*
«Larva,
Zoón y Vorj hasta el anochecer»
Sucedió
que no habíamos quedado desde hace mucho tiempo. Existía una
necesidad abusiva de vernos. La última vez que había visto a L la
tarde acabó con un guardia de seguridad diciéndome que no podía
mear en las escaleras del Parking porque eso era un asco y que luego
ellos tenían que limpiarlo y que no molaba. El tipo estaba asustado,
le dije que lo sentía, hasta tenía remordimientos y me hubiera
ofrecido a limpiarlo de no ser porque se fue apresurado a su sitio de
mando. De todos modos, lo más probable era que verme mear desde las
cámaras de seguridad fuera lo más entretenido de todo su día. Nos
vimos en Sol, habíamos inventado un juego sobre el Oso y el Madroño,
siempre le cambiábamos una palabra, en este caso nos veríamos en el
Oso y el Maromo. Otras veces fue en La Casa del Madroño, así como
cambiar la situación geográfica del mismo; y también la hora. Era
evidente que nos veíamos a las cinco en Sol, pero en cambio,
decíamos que a las diez en Atocha, junto al Oso y sus hijos, cosas
de esas.
Estábamos
entusiasmados, hoy sería un gran día. Yo propuse emborracharnos,
Zoón venía preparado con una litrona caliente en su mochila y
todavía recordaba la última vez que Larva se emborrachó... en esa
ocasión no fue un gran día, terminamos peleándonos en la calle
mayor. Él empujándome y diciéndome que no tenía derecho a hablar
de G mientras que yo le decía que G era promiscua y que ponía las
piernas de una manera muy graciosa, comparándola con una gallina y
luego me ponía a cantar como una gallina. Terminó mal. Larva me
propinó una bofetada y yo, pese a querer matarle resolví el asunto
diciéndole que era un mal tipo que sólo sabía arreglar todos los
conflictos con la violencia. Acto seguido y sin que se diera cuenta
le di un profundo golpe en la nuca y salí corriendo.
Esta
vez tomaríamos precauciones: no hablaríamos de G, y habíamos hecho
un pacto: el primero que recurriera a la violencia tendría que
hacerle una mamada o una paja al otro. Así que Larva no tardó en
intentar pegarme, pero yo supe controlarle y acaricié su cabeza y le
dije que en otra ocasión. Después dijo que mi chaqueta roja era
como la de los rusos canis y que si tuviera el pelo más largo podría
parecer un judío-gitano muerto de hambre, o lo que era lo mismo, un
mendigo. Le sonreí, hoy no habría violencia. Estaba claro, sería
una tarde estupenda. Nos emocionó vernos. Casi parecíamos niñas
adolescentes, mejores amigas que no se veían desde verano.
L
llegó el último y Z el segundo. Yo les esperaba viendo el panorama:
mucha gente agitada, niñas, niños, abuelos, abuelas... turistas, y
sudamericanos vestidos de dibujos animados. Es decir, un panorama
trágico y desagradable. La novedad era un tipo vestido de Mr. Bean
aunque tampoco nos entusiasmaba demasiado. Nos encontramos y
caminamos juntos, los tres, como tres jóvenes palomas que buscan
basura en el suelo para comer. Eso éramos: palomas sucias, tullidas,
mugrientas, desagradables, pero unidas. Palomas que se picaban los
ojos entre sí para comer más que las otras.
La
idea era ver una película en el cine, pero ninguna nos llamaba la
atención así que les propuse invitarles la primera litrona a cada
uno. Y eso hicimos, fuimos a un bazar chino y compramos cervezas.
Bebimos honrados... porque es evidente que sólo los alcohólicos
jóvenes son honrados, el resto es desesperantemente predecible.
Seguimos caminando por Madrid. Zoón hablaba de una cerveza con
tequila que subía rápido, así que fuimos a otro bazar chino a
encontrarlo y allí estaba, en una tienda china pero de dependientes
pakistaníes: cerveza con tequila. Pillamos alcohol y seguimos. En
nuestro paseo ameno y agradable. Y seguimos así, caminando mientras
bebíamos y bebíamos y caminábamos. Casi que dábamos un paso y
luego bebíamos y así, cíclicamente. Era el ritmo de nuestras
vidas: dar unos cuantos pasos, lamentarnos por el devenir, la
tristeza del mundo, los mendigos, los drogadictos, bailar un poco,
llorar en silencio, hacer bromas negras, maliciosas, de mala gente y
beber. Caminar mientras hablábamos de G, C, R, o incluso de RR o de
MM... en fin, esa era nuestra vida. Se nos había acabado la bebida y
notaba los primeros indicios de embriaguez en L. Mi plan era el
siguiente: ver a L borracho y reírme de él. Pero no pensé en que
yo también estaría borracho, o lo que era lo mismo: era tan idiota
como para no prever que todos estaríamos en la misma condición.
Llegamos
a otro bazar y compramos bebidas, nos sentamos en una banca a beber
mientras en la calle que daba a la banca habían bares y gente en las
terrazas, bebiendo como señores de buena fe. Sentados en sus sillas
de metal barato, con posa-vasos de cartulina y algunas tapas
refritas. Con sus gafas, sus dientes brillantes, barbas, bigotes...
peinados de gente de bien. Limpios, con ropa de salir. Esa gente que
quedaba un domingo por la tarde para ir a un bar a beber... la misma
parafernalia de siempre.
L
sujetaba su botellita de cerveza con tequila y se le veía feliz.
Después de acabarla quería estallarla en el suelo, pero le disuadí:
Aquí no L, hay mucha gente, te van a gritar algo. Pero Z se reía de
la situación y sacó un martillo. Nos quedamos perplejos y
recordamos cuando nos contó que había robado un martillo para
defenderse porque la última vez que un venezolano nos amenazó
sintió impotencia, y que había resuelto todo con una fórmula muy
sencilla: llevar en la mochila un martillo, cosa que si cualquier
venezolano de Madrid venía a decirnos que le cortaba los huevos al
que había tirado un cartel de plástico de una taquería mugrienta,
Z podría sacar su martillo y darle en la cabeza. Aunque era una idea
arriesgada y bastante exagerada, en ese momento nos pareció de lo
más normal, y con ello, nuestro estado era evidente: sucumbíamos
ante la felicidad momentánea, esa sensación de normalidad y de
irrealidad: esa fantástica forma de drogarse de buena manera en un
banco cualquiera de Malasaña. Miré a L y le dije que jugáramos a
los doctores, y accedió, luego dijo que si se quitaba la camiseta
para que escuchase el ritmo de su corazón. Me reí y negué con la
cabeza, le dije que los pantalones. Sonrió y se levantó para hacer
el ademán de quitarse los pantalones, y durante ese instante llegó
a mi cabeza una imagen grotesca, a L con los pantalones bajados, con
unos calzoncillos sucios y con una notable erección... las piernas
llenas de pelos y algunas cicatrices en las rodillas, cierto balanceo
en sus rodillas, y un ligero baile en sus caderas. Luego a él
bajándose los pantalones y dejando al descubierto un trasero peludo
y blanco; mientras él sonreía y decía que era posible toma el
pulso colocando un dedo en el ano del paciente. Por fortuna, lo
detuve a tiempo y no llegó a más. Quedé estupefacto por todo lo
que evité. Cogí su botella y la tiré a un lado de la carretera.
Por fortuna estalló allí y no tuvo que hacer semejante escándalo.
Luego
de ver a la gente en el bar, tuve la necesidad de entrar en un bar e
invitarles a beber algo. Y como éramos gente educada pedí vino para
los tres. Nos dieron de tapas unas mugrientas empanadillas. Yo fui al
baño y cuando volví sólo quedaban migajas. De todos modos,
parecían ser empanadillas refritas de hace varios días. Ellos
tenían hambre, y quién era yo para estropearles la noche. A
continuación, llegó un grupo de treintañeras al local. Y de hecho,
el local era de treintañeros. De gente adulta, con algunas canas en
la cabeza. Y había una treintañera que estaba increíble. Z y yo lo
admitíamos abiertamente. Llevaba una camiseta blanca con cangrejos
negros. Una camiseta que, de ser cierto, la había comprado en una
tienda de ropa para adolescentes. Pero le quedaba estupendo. Era una
chica hermosa, con una nariz delicada y esbelta. Con el pelo hasta
los hombros, lacio y casi rojizo. Con unos ojos negros y profundos,
delicadamente delineados con lápiz negro y con una forma de comer
chorizo bastante estimulante. Mordía el preparado de carne, tripa,
grasa y cartílagos con cierta devoción. Y yo la veía tragar
comida, beber alcohol y me decía: caray, qué vieja más hermosa.
Sus curvas, su rostro, las arrugas de su rostro: una verdadera diosa.
Ladramos
todos juntos. Acabamos nuestras bebidas y salimos de allí. Entramos
a un bazar chino y compramos más alcohol. Seguimos caminando hasta
que empezó a caer la noche. Nos detuvimos frente a una gran vitrina
con objetos antiguos y L decía no sé qué cosa sobre no sé qué y
dio un golpe al cristal. Me alarmé, y luego comprobamos que había
gente en el local. Nos fuimos rápido de allí. Más adelante pasamos
por un prostíbulo de gatos y la reja de seguridad estaba un poco
bajada, L preguntó que qué pasaba si saltaba hacia ella, con la
cabeza en alto, y pese a que en la sobriedad era evidente que iba a
ocasionar un fuerte dolor, en nuestro estado le alentamos llenos de
curiosidad, después de todo ¿qué puede pasar si saltas con la
cabeza en alto para darle al borde metálico de una reja de
seguridad? L saltó y sólo cuando estaba en el suelo meciéndose de
un lado a otro por el dolor entendimos lo que había pasado.
Estallamos en risas, ¿a qué clase de inútil se le ocurre semejante
estupidez? Reímos por un buen rato, aunque no era culpa de L,
nosotros le habíamos emborrachado y él sólo siguió nuestro
consejo. Debo aclarar que de los tres L es el más listo, el más
guapo, el más talentoso y sobre todo, el más prometedor en cuanto a
la poesía, pero en ese instante, además de ser el más guapo, el
más talentoso, el más listo y el más responsable, era el más
imbécil.
Pasamos
por una tienda de vinilos y libros para gente culta. Sin duda era
así, porque todos los vinilos tenían una pinta estupenda y porque
los títulos que allí encontramos eran absolutos, eran los libros
que pocas veces habíamos visto en la FNAC, o en La Casa del Libro.
Sin duda era un sitio mágico, con un olor a humedad bastante
familiar, casi era como volver a estar encerrado quince años en un
sótano con goteras. No había cámaras de seguridad, ni tampoco
guardias, y ni siquiera los libros tenían etiquetas que sonaban
cuando uno las sacaba fuera del local. Así que, en un movimiento
ágil y rápido de manos, Z robó un libro. Dimos unas cuantas
vueltas más y luego salimos de allí. Compramos más alcohol y
deambulamos.
Lo
último que hicimos fue encontrar una caja con perfumes para mujer
que Z se esmeró en dejar claro que lo quería para su madre, patear
varios contenedores, jugar a una peligrosa réplica del baseball con
una manzana que Z había robado de un supermercado y entrar en otro
local dónde Z nos invitó tercios y escuchamos a un cantautor viejo
y mediocre que nos regaló un cd. El pobre hombre se sentía una gran
estrella cuando sólo era un hombre desconocido del que no me sé el
nombre. A decir verdad, podría decirse que ese hombre no existe,
porque nadie recuerda su nombre. Sólo sé que bebía vino y que
tenía una barriga prominente y una gran voz: digo gran porque solía
gritar bastante. Luego nos compramos piruletas de fresa con forma de
corazón. Y resolvimos la noche rodándoles un cenicero con motivos
florales, la licencia del bar que estaba pegada en la ventana al lado
dónde estábamos sentados y también meándoles en una maceta que
estaba en el baño. Debo aclarar que allí sólo habían flores
artificiales, nunca se me habría ocurrido semejante sacrilegio, como
la de mear en una maceta con flores de verdad. No soy ese tipo de
borracho.
*
«Razones
para no suicidarse»
1.
No me gusta el dolor.
2.
Me gusta el dolor, pero sin pasarse.
3.
Porque me sentiría muy solo.
4.
Porque me da pereza abrirme las venas.
5.
Porque es muy caro el cianuro.
*
«Razones
para suicidarse»
1.
Porque no hay nada mejor que hacer.
2.
Porque no me gusta que salga el sol.
3.
Porque no me gusta madrugar.
4.
Porque ya soy mayor de edad.
5.
Porque no me gusta trabajar.
6.
Porque no soy bombero.
7.
Porque mis poemas nunca riman.
8.
Porque le dan premios a tipos que
hacen
poemas con Marlon Brando
y
Penélope Cruz
9.
Porque ya se fue el verano.
10.
Porque mi número de calzado es 42.
11.
Porque mi hermana tiene éxito académico.
12.
Porque me gusta el Jazz.
13.
Porque no sé bailar en plan normal.
14.
Porque no sé cocinar legumbres.
15.
Porque es más divertido que estar vivo.
16.
Porque el sentido de la vida es como
una
caja de condones (caducados).
17.
Porque nunca seré un buen ciudadano.
18.
Porque ya no creo en nada, ni siquiera
creo
en papá y mamá.
19.
Porque hace varios meses que no veo
a
papá y mamá.
20.
Porque siempre he creído que suicidarse
es
un acto noble y sobre todo, amable con
el
medio ambiente.
*
«La
ineficacia de matar a una araña con una escopeta»
En
el cuarto de mi hermana había una araña, negra, peluda y bastante
grande. De no ser porque no tengo un doctorado en biología hubiera
dicho que se trataba de una tarántula. Además, de haber
especificado que se trataba de una tarántula procedente de Nuevo
México y que era terriblemente venenosa. No obstante, sólo era una
araña. Y de haber tenido el bachiller completo no tendría cierta
afición a las armas de fuego. Así pues, cuando Sara gritó que
había una asquerosa y horrible araña en su habitación cogí la
escopeta que tenía al lado del televisor y corrí a su rescate. Miré
a la pared y allí no estaba, al armario y tampoco, la miré a ella y
tenía al bicho encima de su cuerpo. ¡Santo Cristo, hermana mía,
Santo Cielo! ¡No, no te asustes, lo tengo todo controlado! Sara
gritaba que le quitase la araña de encima e intenté darle con la
mano, pero la enorme araña se aferraba a mi hermana con sus patitas
peludas y negras. Hacía un sonido como si salivara y se preparara
para comerse a mi hermana. Sara mía, Sarita de mi corazón, yo
quitaré esa araña sucia de tu cuerpo. Confía en mí, de verdad,
confía en mí. Y sujetando la escopeta con tenacidad y destreza
señalé a la araña con la boca de la escopeta. Y dialogué con
ella: Araña maldita, araña sucia y tramposa, araña demoníaca, sal
del cuerpo de mi hermana o tendré que disparar. ¡Te lo advierto,
araña infeliz, sal de allí o tendré que disparar! Pero la araña,
soberbia y altiva movía las patitas e hizo lo que me pareció fue un
insulto. Me enfureció su insolencia, a fin de cuentas ella sólo era
un bicho despreciable, repulsivo y miserable y yo era un hombre
fuerte, grande y con una escopeta. Yo tenía un arma y ella sus
patitas negras y peludas. Pegué la escopeta al cuerpo de la araña,
pero esta, terca se mantuvo en su posición. Grité que se fuera,
¡LÁRGATE, ARAÑA MALDITA, DEJA EN PAZ EL CUERPO DE MI HERMANA! Pero
esta, reina de los insectos, madre de las arañas, negó con la
cabeza y cerró y abrió los ojos muchas veces como para confundirme.
Enfurecido, empujé con la escopeta hacia el cuerpo de mi hermana,
pensando en fulminar a la araña, pero esta seguía allí. ¡Lárgate
araña del demonio, lárgate! Pero no obedecía... ¡Tú lo has
querido! Y agitando los dedos tiré del gatillo. Salió la bala y
impactó en el cuerpo de mi hermana y la araña parecía haber
sufrido el mismo destino. Alguien tocó el timbre. Y al no ver rastro
de la araña me sentí realizado. Miré a Sara que tenía un aspecto
terriblemente raro. La escuché balbucear cosas sin sentido, pero
recordé el timbre y fui a ver quién era. Abrí la puerta y me puse
a charlar con el cartero que al final resolvió en irse porque
todavía tenía muchas cartas que entregar. Volví al sofá y vi que
en el televisor estaba la araña. Me enfureció, creí haber acabado
con ella, volví a amenazarla con la escopeta, pero esta, terca como
siempre, no obedeció. Así que, para no romper el televisor, bajé
el arma y le di con la palma de la mano. Sentí su cuerpo romperse en
el impacto y luego me fui a lavar las manos. Estaba a tiempo para ver
mi programa concurso de la una.
*
«Un
día lluvioso»
Salí
de la cama y bebí un vaso con agua. Por la ventana se podía ver el
día nublado y la lluvia festejando su alegría. Cuando cae la lluvia
la gente cree que es un día triste y gris... tanto obsceno
egocentrismo es patético. Era un día feliz para la lluvia, que
inundaba el pequeño parque de enfrente, la gente deambulaba por las
calles con sus sombreros de plástico y algunos pretendiendo
refugiarse en los portales. No entiendo a la gente.
No
me he lavado la cara porque la lluvia ya lo haría, ¿existe algo más
agradable que ducharse con la lluvia? He cogido una chaqueta y he
bajado al portal. Allí había un trabajador de correos. Al verme
acercándome a la puerta se ha retirado, como para hacerme espacio.
Tampoco soy tan ancho. A medio camino del pasillo me he detenido y
triste he negado con la cabeza. Me pregunto si tendrá hambre o sed.
Todavía son las once de la mañana y la gente sigue creyendo que son
las siete. Hace más de tres semanas que me despierto a las once. Es
horrible no tener que madrugar. Es increíble cómo uno puede echar
de menos cosas tan molestas. Me pregunto si la gente echa de menos no
madrugar.
Le
miro como si fuera un extranjero, con su chaqueta amarilla y ese
carro azul para repartir correspondencia. Hace varios meses que no me
mandan cartas. Tengo la sensación de que nadie sabe que existo. Todo
podría cambiar si alguien me mandara una carta. Aunque sea
publicidad. Supongo que en algún lugar del planeta debe haber
alguien lo suficientemente atormentado como para, en medio del
verano, con sol abrasivo y cuarenta y siete grados de temperatura,
verse en la tesitura de escuchar el sonido grabado de la lluvia.
Supongo que la gente necesita escuchar la naturaleza de vez en
cuando. Y del mismo modo, alguien lo suficientemente imbécil como
para estar encerrado en un cuarto mientras afuera llueve y dedicarse
a escuchar grabaciones de una lluvia lejana y falsa... a fin de
cuentas, muchas veces, lo artificial supera a lo natural. ¿Quién
puede desmentir que no es mejor el sonido de la lluvia en una
grabación que al aire libre? Por lo menos, uno puede creer que está
más cerca de la lluvia que del frío. Supongo que hay gente para
todo.
¿Podré
adivinar el nombre del cartero? Parece un animal refugiado de la
lluvia, le tiene miedo. Abro la puerta y le indico que si quiere
puede pasar, niega con la cabeza, mientras retuerce las cejas y
arquea las mejillas, sonríe y vuelve a mirar fuera. Cierro la puerta
y me coloco a su lado: –Parece que va a llover fuerte.
–Sí.
Sí,
claro que lo parece, pero esto sólo es el comienzo. ¿Qué gracia
tendría preguntarle por su trabajo, sus sueños, cuando dejó de
estudiar, el día de su boda, sus hijos, el tipo que se la jugó
cuando tenía diecisiete años, la vez aquella en la que probó su
primera borrachera, la resaca, el vómito, cuando uno de sus amigos
trajo hierba a una fiesta, la chica que siempre le gustó y que nunca
lo supo... qué gracia tiene su vida, lo palpable, lo que le puede
quitar el aliento si lo que dicta hoy en día es preguntar por el
tiempo?
–Hace
frío, señor.
–Sí.
No
tanto frío, en realidad, es una exageración. Llueve a cántaros.
Voy a salir, moverme entre la lluvia, que imagen tan absurda, aquella
de llevar auriculares con una grabación nítida y expresiva de la
lluvia. Escuchar la lluvia mientras cae lluvia. No es algo tan
evidente, es una abominación. Todo es artificial, un cúmulo
absurdo, una risa tartamuda... Ojalá cayeran cataratas de los
edificios, que todo se inundara, jugar a ser anfibios, nadar entre
los coches, jugar en los toboganes de los niños, humedecernos. Si
todo se inundara, ¿cambiarían los trabajos?, ¿sustituiríamos a
los agentes de tráfico por agentes marinos?, ¿la policía nacional
sería policía marina?, ¿dónde quedarían los hombres de tierra?
Nadar
entre la gente, mirarles el cogote, aburridos, gente sin modales...
escrupulosos con la lluvia, ¿acaso no se dan cuenta que es peor la
saliva que la lluvia?, parece que prefieren que les escupan encima
antes que mojarse con la lluvia. He salido en pijama y todo me
resbala, desde la lluvia, hasta la gente. No es un mal día.
Dejo
al cartero en el portal y camino por la cuadra hacia la principal.
Todo el camino sin ningún tipo de ansiedad. Veo a señoras apuradas
en llegar a casa, con paraguas negros, naranjas y de marcas
comerciales. Sigo por la ruta hasta que llego al estanco. Espero a
que la gente salga para entrar. La conversación se repite. Hoy hace
un gran día lluvioso, y parece que va a llover más. Nada es de mi
asombro, ni tampoco nada me perturba.
*
«La
tragedia de arena»
Veo
la tragedia aproximándose hacia mí. Un juego inofensivo y
caprichoso. Una burla esotérica, ¿dónde está el sol cuando hace
frío? Sólo es una representación grotesca de la arena. Todo está
hecho de arena, todo se desmorona a su paso, no hay escapatoria... y
a medida que se acerca se van fragmentando los nervios y el músculo,
la piel, los huesos, todo se hace arena, cae y cae.
Escorpiones
moribundos se ahogan entre las partículas del compuesto: sal, yodo,
arena, cal y mugre. Al final sólo quedamos tú y yo, mirándonos
fijamente. Sin oportunidad para preguntar, ni cuestionarnos este
paradigma. ¿Levanto la mano y pregunto en voz alta? Señalo
pobremente el cielo y niegas con la cabeza; el suelo, y tampoco. Me
señalo a mí y asientes. Respiro y por qué, que por qué... Nada,
tampoco dices nada, sin respuesta, ni ocasión: ¿nos reímos al
menos, no? Te acercas más, tus ojos, tus labios y esa sonrisa
molesta. Una tos alegre, un sentimiento de comprensión. La
desilusión del pánico inexistente. Disfrutarías con mi pánico, me
lo insinúas, me perdonas la vida si chillo asustado y me retuerzo
mientras huyo de ti, corro y me alejo de toda esta ilusión maldita.
Todo
se cae a mi alrededor, se hace añicos, escoria, papel húmedo, arena
finita, se muele entre mis molares, sabe a sal, sabe a arena seca. Ni
siquiera puedo tragar saliva, todo es abominable arena. Miro a los
lados, que sí, que lo sé, que es el final, pero al menos déjame
bailar. Muevo el torso, las piernas y agito los brazos como un ave,
sonrío forzosamente y marco los pliegos de mi nariz, mis mejillas
subidas por encima de los pómulos, chasqueo los dientes, agito los
dedos, las muñecas hacen un baile trágico y las trompetas suenan,
mis pies se caen en arena seca, mis brazos cansados empiezan a bajar
y mis párpados se duermen, pero no señor, si esto es el final,
déjame estar sobrio y despierto, permíteme contemplar esta inercia
con cierta expectación, nadie quiere irse sin decir adiós, pero al
menos voy a bailar hasta que me haya ido.
Inhalo
aire salado y sigo con el movimiento, las caderas, las muñecas, el
ritmo en el cuello, las rodillas se menean hasta caer al suelo y mis
piernas se vuelven frágiles. Esto es un error, yo no debería estar
aquí, tengo cuentas pendientes. Aún no le he pagado al tipo de las
diez. Me río, carcajadas, te has equivocado, aquí hay un error, te
lo prometo, sino no estaría tan contento. Mantengo el ritmo, sube
por mi estómago, y los hombros se erizan, la espalda se menea, mi
cuello un péndulo sin sentido ni importancia. Bendito final, con el
estómago hecho de arena desmoronándose, alzo los brazos, como un
hombre que se ahoga en su propia condición, estás muy cerca... y
con la arena en el cuello, los brazos parecen salir de otras partes,
miro al frente y me sonrío goloso. Te has equivocado, yo no he sido.
De arriba a abajo, hacia un lado, hacia el otro, meneo la cabeza,
agito el cabello y arqueo la nariz: ¡Yo no he sido!
Sigue
el ritmo, todo se desmorona, se caen dunas de arena, todo está hecho
de arena y al final de todo eso sigue habiendo más arena, y todo es
arena, hasta la arena es arena, hasta el cielo se cae. Se desmorona.
La tragedia tan próxima, el aullido tan sordo, la soberbia tan
injusta... Las palomas se petrifican, el sol se apaga, una tenue
oscuridad, edificios de arena, lujuria apagada, personas carcomidas
en cal y sal, muertos sedientos, solidificaciones de hierro
convertidas en pobres castillos de arena. Y continúo, incesante, es
la tragedia cercana, la muerte temprana, no me voy a despedir, esto
es un error; pero nadie escucha.
Escuálido
el espejo donde se refleja todo. Sigo mirando al frente, como hombre
que cae de un barco, caminando por la borda, en un milímetro de
madera, sujeto a la nada, si caigo al mar es muerte segura porque
sólo hay arena y piedras y rocas de arena y solidificaciones
arenosas y nada más que esa realidad. Me agito, mi mentón toca la
arena, mis dientes se caen y desde el aire que aún queda en mis
garganta chillo que yo no he sido, pero que da igual, tampoco
importan tanto. Es la muerte asechando, es un sucio ajuste de
cuentas. Es una confusión momentánea, quién estuviera en una playa
con mar, quién viera el sol radiante y esperanzador, los hombres en
toallas y hamacas de plástico, muchachas alegres, sujetos jugando
con un balón, niños con flotadores, madres con comida casera,
esposos obedientes, devotos del sol naciente, quién viera la mayor
de las ilusiones convertidas en una realidad: la esperanza de un
mundo mejor, la alegría de la familia, quién viera el rostro de su
madre antes de morir, y por eso sé que yo no he sido que si muero,
¡al menos moriré inocente!
*
«Confesión
de un brutal crimen»
Yo
no he sido.
*
«El
camión y los policías»
La policía me detuvo a las tres de la mañana. Luego me invitaron a subir al camión de la basura para terminar entre deshechos orgánicos. Me extrañé, sentí la necesidad de huir, apresurado, negando mi destino. Negué con la cabeza y suspiré fuerte. Me cogieron del brazo y rechistaron. –¿Qué es lo que no entiendes?
Nada.
No entiendo nada. Y entre los dos me llevaron hacia el camión.
Caminé con ellos, como un lisiado al que ayudan a reincorporarse y
andar. Les pregunté que quiénes eran y negaron en silencio. Me
soltaron e indicaron con los ojos lo que tenía que hacer. Asentí,
intenté preguntar si no había otra posibilidad, pero negaron.
Señalé la boca del coloso, ¿aquí? –Sí.
Asentí
y agradecí el consejo. Me sujeté a los metales y me deposité en el
interior del camión. Me puse cómodo entre las bolsas de basura y vi
los dientes cerrarse, lo entendí todo... esto era un adiós. Los
policías entraron al coche y la bestia empezó a masticar.
*
«El
día que Larva me robó a la mujer de mi vida»
Era
una fría tarde de febrero cuando Larva llamó a la central de
Sífilis Mon Amour. Como de costumbre, yo fumaba tabaco en una pipa y
Zoón estaba de exploración, así que le dije a Anaís que cogiera
el teléfono por mí, yo tenía las manos ocupadas con mi tabaco y
analizando algunos textos enemigos para plagiarlos o parodiarlos.
-Es
L. -me dijo.
-¿L
o Larva?
-L,
señor, es L.
-¡Ah!,
¿dices que es L, de Larva, no?
-Señor,
me ha dicho que a partir de enero de este año llame a los miembros
por sus iniciales...
-¡Yo
nunca he dicho algo así!
-Señor,
lo mandó por escrito.
-Bueno,
A, tranquila, puede haber sido un error, nadie tiene por qué tener
la culpa.
-Pero,
señor V, me está tomando el pelo...
-Tranquila,
no pasa nada, son cosas que ocurren, ¿cómo está su marido?
-Bien,
señor, le gustó el regalo de Navidad que le envió.
-¡Ah!,
cierto, era el mejor licor que podía encontrar en el mercado.
-Señor,
no valía ni cinco euros.
-Claro,
¿qué espera que compre en un mercado?
-Bueno,
me abstengo de decir nada.
-No,
no, no, por favor, ¿qué ocurre?
-Señor,
no se ofenda...
-Dime,
hija, dime.
-Usted
es gilipollas.
-Sí,
sin duda, pero, ¿tiene algún problema con los gilipollas? Porque si
es así, está despedida.
-Señor,
no me ha contratado.
-¿Ah
no?
-No,
señor.
-Mientes.
-¡HIJO
DE PUTA, EL QUE MIENTE ES USTED, ESTOY HARTA, QUIERO QUE NO ME TOME
EL PELO, NUNCA MÁS, NUNCA MÁS!
-Anaís,
por favor, tranquilícese.
-NI
ANAÍS, NI POLLAS, NI NADA DE NADA, ¡JODER! ¡QUÉ COJONES QUIERE DE
MÍ!
-Anaís,
la amo.
-¡ARGH!
-Anaís,
te amo...
-Usted
es imbécil.
-Te
amo desde que te conocí...
-¡PARE!
-Me
he hecho un tatuaje con tu rostro en mi pubis...
-¡ASQUEROSO!
-¡No,
por favor! No es asqueroso, es tierno.
-¿Usted
está enfermo, verdad?
-Sí,
sin duda...
-Me
lo imaginaba.
-Enfermo
por tu amor...
-¡IMBÉCIL!
-Anaís,
estamos solos, nadie nos ve.
-¡QUIERO
IRME A CASA!
-¿Te
acompaño?
-¿Eres
imbécil, no? Lo digo en serio, ¿eres imbécil?
-¿Usted
está sorda, no es cierto?
-¿Perdona?
-Sí,
que si estás sorda.
-Se
acabó, esto es el colmo. Adiós, señor Vorj.
-¡Hasta
nunca Anaís, hasta nunca!
*
«Huevos
fritos con salchichas»
El
otro día sentí que me iba a morir y le cociné huevos fritos con
salchichas a mi madre. De verdad creí que me iba a morir y actué en
consecuencia. Mi madre me había dado de lactar cuándo era niño, me
preparaba comida para el colegio... no lo sé, me sentía mal por
todo eso. Y ya a que iba a morir, al menos que mi madre tuviera el
estómago lleno.
*
«El
joven de la tabaquería»
Hoy
ha venido al estanco un joven bastante desagradable. Exigiendo de
malas formas que le de tabaco de camello. No le he entendido y le he
preguntado con educación que si hablaba de los cigarrillos Camel,
que esos tenían un dibujo de un camello. Luego le he dicho que si
era demasiado joven para fumar, que lo mejor es que no adquiriera ese
vicio porque trae malas consecuencias. Intenté disuadirlo de comprar
tabaco porque era un crío. Tenía la piel pálida y el pelo casi
virgen. Y una sonrisa que me conmovió, se notaba que era un buen
chaval. Un chico preocupado por la vida y con grandes ambiciones. Un
niño modélico que estudiaba siempre y sentía pasión por aprender,
si se esforzaba con fortaleza y espíritu iba a ser un verdadero
genio. Y aún cuándo convencerle suponía perder beneficio no me
importó porque si algo he aprendido con mis años de experiencia es
que lo mejor que se puede hacer en este trabajo es vender tabaco a la
gente que consume tabaco compulsivamente y gente mayor, y al mismo
tiempo evitar estimular el mal vicio en los jóvenes. Porque ellos
son el futuro. Por las mañanas escupo sangre porque tengo un tumor
bastante preocupante, y alguna vez me ha parecido vomitar un trozo
negro, como de pulmón, pero eso es asunto mío. Aunque si eso podía
ayudarle a entender los peligros del tabaco tenía que contárselo.
También le dije que mi mujer me dejó porque apestaba a tabaco y que
no soportaba el hedor de las colillas usadas. Y que tenía un hijo
drogadicto que empezó con marihuana y ahora se pinchaba heroína, mi
gran decepción. Pensé en contarle la anécdota de las tetas y la
profesora, pero lo vi innecesario. Yo sólo quería ayudarle, evitar
que cayera un un vicio tan dañino que sólo le iba a producir una
vida dura e insulsa... Muchachito mío, todavía estás joven para
entrar en este vicio, por favor, reconsidéralo. Pero el niño no
entendía a razones y se limitó a insultarme. Dijo que le miré mal
desde que entró en la tienda, que parecía un hombre malhumorado y
frígido, que si había dormido poco porque soy un yonkie.
Aquello me exaltó, yo sólo intentaba hacerle un favor y empezó a
humillar mi calidad de ser humano. Que si tenía pensado maltratarle,
gritarle, ser sarcástico o tratarle con displicencia, y perdóneme,
pero yo no sé qué significa displicencia. Que si no tenía huevos
para pegarle un bofetón, que mi calva era ridícula, y que yo era un
hombre enclenque y ridículo. Que si me creía un genio homosexual de
los de las mil y una noches. No sabía qué hacer, cogí el paquete
de cigarrillos y lo puse en la mesa, intenté que se calmara. Joven,
no he dicho nada de eso, usted se lo está inventando todo. Y volvía
con lo mismo, que si me creía un ser superior, que quién demonios
era yo para tratarle con ese desprecio pseudo-ofuscado, que no se me
ocurriera devolverle las monedas tirándolas en la tabla del
mostrador, que él no era un mendigo sarnoso, que podía tocarle.
No sabía qué hacer. No dije nada y negué con la cabeza. Le dije el
precio y gritó que le estaba estafando, que el tabaco no podía ser
tan caro, que yo era un embaucador... y eso irritó mi paciencia, le
dije con voz fuerte que me diera el billete y que se marchara de
allí, que no quería volver a verle en mi estanco. La verdad es que
no entiendo a esta juventud. Gritó que al menos le dijera hola y
hasta luego, que como mínimo le sonriera como una puta de lujo. Que
dejara de mirarle el herpes de la boca, que fue un error y que nunca
más se ha ido de putas. No me lo podía creer. Me tiró el billete y
le devolví el cambio dejándolo sobre la mesa. Vete, por favor.
Cogió sus vueltas con las uñas negras de mugre y mientras salía de
mi local gritó que se cagaba en mí, en la ninfómana de mi mujer y
en el drogadicto de mi hijo.
*
«La
rosa en la cervecería»
Había
una chica apática e indiferente en una mesa alargada en medio de la
ilegalidad. Una mesa de cinco mesas cuadriculadas que desafiaba la
normalidad de una cervecería vulgar. Con la mirada perdida y cierto
gesto de desolada indiferencia, hundida en una lejanía desorbitada.
Con los ojos fundidos en cansancio y desánimo insano, buscando algo
de romance clandestino. Sumida en el vapor de la desconsolada
extrañeza de ser desconocidos. Un rostro tan profundo en su
incertidumbre baldía que podía conmoverte. Sólo si lo mirabas
fijamente. Con los labios secos, el cabello sujeto y las pestañas
coquetas de su feminidad. La comisura de sus labios delineados con
las líneas de dulce rocío acariciado por unos dedos fantasmas. Y
con las piernas cruzadas y algún ademán agraciado se apoyó en la
mesa en busca de algo: perderse, olvidarse, ingenuidad o vandalismo
silencioso. ¿Nos vamos a romper cosas por allá? Podemos fluir por
los charcos de la lluvia transfuga, ser el sarampión en los
medicamentos para bebé. Reírnos de la humedad radioactiva y
pudrirnos en madera roja y olorosa. ¿Te aburres allí, eh, muchacha?
Te veo sentada, con ese gesto tan indiferente que me provoca maullar
entre espasmos de curiosidad lasciva. ¿Qué te pasa, muchacha, por
qué tanta apatía?, ¿te da asco la lluvia o la humedad?
Hoy
ha sido un día lluvioso, dudo que sea cosa del grisáceo. Solemos
estar en panoramas desgraciados, en ácida negrura, ojos abatidos y
pestañas risueñas. ¿Por qué no te ríes de alguna tontería?, ¿te
gustan las flores?, ¿robo una para ti?, ¿mato rosas por ti?, ¿salto
rosas?, ¿canto como una rosa?, ¿jugamos a ser rosas?, ¿pinchamos
con nuestras púas la indiferencia de los vapores de tu cercanía?,
¿sabes lo que es el vapor de la incertidumbre? Ayúdame a
despersonalizarme, ser indiferente como tú y después pregúntame
que por qué tienes los ojos más indiferentes que he visto nunca.
Ese gesto a desprecio instantáneo eclipsa cualquier situación. El
diafragma de tu pecho, respirando, exhalando y expirando;
exprimiéndose las gotas de una naranja, exhalándose cansancio.
Hipnotizas tanto que estamos en un desierto inundado en ácido de
limón.
Un
hombre de bien que me decía que no tenía speed,
oye, colega, ¿tienes speed?
Horrores. Son gente de bien y venden rosas. ¿A cuánto la rosa? Dos
pavos. Sólo tengo una moneda de uno. Soy un hombre honesto: sólo
tengo una moneda de uno y no necesito más. Tú tampoco, nadie te
compra esas rosas tan horribles, ¿vas a buscar la más marchita para
venderla por un pavo? Puedo imitar a uno, agacharme, corretear, gemir
como una avestruz y después determinarme como un consumidor de
rosas. A todo el mundo les gusta las rosas, sobre todo, porque
después las puedes coger con los dientes, romperles los pétalos,
decir que alimenta, o perderlas entre un paseo cercano, ir a Plaza de
España y dejarla tirada en Sol como una sonrisa extraviada en una
comunidad de sujetos, terminar preguntándote que si merecía la pena
rebajarme el precio a la mitad. ¿Que uno con cincuenta?, ¿sabes lo
mucho que se puede hacer un cincuenta céntimos?, ¿estamos locos? Yo
sólo tengo un pavo, y aún no está muerto. Te prometo que sólo
tengo uno, y no voy a montar una escena porque me des la rosa más
marchita de las que tengas en tu brazo. Llevas en tu brazo cerca de
veintisiete rosas. Ignoro si vendiste otras tres. No sé si son de
temporada, ¿cómo sabes si es una rosa de temporada? No se sabe, es
terrible, es incertidumbre, es pesadumbre con púas e indiferencia.
¿Se puede ser indiferente y a la vez estar sumido en incertidumbre?
Pero, miradla, está aburrida. Quiero mi rosa, señor, esa de allí,
la que te señalo impaciente, y sólo te voy a dar uno. No tengo más.
La
desconfianza de aceptar rosas de desconocidos. Mirad su rostro, se
ilumina. Mirad sus gestos, coge la rosa desconfiada, dice gracias y
luego la huele. Se emociona, se pone feliz, su indiferencia se rompe.
La sujeta como algo nuevo. ¿Quién se despierta a las ocho de la
mañana, cumple con sus obligaciones, lee algo interesante, se ducha,
se pone perfume, se siente abrumada y agobiada, camina, piensa en si
llevar paraguas por si acaso llueve, come algo, bebe alcohol y al
final tiene la certidumbre de que alguien le va a regalar una rosa?
Se le ve risueña, ahora parece más guapa, se perfila y se siente
frutal. Es una fruta acaramelada, sus pestañas risadas y sus labios
sonriendo. Es un instante suicida. Uno dónde sujetas una rosa
desconocida, la hueles, y vea la acción tantas veces: el olor, pero
si esas rosas no huelen. Las espinas como dinosaurios carnívoros, el
arrebato de la violencia explícita en sus cruces afiladas. Se
gratifica, se vuelve delicada y expectante. Me digo que qué hace una
chica como ella en un desierto como este. Si le dará miedo la
lluvia, si aborrece mojarse con la lluvia, si el mundo el abruma.
Tampoco hace falta preguntarle nada, se puede leer en su frente, en
sus párpados y en sus dedos fríos sujetando una rosa peligrosa. Ni
siquiera hace falta saber su nombre. Uno no debe cometer la
insensatez de recordar un nombre. Es mejor olvidarlos: olvidarnos de
todo y perder las cosas. Las rosas, las derrotas, las guerras, el
número de los lunares de nuestros cuerpos, las fechas de nuestros
cumpleaños y a veces olvidarnos de ser indiferentes.
Después
se hizo de noche y alguien cogió la rosa. Se perdió. Luego vi como
se caía al suelo quince veces, y al final se había ensuciado con
barro. Nadie quiere una rosa sucia. No la recogieron. Tampoco hacía
falta, una rosa sólo dura lo que ocasiona un instante, luego, todo
vuelve a la normalidad. A la indiferencia y al olvido rutinario: no
hay más que eso: olvido rutinario, rosas empobrecidas en barro y
alguna chica indiferente que duerme sola, se cuestiona sabidurías
increíbles y duda en si las rosas tienen espinas. Suelen cortárselas
para presentarlas en un mejor ver. Pero nadie quiere una rosa que no
pincha, ni tampoco quieren rosas exiliadas en el olvido. Y en
realidad, las rosas no nacen en Madrid, las importan de algún lado
porque aquí hay mucha humedad, mucha lluvia, y a veces demasiada
indiferencia.
*
«Diatriba
contra la rugosidad»
La completa rugosidad de un niño me produce una arcada descomunal, que siempre culmina en un aborto ocasional. Tantas preguntas en tan pocas cabezas y me digo en voz alta que por qué mis padres lo hicieron tan mal. Papá, qué naufragio de desvaríos eres, lo mismo que mamá pero con el agravante de creer que no es tu culpa. Y en realidad, no es culpa mía: yo no forniqué con vosotros, y sostengo por convicción propia que debí haber sido el sublime coitus interrupus de mis padres en vez de ser el bautizo prodigioso de un infante tan inútil. Ni siquiera la comunión de las hostias en el instituto me alivian este mal sabor de boca: los pliegues que se quedan en mis antebrazos, mi cuello, mis mejillas y ocasionalmente en mi abdomen: todo está lleno de pliegues infatiles que me obligan plegar mi lengua y soportar la rugosidad de mi paladar: la de mis codos, la los nudillos de los dedos de mis pies, y la de mi escroto. Y me veo obligado a admitir por culpa de una cuestión de honor que siento un profundo asco hacia cualquier criatura nacida entre rugosidades intolerables y pliegues indebidos de piel virgen. Sostengo, muy irritado, en mi estado natural que debieron violarme al nacer, hacerse pajas encima mío, patearme la cabeza o simplemente dejarme jugar con los enchufes de casa cuando era niño, y llamarme niño de mierda, mocoso de mierda, mala mierda, basurilla de estercolero, o también llamarme por mis apellidos; y después con viva y santificada devoción gritarme como de costumbre: ¡Hijo mío, qué asco me das, con esos pliegues repugnantes detrás del cuello, y en los antebrazos! ¡Hijo mío, nos hemos muerto de hambre para parirte y has nacido terriblemente gordo!
*
«Confesiones
de un mal hijo (I)»
Culpar
a papá por haber cometido el error atroz de casarse con una mujer
tan inútil como mamá sólo sería insultar y vapulear la buena
suerte que tuvo mamá.
*
«Un
día hermoso y la urticaria»
Me
desperté de buen humor. El día se prolongaba desde fuera de la
ventana y tenía las manos tibias. Afuera hacía frío, pero un sol
embelesador animaba a las criaturas que jugaban despreocupadas en un
parque infantil. Salí de la cama con cierta armonía y dispuesto a
realizar diversas labores, tomarme el trayecto de casa hasta el
transporte público como un paseo, el tiempo del vagón sería para
alguna lectura enriquecedora y los primeros cinco minutos de trabajo
serían para ordenar sistemáticamente los folios y bolígrafos del
escritorio. Nada podía estropear un día como este. Estaba condenado
a la armonía de un día tranquilo y alegre. La felicidad de estar
vivo, sentirse afortunado por la nimiedad de poder respirar, tener
dos piernas que funcionaban bien y unos ojos descansados y abiertos
que recordarían cualquier detalle fugaz del momento.
Lavé
mi rostro, cepillé mis dientes y humedecí mi cabello para peinarlo
con esmero. Un ritual preciado y con buenos resultados: verse bien y
sentirse bien. Me calcé unos zapatos de vestir y planché una camisa
blanca. Sentía su fragancia a pulcro en mi cuerpo, su cuello
acariciaba mi garganta y su textura comprendía las marcas e
indeterminaciones de mi cuerpo. Perfumé mi cuello con esencia de
Brumel y mediqué mi estómago con una taza de leche y algunas
tostadas untadas en mantequilla. Sentí la gratificación y emoción
por haber desayunado algo caliente. Volví al baño para cepillar
nuevamente mis dientes y verme en el espejo: me veía bien y me
sentía estupendo.
Cogí
mis asuntos y bajé por el ascensor hasta el portal de metal. Lo abrí
con cierta gracia y armonía, casi danzando en medio de la inmensidad
de la calle. A lo lejos los niños alegres y despreocupados, padres
vigilando los actos de sus hijos; y algún que otro perro moviendo la
cola, estupendo, agraciado, precioso y alimentado. Eché una mirada
al cielo y no podía haber cielo más hermoso que este. Eché otra
mirada a las criaturas, y quién no se pone irremediablemente de buen
humor cuándo ve la inocencia jugando con la arena, deslizándose por
el tobogán, alegrándose porque ha ganado una larguísima carrera de
siete metros. El aire fresco y frío, la bufanda en mi cuello y mis
bolsillos repletos de esperanzas y sueños amables y compañeros: un
día estupendo para ser feliz y prolongarse por el mundo como un
bostezo, bailando entre los vivos, contagiándose entre los sujetos
de zapatos y chaquetas de invierno. Un mundo lleno de posibilidades y
amistades. Un mundo hermoso repleto de ocasiones para ser feliz y
gente a la que admirar y querer, y quién no puede ser feliz con toda
esta muestra de la grandiosidad del mundo.
Y
al pisar la calle de golpe el mundo se hizo un Cristo, los niños
comían arena hedionda en orines de perro, sus padres se miraban
ajetreados y perdidos, confusos en el día a día, amargados por las
facturas, y que iban a llegar tarde, que el mundo era terrible, que a
la familia de la esquina lo habían echado de su casa. Y los sujetos
con sus zapatos caminaban a regañadientes, abatidos por el frío,
sus chaquetas eran finísimas y desprotegían sus cuerpos: los hacían
enfermar a cada paso que daban. Y los perros eran fieras perversas
que se olisqueaban los traseros en busca de sus madres, y sus rabos
estaban cortados, y sus pieles despellejadas por la enfermedad:
perros hambrientos y sucios, con costras negras en sus cabezas, los
ojos turbios y las lenguas podridas en infecciones colosales.
Hacía
un frío terrible, mi bufanda estaba perdida y mi cuello se resentía
con las bocanadas de aire intoxicado en polución y ambientadores
para váteres de oficina. Lo único limpio que tenía pegado al
cuerpo era una camisa blanca que estaba arrugada y manchada con
goterones de lejía tibia. Y mis bolsillos estaban vacíos,
agujereados con las desilusiones del día a día, los sueños:
muertos en combate, entre sábanas sucias y almohadas grasientas. Mis
ojos cansados y derrumbados, mis hombros caídos en medio de toda esa
porquería, y mis zapatos estaban rotos por las suelas y húmedos
porque hace dos días llovió y la humedad no respeta a nadie.
Los
niños jugando torpemente en la arena meada, corriendo de un lado a
otro: con la mirada llena de emoción y admiración hacia el resto de
sus compañeros, y los amigos eran sabandijas alegres y perfumadas
con Brumel de etiqueta, sujetos agraciados que se dignaban a salir de
casa con su mejor sonrisa.
Y
de golpe la frustración del mundo en un sólo acto: que la puerta
del portal está rota y no se abre al primer contacto, que el pomo de
metal se rompe cuándo uno empuña la mano e intenta girarlo hacia la
izquierda. Buscar en los huecos de los bolsillos alguna llave y no
encontrar nada. Dar patadas salvajes contra el cristal a ver si se
abre y que no haya manera. El mundo era un Cristo corrompido,
sodomizado y abatido que sólo buscaba terminar de gotear la última
urea de sangre profanada.
Quedar
inmóvil antes de salir de casa. Quizá sea una mala idea salir de
casa en busca de nuevas esperanzas y sujetos con los que conversar.
Lo mejor que puede hacer uno cuándo se despierta de buen humor es
volver a dormirse para que así nada corrompa esa ficción
descontrolada. Lo mejor que puedes hacer cuándo el día se prolonga
desde fuera de la ventana, los niños parecen felices, y hasta sus
padres parecen satisfechos con la vida, es cerrar las persianas y no
mirarles de cerca porque si lo haces te contagian su basura. No
cepillarse los dientes, ni lavarse la cara, que las legañas sean
parches para tus ojos, que te ocasionen una ceguera sanadora. Y que
te olvides que hay un portal con un pomo que no se abre. Refugiarte
en que hace mucho frío cómo para salir y quedarte dormido cinco
veces seguidas, que sea de noche y al mirar por la ventana ni una
sólo alma confundida, ni un sólo niño correteando, ni perros, ni
ratas, sólo gatos negros que buscan refugiarse del frío, y por qué
no abrir las ventanas de par en par y que aniden en tu colchón, te
contagien su sarna y te quedes petrificado con las manos frías y la
boca pastosa: hoy ha sido un día terriblemente horrible y todo me
produce urticaria.
*
«La
variable humana»
La
variable humana siempre se tiene en cuenta cuando uno establece una
ecuación en cualquier situación. Dicho de otro modo: El error
humano. O en otros términos: lo impredecible que puede aportar un
ser humano a cualquier sistema establecido. Sin importar para qué y
cómo se determinan sus funciones y su trabajo. A menudo se prefiere
omitir esta variable o quitarle peso aproximándose a las posibles
acciones que puede resultar factibles en un ser humano, o
clasificando los posibles descuidos que puede tener alguien en su
trabajo. Para ser explícitos: la mayoría de los accidentes los
ocasiona el hombre que está encargado de determinado asunto. Lo que
se suele traducir como un simple error humano, algo totalmente
impredecible.
En
otras circunstancias donde un ser humano es parte de por sí de toda
esta ecuación, por no decir que es la ecuación misma, y por ello la
pieza más importante, se encuentra uno con una situación complicada
y a la vez gratificante: La variable humana en todo su esplendor, y
es la que está en juego. El prestigio del sujeto, su beneficio, y su
dignidad se pueden ver violentados si él es predecible. Ahora bien,
la variable humana que sirvió para justificar cualquier accidente o
error laboral se convierte en una virtud o una desgracia para el
individuo de acuerdo a cómo haya cohibido, o dejado estar su
raciocinio o su demencia. Si el sujeto se ve envuelto en un embrollo
dónde todas las variables son humanas y lo único que está en
peligro es el culo de su novia, este tendrá que determinarse para
mantener su condición de simple variable humana o adoptar la
variable humana y paranoica.
La
paranoia está mal vista por la mayoría de los individuos de nuestra
sociedad. No obstante, si se analiza con ferocidad y determinación
veremos que lo impredecible se convierte en aliado de lo paranoide.
Un sujeto que sólo mantiene su calidad de variable humana se ve
sometido a determinados patrones de conducta, deducciones,
inducciones, o corazonadas que le abren un marco de acción,
pensamiento o incluso de desesperación que lo hacen de por sí un
sujeto fácil de anular. Una vez rebasado este punto, si se añade a
esta variable el punto paranoico, este tendrá una ventaja sobre el
sujeto común: la cavilación movida por el miedo o la desesperación
vuelve lúcido al hombre más tranquilo y le hace ver matices
contradictorios y perspicaces que en la normalidad de su sueño o su
vida cotidiana serían imposible de vislumbrar. Hablo de algo muy
sencillo: La paranoia, lejos de ser una enfermedad peligrosa sólo es
la clarividencia de los tarados. Y no existe nada más audaz y
satisfactorio que un tarado paranoico. Esto sucede porque abre un
campo de pensamiento distinto, y aunque esté influenciado por
determinada inseguridad, o complicadas asociaciones inútiles, todo
este material es valioso. La cavilación nacida de un estado de
desesperación y temor es mucho más efectiva que la que surge de una
simple alusión a perder algo que te produce un bienestar. En este
caso, el culo de tu novia. Y esto es así porque desde siempre el ser
humano no ha encontrado inspiración en la normalidad de su vida,
sino en el estrés de jugarse algo importante. Esto es posible
gracias a que funcionamos por estímulos y peligros: el hombre más
gordo del planeta podrá ponerse a saltar a la comba si ello le
proporciona después la seguridad de poder comer algún bizcocho de
chocolate.
No
hablo de que todos los paranoicos sean audaces detectives de los
hechos que se les ocultan, sino que su propia condición los hace
peligrosos, y a la vez, perspicaces. Ese estado paranoico en gran
extremo es perjudicial, pero en una medida relativamente manipulable
sólo es un aliciente para el pensamiento más específico. Todo
temor humano si es tratado con cierta determinación, aislando lo
sobrante o el exceso sólo enriquece cualquier situación. Sucede
igual que con las enfermedades mentales: sólo añaden matices que
están ocultos para el resto de los sujetos. No es una forma crónica
de pensar, sino una determinación (si logras saberlo antes de que te
convenzan de que estás enfermo y que sólo traerás decepciones y
penas a tu familia) que te hace estar por encima del resto común y
complacido con las inclemencias del tiempo, los programas de
televisión o la masturbación antes de irse a dormir.
Ahora
bien, la variable humana y paranoica sólo produce dos estados
evidentemente diferenciados: Por un lado, cierta clarividencia para
sospechar o tener en cuenta determinadas situaciones para elaborar
una opinión en base de los hechos reales e irreales en el presente
inmediato: los que puedes suponer: algo completamente sano porque
produce a su vez una determinación para dar pasos en falso y eso
sólo ocasiona que te acerques más a lo que estés buscando
determinar. Y por otro lado, cierta ceguera que te hacer ver todo con
garras violentas, y ojos enfurecidos que pretenden hacerte daño,
manipularte y joderte vivo. Quiero decir que esta variable compuesta
por la propia naturaleza humana y la condición de un individuo
insaciable en cuánto a su guerra es ambivalente. Y en muchos casos,
dado el grado de paranoia que se posea sólo produce sufrimiento y un
malestar peligroso.
Así
mismo, es evidente que un sujeto asustado o paranoide con respecto a
su propia naturaleza es peligroso. Si el ser humano, de por sí es
impredecible, ¿qué sucede cuándo se le dota de cierta lucidez
asombrosa? Sucede que es demasiado impredecible que se vuelve
predecible: este sujeto cometerá una estupidez. Y a la vez sucede
que lo impredecible que dentro de lo normal va entre unos marcos de
conducta (matar o no matar: mandato o sumisión: gritar o callar:
quejarse o acomodarse: quedarse con la duda o convencerse de que no
hay nada de qué dudar: alterarse o quedarse inmóvil: ganar o
perder) se convierte en algo difícil de controlar. No sabrás en qué
conducta variará todo por culpa de esa visión extrapolable a la
vida cotidiana. No sabes de qué forma se verá influenciada su
conducta y a la vez de qué forma descubrirá que hace tres días se
han follado el culo de tu novia porque hubo un momento en el que
cuándo le preguntaste que cómo fue el trabajo te dijo que bien,
pero que no era tan importante, entonces te dices a ti mismo que eso
que no es tan importante abarca un gran campo de hechos y sucesos:
que uno de los compañeros de trabajo le había invitado a un café,
y que se retrasó quince minutos en el lavabo, que apagó la conexión
a la red de su terminal móvil, y que ya no se pone los mismos
zapatos de siempre, sino que ahora a encontrado divertido usar botas,
y que cuándo la ves alegre no es por otra cosa porque después de
tener que soportarte y escuchar tus soliloquios aburridos puede irse
a joder en otro colchón. También es cierto que todo eso puede ser
una exageración, pero, decidme, ¿quién me va a convencer de lo
contrario? Ignoro si todo esto es una exageración: pero lo que sí
es evidente es que alguien se ha follado el culo de mi novia y ese no
he sido yo.
*
«LA
TRISTEZA DEL MUNDO Y LAS CHICAS FEAS»
¿No te causa tristeza toda esa conglomeración de chicas feas, gordas, defectuosas que quieren echar un polvo; que quieren que alguien les someta, les empuje la cara contra el colchón y después les penetre suavemente, rápidamente, históricamente, grotescamente y levemente hasta terminar extenuadas en la humedad del placer post–coito relamido; y que dicen que esperan encontrar a alguien especial para hacer el amor y que nunca follan porque no hay nadie especial, sino sólo sujetos normales; y así mismo, no te dan ganas de cogerlas a todas en brazos, llevarlas a tu cuarto y después follártelas hasta que se sientan mejor, o por lo menos, un poco más guapas; para que después puedan decir abiertamente que han echado un polvo y que están felices porque es sábado y ayer follaron?
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