacia un abismo del que no pueden escapar. Trabajan duro, hacen algo
con sus vidas, cumplen pequeños logros personales y, dentro de toda
esa basura rutinaria, me doy cuenta que sólo un auténtico imbécil
puede no haber deseado ser una paloma. ¿Quién no quisiera ser una
paloma? Estar despreocupado, buscando comer cualquier porquería del
asfalto. Aleteando por placer. Pisando edificios, ensuciando las
calles, haciendo equilibrio en las cuerdas de alta tensión. ¿De
verdad que es preferible ser uno de esos hombres grises que marchan
hacia su final antes que ser una paloma?
*
«La
tienda de amigos»
Fui
a la tienda de amigos y me compré un par de ellos. A uno lo llamaría
soledad y al otro tristeza, pero los llamaría con un apodo: El
primero se llamaría Larva y el otro Zoón.
*
«Microcuento
de una vida feliz»
Un
día me desperté con ganas de decirle a Renzo que nunca más
seríamos amigos porque me había traicionado después del colegio.
Odié a ese niño y tramé mi venganza: sería a la hora del recreo,
y ese día nunca lo olvidaría. Algunos amigos de prescolar estarían
conmigo, pero para cuando me di cuenta tenía veintisiete años. Más
tarde, para cuando fui consciente de todo tenía que ir a trabajar, y
al anochecer comprendí que era alcohólico, no tenía esperanzas y
que mis padres habían muerto, además, tenía la certeza de que
dentro de quince días me iba a pegar un tiro. Pero, para cuando
llegó el gran día, la madre naturaleza me sorprendió caminando por
la calle con un amable ataque al corazón. Y para cuando quise volver
a ver a Renzo y hacer justicia, alguien sujetaba mi mano y me decía
que lo mejor era que durmiera. No me opuse.
*
«La
increíble historia de chico piedra, drogo crack y la niña bestia»
Chico
piedra camina por la alameda con su novia mentolada y le dice que
necesita humedecer la tierra. Chica menta se ríe y le dice que por
allí hay unos túneles dónde puede mear. Chica menta también
quiere mear. Bajan por unas escaleras de piedra hasta unos túneles,
que se conectan por un gran túnel descubierto. Un túnel inmenso e
inacabable. Chico piedra se acerca hacia el primer túnel y chica
menta dice que cogerá el otro túnel, y chico piedra dice que no y
se acerca al segundo túnel y chica menta dice que irá al tercero...
niega y se acerca al tercero y allí lo ve. Frente a sus ojos está
él. Se asusta un poco y se aleja rápido. Al mismo tiempo, chica
menta se acerca al primer túnel y se baja los pantalones. Chico
piedra querría estar debajo de ella y juguetear en la cascada del
verano ficticio, pero recuerda lo que vio y se queda de piedra. Va al
segundo túnel y mea entre dudas y paradojas. Luego, con la voz
entrecortada y aún con el miembro entre las manos se acerca a chica
menta.
–Cariño
mío, amor de mi alma... no te imaginas lo que acabo de ver. Ha sido
terrible, ha sido implacable, inapelable, impalpable, desconcertante,
destructivo...
–¿Qué
has visto, chico rock?
–Lo
he visto a él, amor, ¡amorcito!, bebé... he visto a drogo crack.
–¡No
te creo!
–¡De
verdad que le he visto! ¡He visto al verdadero drogo crack!
–¿Cómo
iba vestido?
–Con
una camiseta blanca, unos vaqueros y llevaba puestas unas gafas de
sol. Y fumaba crack desde un cachivache que se ve en las películas.
No se dio cuenta de que le observaba, luego, me fui corriendo y tuve
que hacer pis. Me quedé perplejo, amor, era drogo crack.
–¡No
te creo, chico piedra, eres un mentiroso!
–¡Te
lo prometo!
–¡No
te creo, chico piedra mentiroso!
–¡Te
lo juro, amor, amorcín, chica menta, es la verdad!
–¡ENOUGH!
Chico
piedra quedó desconsolado, pero no se daría por vencido. Subieron
al borde del acantilado y se sentaron a ver el día pasar. De cuánto
en cuánto, chico piedra le decía que allí dentro había un drogo
crack, que no era mentira, que era cierto, que tenía que creerle.
Pero chica menta era incrédula. Chico piedra vaciló en bajar de
allí y entrar en el túnel, insultar al drogo crack, robarle su
crack e incitarle a una pelea. A fin de cuentas, él era el señor de
las rocas, y drogo crack, como mucho podía consumir crack. Pero
chica menta le dijo que no hiciera tonterías, se acercó a él y le
dio un beso en la mejilla.
–¡Chica
menta, eres una pordiosera, sucia miserable, negra, avispa aturdida
de gran culo partido, cerda de matadero, animal indómito, porquería
ponzoñosa, araña parapléjica, azúcar de orangután!
Chica
menta le dio un beso en los labios y chico piedra empezó a tararear
una canción de los Rolling Stones. Chico piedra era bastante imbécil
y por eso le gustaba tanto a chica menta. Chico piedra recordó que
tenía el poder de coger piedras pequeñas y lanzarlas con sus puños,
así que hizo eso. Cogió piedritas que encontró dónde estaba
sentado y empezó a lanzarlas contra el acantilado. Aproximándose a
los túneles dónde dormía y fumaba drogo crack. Él sabía que no
se daría por vencido, tenía que demostrar que ese espectro crack
existía. Como si era lo último que hiciera. Tenía que hacer volver
a drogo crack. Así que empezó a tirar y tirar piedras mientras
cantaba:
Drogo
crack, drogo crack,
sal
de allí, drogo crack.
Drogo
crack, drogo crack,
no
te escondas de mí,
drogo
crack, sal de allí mismo.
Pero
de la nada apareció una niña pequeña que vio a chico piedra lanzar
piedras. Y aproximándose a unas pequeñas plantas de arena, cogió
una, la arrancó del suelo y la lanzó al acantilado. Chico piedra
quedó perplejo. Chica menta se sorprendió y manifestó su temor por
la niña, podía resbalarse y morir en la caía. Pero chico piedra
quería eso mismo: ver la muerte de niña bestia. Siguió lanzando
plantas de arena mientras chica menta se preocupaba.
–¡Suficiente!
–gritó chico piedra y empezó a lanzar piedras contra la niña,
para ver si esta resbalaba y se caía, se desangraba y moría. Pero
niña bestia era muy bestia y seguía lanzando plantas de arena.
¡CHICA BESTIA, QUÉ BESTIA! Y chico piedra cogió piedras más
grandes, pero no pasaba nada. A lo lejos los padres de niña bestia
la llamaban por su nombre, pero chico piedra estaba enfurecido. Se
levantó de allí ante la mirada expectante de chica menta y cogió a
niña bestia por las orejas, pero ésta, animal salvaje, logró
zafarse, y con el movimiento tosco de su culo de niña bestia empujó
a chico piedra contra el acantilado. Y éste, pobre chico torpe de
piedra, logró sujetarse a una piedra antes de caer, y fue allí
cuando niña bestia mostró su bestialidad, y con sus diminutos pies
de obesa bestia, pisó sus manos para que este cayera. Mientras chico
bestia sujetaba esa misma piedra, el peso de su cuerpo y la maldad de
la niña bestia hicieron que ésta se desprendiera, y mientras chico
piedra caía hacia la muerte lanzó la piedra a la cabeza de la niña
que perdió el equilibrio y cayó con él.
Chica
menta estaba aterrada, y nerviosa, a fin de cuentas, era probable que
la familia de niña bestia viniera para pegarle a chico piedra. Pero
cuando se asomó al borde vio que chico piedra sonreía, sujetaba a
la niña bestia por el cabello y la arrastraba hacia el túnel.
–¡No,
chico piedra, no lo hagas! –gritó chica menta, pero él ya no
escuchaba a nadie. Su corazón se había vuelto de piedra y tenía
una misión: alimentar a drogo crack. Y cuando el hombre de las gafas
vio a chico piedra con la niña bestia sonrió con sus dientes
amarillos y quebradizos y se preparó. Desabrochó sus pantalones,
bajó su bragueta y dejó al descubierto su sucio miembro. Chico
piedra sonrió con una maldad de piedra. Aplaudió y empezó a
bailar. Chica menta seguía en su asombro mientras en su asiento
movía el trasero. Chico piedra salió corriendo hacia el lado de
chica menta y se sentó. Los padres bajaron hacia su niña, para ver
qué le ocurría y mientras tiraba piedras al lado de chica menta y
aún con los gritos aterrados de los padres empezó a cantar:
Drogo
crack, drogo crack,
es
tu amigo drogo crack;
drogo
crack drogo crack,
sentado
en el túnel se hincha de crack.
Él
es drogo crack, drogo crack,
tu
amigo crack,
mitad
drogo, mitad crack,
el
hombre del túnel que fuma crack.
Drogo
crack, drogo crack,
con
anteojos negros en la oscuridad
y
agujas de cristal:
drogo
crack, drogo crack,
se
dispone a fumar
crack.
¿Quién
es tu amigo
drogo
crack?
¡DROGO
CRACK!
*
«Mísero
y amable poema cardíaco de medio día»
Una
gran dilatación cardíaca
En
un sueño norteño
y
un espasmo silencioso...
Todo
se dilata por mis venas
caparazón
de arterias confundidas
La
sangre cambia de sentido
Acromios
rotos
mandíbulas
abiertas
Los
ojos de un león extraviado
mil
serpientes jugando a ser animales marinos...
Un
torreón de lamentos
sangre
burbujeante y saludable
que
se cuela por las sienes
y
vacila en endurecer
sangre
coagulada
esencia
extraviada...
En
un parque de atracciones
niños
jugando con gorgojos de fuego
alimañas
marinas
perros
de arena
azúcar
en polvo
cocaína
rosada
Es
tiempo de empezar el ritmo fugaz
los
pasos absurdos y melancólicos
el
menear del abdomen occidental
las
extremidades orientales y acaso...
nudos
en las gargantas de los condenados
los
miserables alegres que miran expectantes
el
inicio de un buen día
El
sueño en el norte
y
el corazón en el sur...
¿Dónde
queda la incertidumbre de la salud?
Todos
enfermos en una sala de espera
con
cierta melancólica pesadumbre
hoy
es un mal día para cantar
Alimañas
salvajes
gente
de occidente
veamos
qué tal suena nuestro coro
todos
a la vez
Bucle,
bucle, bucle...
Algún
grupito de jazz hace de las suyas
y
nos convence de que nuestra voz suena
Unos
tambores potentes
manos
negras jugando en el ritmo
atentan
contra la condición humana
Salvajes
danzando
Hombres
con fundamento
Niños
enloquecidos
Madres
desesperadas
Trompetas
rosadas
polvo
de azúcar
gente
alegre
moviendo
sus cuerpos
agitan
los brazos
y
retuercen sus rodillas
Brindan
entre movimientos elitistas
casi
se sienten Reyes
entre
plebeyos de callejón
No
hay distinción
Mucha
gente cohibida
perdida
entre incertidumbres naufragas
Sueños
perdidos
Insomnios
amables
Vida
escaldada
Una
muerte comprensiva
Un
gorgoteo indómito
animales
adiestrados
sacudidas
negras
y
pelirrojos ardiendo
como
cerillas de fósforo
Códigos
indescriptibles
del
negruzco pesar
de
una noche extraña
No
hay margen
No
hay vida
Me
ha sentado mal la comida
Voy
a vomitar
*
«Larva,
Zoón y Vorj hasta el anochecer»
Sucedió
que no habíamos quedado desde hace mucho tiempo. Existía una
necesidad abusiva de vernos. La última vez que había visto a L la
tarde acabó con un guardia de seguridad diciéndome que no podía
mear en las escaleras del Parking porque eso era un asco y que luego
ellos tenían que limpiarlo y que no molaba. El tipo estaba asustado,
le dije que lo sentía, hasta tenía remordimientos y me hubiera
ofrecido a limpiarlo de no ser porque se fue apresurado a su sitio de
mando. De todos modos, lo más probable era que verme mear desde las
cámaras de seguridad fuera lo más entretenido de todo su día. Nos
vimos en Sol, habíamos inventado un juego sobre el Oso y el Madroño,
siempre le cambiábamos una palabra, en este caso nos veríamos en el
Oso y el Maromo. Otras veces fue en La Casa del Madroño, así como
cambiar la situación geográfica del mismo; y también la hora. Era
evidente que nos veíamos a las cinco en Sol, pero en cambio,
decíamos que a las diez en Atocha, junto al Oso y sus hijos, cosas
de esas.
Estábamos
entusiasmados, hoy sería un gran día. Yo propuse emborracharnos,
Zoón venía preparado con una litrona caliente en su mochila y
todavía recordaba la última vez que Larva se emborrachó... en esa
ocasión no fue un gran día, terminamos peleándonos en la calle
mayor. Él empujándome y diciéndome que no tenía derecho a hablar
de G mientras que yo le decía que G era promiscua y que ponía las
piernas de una manera muy graciosa, comparándola con una gallina y
luego me ponía a cantar como una gallina. Terminó mal. Larva me
propinó una bofetada y yo, pese a querer matarle resolví el asunto
diciéndole que era un mal tipo que sólo sabía arreglar todos los
conflictos con la violencia. Acto seguido y sin que se diera cuenta
le di un profundo golpe en la nuca y salí corriendo.
Esta
vez tomaríamos precauciones: no hablaríamos de G, y habíamos hecho
un pacto: el primero que recurriera a la violencia tendría que
hacerle una mamada o una paja al otro. Así que Larva no tardó en
intentar pegarme, pero yo supe controlarle y acaricié su cabeza y le
dije que en otra ocasión. Después dijo que mi chaqueta roja era
como la de los rusos canis y que si tuviera el pelo más largo podría
parecer un judío-gitano muerto de hambre, o lo que era lo mismo, un
mendigo. Le sonreí, hoy no habría violencia. Estaba claro, sería
una tarde estupenda. Nos emocionó vernos. Casi parecíamos niñas
adolescentes, mejores amigas que no se veían desde verano.
L
llegó el último y Z el segundo. Yo les esperaba viendo el panorama:
mucha gente agitada, niñas, niños, abuelos, abuelas... turistas, y
sudamericanos vestidos de dibujos animados. Es decir, un panorama
trágico y desagradable. La novedad era un tipo vestido de Mr. Bean
aunque tampoco nos entusiasmaba demasiado. Nos encontramos y
caminamos juntos, los tres, como tres jóvenes palomas que buscan
basura en el suelo para comer. Eso éramos: palomas sucias, tullidas,
mugrientas, desagradables, pero unidas. Palomas que se picaban los
ojos entre sí para comer más que las otras.
La
idea era ver una película en el cine, pero ninguna nos llamaba la
atención así que les propuse invitarles la primera litrona a cada
uno. Y eso hicimos, fuimos a un bazar chino y compramos cervezas.
Bebimos honrados... porque es evidente que sólo los alcohólicos
jóvenes son honrados, el resto es desesperantemente predecible.
Seguimos caminando por Madrid. Zoón hablaba de una cerveza con
tequila que subía rápido, así que fuimos a otro bazar chino a
encontrarlo y allí estaba, en una tienda china pero de dependientes
pakistaníes: cerveza con tequila. Pillamos alcohol y seguimos. En
nuestro paseo ameno y agradable. Y seguimos así, caminando mientras
bebíamos y bebíamos y caminábamos. Casi que dábamos un paso y
luego bebíamos y así, cíclicamente. Era el ritmo de nuestras
vidas: dar unos cuantos pasos, lamentarnos por el devenir, la
tristeza del mundo, los mendigos, los drogadictos, bailar un poco,
llorar en silencio, hacer bromas negras, maliciosas, de mala gente y
beber. Caminar mientras hablábamos de G, C, R, o incluso de RR o de
MM... en fin, esa era nuestra vida. Se nos había acabado la bebida y
notaba los primeros indicios de embriaguez en L. Mi plan era el
siguiente: ver a L borracho y reírme de él. Pero no pensé en que
yo también estaría borracho, o lo que era lo mismo: era tan idiota
como para no prever que todos estaríamos en la misma condición.
Llegamos
a otro bazar y compramos bebidas, nos sentamos en una banca a beber
mientras en la calle que daba a la banca habían bares y gente en las
terrazas, bebiendo como señores de buena fe. Sentados en sus sillas
de metal barato, con posa-vasos de cartulina y algunas tapas
refritas. Con sus gafas, sus dientes brillantes, barbas, bigotes...
peinados de gente de bien. Limpios, con ropa de salir. Esa gente que
quedaba un domingo por la tarde para ir a un bar a beber... la misma
parafernalia de siempre.
L
sujetaba su botellita de cerveza con tequila y se le veía feliz.
Después de acabarla quería estallarla en el suelo, pero le disuadí:
Aquí no L, hay mucha gente, te van a gritar algo. Pero Z se reía de
la situación y sacó un martillo. Nos quedamos perplejos y
recordamos cuando nos contó que había robado un martillo para
defenderse porque la última vez que un venezolano nos amenazó
sintió impotencia, y que había resuelto todo con una fórmula muy
sencilla: llevar en la mochila un martillo, cosa que si cualquier
venezolano de Madrid venía a decirnos que le cortaba los huevos al
que había tirado un cartel de plástico de una taquería mugrienta,
Z podría sacar su martillo y darle en la cabeza. Aunque era una idea
arriesgada y bastante exagerada, en ese momento nos pareció de lo
más normal, y con ello, nuestro estado era evidente: sucumbíamos
ante la felicidad momentánea, esa sensación de normalidad y de
irrealidad: esa fantástica forma de drogarse de buena manera en un
banco cualquiera de Malasaña. Miré a L y le dije que jugáramos a
los doctores, y accedió, luego dijo que si se quitaba la camiseta
para que escuchase el ritmo de su corazón. Me reí y negué con la
cabeza, le dije que los pantalones. Sonrió y se levantó para hacer
el ademán de quitarse los pantalones, y durante ese instante llegó
a mi cabeza una imagen grotesca, a L con los pantalones bajados, con
unos calzoncillos sucios y con una notable erección... las piernas
llenas de pelos y algunas cicatrices en las rodillas, cierto balanceo
en sus rodillas, y un ligero baile en sus caderas. Luego a él
bajándose los pantalones y dejando al descubierto un trasero peludo
y blanco; mientras él sonreía y decía que era posible toma el
pulso colocando un dedo en el ano del paciente. Por fortuna, lo
detuve a tiempo y no llegó a más. Quedé estupefacto por todo lo
que evité. Cogí su botella y la tiré a un lado de la carretera.
Por fortuna estalló allí y no tuvo que hacer semejante escándalo.
Luego
de ver a la gente en el bar, tuve la necesidad de entrar en un bar e
invitarles a beber algo. Y como éramos gente educada pedí vino para
los tres. Nos dieron de tapas unas mugrientas empanadillas. Yo fui al
baño y cuando volví sólo quedaban migajas. De todos modos,
parecían ser empanadillas refritas de hace varios días. Ellos
tenían hambre, y quién era yo para estropearles la noche. A
continuación, llegó un grupo de treintañeras al local. Y de hecho,
el local era de treintañeros. De gente adulta, con algunas canas en
la cabeza. Y había una treintañera que estaba increíble. Z y yo lo
admitíamos abiertamente. Llevaba una camiseta blanca con cangrejos
negros. Una camiseta que, de ser cierto, la había comprado en una
tienda de ropa para adolescentes. Pero le quedaba estupendo. Era una
chica hermosa, con una nariz delicada y esbelta. Con el pelo hasta
los hombros, lacio y casi rojizo. Con unos ojos negros y profundos,
delicadamente delineados con lápiz negro y con una forma de comer
chorizo bastante estimulante. Mordía el preparado de carne, tripa,
grasa y cartílagos con cierta devoción. Y yo la veía tragar
comida, beber alcohol y me decía: caray, qué vieja más hermosa.
Sus curvas, su rostro, las arrugas de su rostro: una verdadera diosa.
Ladramos
todos juntos. Acabamos nuestras bebidas y salimos de allí. Entramos
a un bazar chino y compramos más alcohol. Seguimos caminando hasta
que empezó a caer la noche. Nos detuvimos frente a una gran vitrina
con objetos antiguos y L decía no sé qué cosa sobre no sé qué y
dio un golpe al cristal. Me alarmé, y luego comprobamos que había
gente en el local. Nos fuimos rápido de allí. Más adelante pasamos
por un prostíbulo de gatos y la reja de seguridad estaba un poco
bajada, L preguntó que qué pasaba si saltaba hacia ella, con la
cabeza en alto, y pese a que en la sobriedad era evidente que iba a
ocasionar un fuerte dolor, en nuestro estado le alentamos llenos de
curiosidad, después de todo ¿qué puede pasar si saltas con la
cabeza en alto para darle al borde metálico de una reja de
seguridad? L saltó y sólo cuando estaba en el suelo meciéndose de
un lado a otro por el dolor entendimos lo que había pasado.
Estallamos en risas, ¿a qué clase de inútil se le ocurre semejante
estupidez? Reímos por un buen rato, aunque no era culpa de L,
nosotros le habíamos emborrachado y él sólo siguió nuestro
consejo. Debo aclarar que de los tres L es el más listo, el más
guapo, el más talentoso y sobre todo, el más prometedor en cuanto a
la poesía, pero en ese instante, además de ser el más guapo, el
más talentoso, el más listo y el más responsable, era el más
imbécil.
Pasamos
por una tienda de vinilos y libros para gente culta. Sin duda era
así, porque todos los vinilos tenían una pinta estupenda y porque
los títulos que allí encontramos eran absolutos, eran los libros
que pocas veces habíamos visto en la FNAC, o en La Casa del Libro.
Sin duda era un sitio mágico, con un olor a humedad bastante
familiar, casi era como volver a estar encerrado quince años en un
sótano con goteras. No había cámaras de seguridad, ni tampoco
guardias, y ni siquiera los libros tenían etiquetas que sonaban
cuando uno las sacaba fuera del local. Así que, en un movimiento
ágil y rápido de manos, Z robó un libro. Dimos unas cuantas
vueltas más y luego salimos de allí. Compramos más alcohol y
deambulamos.
Lo
último que hicimos fue encontrar una caja con perfumes para mujer
que Z se esmeró en dejar claro que lo quería para su madre, patear
varios contenedores, jugar a una peligrosa réplica del baseball con
una manzana que Z había robado de un supermercado y entrar en otro
local dónde Z nos invitó tercios y escuchamos a un cantautor viejo
y mediocre que nos regaló un cd. El pobre hombre se sentía una gran
estrella cuando sólo era un hombre desconocido del que no me sé el
nombre. A decir verdad, podría decirse que ese hombre no existe,
porque nadie recuerda su nombre. Sólo sé que bebía vino y que
tenía una barriga prominente y una gran voz: digo gran porque solía
gritar bastante. Luego nos compramos piruletas de fresa con forma de
corazón. Y resolvimos la noche rodándoles un cenicero con motivos
florales, la licencia del bar que estaba pegada en la ventana al lado
dónde estábamos sentados y también meándoles en una maceta que
estaba en el baño. Debo aclarar que allí sólo habían flores
artificiales, nunca se me habría ocurrido semejante sacrilegio, como
la de mear en una maceta con flores de verdad. No soy ese tipo de
borracho.
*
«Razones
para no suicidarse»
1.
No me gusta el dolor.
2.
Me gusta el dolor, pero sin pasarse.
3.
Porque me sentiría muy solo.
4.
Porque me da pereza abrirme las venas.
5.
Porque es muy caro el cianuro.
*
«Razones
para suicidarse»
1.
Porque no hay nada mejor que hacer.
2.
Porque no me gusta que salga el sol.
3.
Porque no me gusta madrugar.
4.
Porque ya soy mayor de edad.
5.
Porque no me gusta trabajar.
6.
Porque no soy bombero.
7.
Porque mis poemas nunca riman.
8.
Porque le dan premios a tipos que
hacen
poemas con Marlon Brando
y
Penélope Cruz
9.
Porque ya se fue el verano.
10.
Porque mi número de calzado es 42.
11.
Porque mi hermana tiene éxito académico.
12.
Porque me gusta el Jazz.
13.
Porque no sé bailar en plan normal.
14.
Porque no sé cocinar legumbres.
15.
Porque es más divertido que estar vivo.
16.
Porque el sentido de la vida es como
una
caja de condones (caducados).
17.
Porque nunca seré un buen ciudadano.
18.
Porque ya no creo en nada, ni siquiera
creo
en papá y mamá.
19.
Porque hace varios meses que no veo
a
papá y mamá.
20.
Porque siempre he creído que suicidarse
es
un acto noble y sobre todo, amable con
el
medio ambiente.
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