domingo, 17 de septiembre de 2017

*
«Larva, Zoón y Vorj hasta el anochecer»

Sucedió que no habíamos quedado desde hace mucho tiempo. Existía una necesidad abusiva de vernos. La última vez que había visto a L la tarde acabó con un guardia de seguridad diciéndome que no podía mear en las escaleras del Parking porque eso era un asco y que luego ellos tenían que limpiarlo y que no molaba. El tipo estaba asustado, le dije que lo sentía, hasta tenía remordimientos y me hubiera ofrecido a limpiarlo de no ser porque se fue apresurado a su sitio de mando. De todos modos, lo más probable era que verme mear desde las cámaras de seguridad fuera lo más entretenido de todo su día. Nos vimos en Sol, habíamos inventado un juego sobre el Oso y el Madroño, siempre le cambiábamos una palabra, en este caso nos veríamos en el Oso y el Maromo. Otras veces fue en La Casa del Madroño, así como cambiar la situación geográfica del mismo; y también la hora. Era evidente que nos veíamos a las cinco en Sol, pero en cambio, decíamos que a las diez en Atocha, junto al Oso y sus hijos, cosas de esas.
Estábamos entusiasmados, hoy sería un gran día. Yo propuse emborracharnos, Zoón venía preparado con una litrona caliente en su mochila y todavía recordaba la última vez que Larva se emborrachó... en esa ocasión no fue un gran día, terminamos peleándonos en la calle mayor. Él empujándome y diciéndome que no tenía derecho a hablar de G mientras que yo le decía que G era promiscua y que ponía las piernas de una manera muy graciosa, comparándola con una gallina y luego me ponía a cantar como una gallina. Terminó mal. Larva me propinó una bofetada y yo, pese a querer matarle resolví el asunto diciéndole que era un mal tipo que sólo sabía arreglar todos los conflictos con la violencia. Acto seguido y sin que se diera cuenta le di un profundo golpe en la nuca y salí corriendo.
Esta vez tomaríamos precauciones: no hablaríamos de G, y habíamos hecho un pacto: el primero que recurriera a la violencia tendría que hacerle una mamada o una paja al otro. Así que Larva no tardó en intentar pegarme, pero yo supe controlarle y acaricié su cabeza y le dije que en otra ocasión. Después dijo que mi chaqueta roja era como la de los rusos canis y que si tuviera el pelo más largo podría parecer un judío-gitano muerto de hambre, o lo que era lo mismo, un mendigo. Le sonreí, hoy no habría violencia. Estaba claro, sería una tarde estupenda. Nos emocionó vernos. Casi parecíamos niñas adolescentes, mejores amigas que no se veían desde verano.
L llegó el último y Z el segundo. Yo les esperaba viendo el panorama: mucha gente agitada, niñas, niños, abuelos, abuelas... turistas, y sudamericanos vestidos de dibujos animados. Es decir, un panorama trágico y desagradable. La novedad era un tipo vestido de Mr. Bean aunque tampoco nos entusiasmaba demasiado. Nos encontramos y caminamos juntos, los tres, como tres jóvenes palomas que buscan basura en el suelo para comer. Eso éramos: palomas sucias, tullidas, mugrientas, desagradables, pero unidas. Palomas que se picaban los ojos entre sí para comer más que las otras.
La idea era ver una película en el cine, pero ninguna nos llamaba la atención así que les propuse invitarles la primera litrona a cada uno. Y eso hicimos, fuimos a un bazar chino y compramos cervezas. Bebimos honrados... porque es evidente que sólo los alcohólicos jóvenes son honrados, el resto es desesperantemente predecible. Seguimos caminando por Madrid. Zoón hablaba de una cerveza con tequila que subía rápido, así que fuimos a otro bazar chino a encontrarlo y allí estaba, en una tienda china pero de dependientes pakistaníes: cerveza con tequila. Pillamos alcohol y seguimos. En nuestro paseo ameno y agradable. Y seguimos así, caminando mientras bebíamos y bebíamos y caminábamos. Casi que dábamos un paso y luego bebíamos y así, cíclicamente. Era el ritmo de nuestras vidas: dar unos cuantos pasos, lamentarnos por el devenir, la tristeza del mundo, los mendigos, los drogadictos, bailar un poco, llorar en silencio, hacer bromas negras, maliciosas, de mala gente y beber. Caminar mientras hablábamos de G, C, R, o incluso de RR o de MM... en fin, esa era nuestra vida. Se nos había acabado la bebida y notaba los primeros indicios de embriaguez en L. Mi plan era el siguiente: ver a L borracho y reírme de él. Pero no pensé en que yo también estaría borracho, o lo que era lo mismo: era tan idiota como para no prever que todos estaríamos en la misma condición.
Llegamos a otro bazar y compramos bebidas, nos sentamos en una banca a beber mientras en la calle que daba a la banca habían bares y gente en las terrazas, bebiendo como señores de buena fe. Sentados en sus sillas de metal barato, con posa-vasos de cartulina y algunas tapas refritas. Con sus gafas, sus dientes brillantes, barbas, bigotes... peinados de gente de bien. Limpios, con ropa de salir. Esa gente que quedaba un domingo por la tarde para ir a un bar a beber... la misma parafernalia de siempre.
L sujetaba su botellita de cerveza con tequila y se le veía feliz. Después de acabarla quería estallarla en el suelo, pero le disuadí: Aquí no L, hay mucha gente, te van a gritar algo. Pero Z se reía de la situación y sacó un martillo. Nos quedamos perplejos y recordamos cuando nos contó que había robado un martillo para defenderse porque la última vez que un venezolano nos amenazó sintió impotencia, y que había resuelto todo con una fórmula muy sencilla: llevar en la mochila un martillo, cosa que si cualquier venezolano de Madrid venía a decirnos que le cortaba los huevos al que había tirado un cartel de plástico de una taquería mugrienta, Z podría sacar su martillo y darle en la cabeza. Aunque era una idea arriesgada y bastante exagerada, en ese momento nos pareció de lo más normal, y con ello, nuestro estado era evidente: sucumbíamos ante la felicidad momentánea, esa sensación de normalidad y de irrealidad: esa fantástica forma de drogarse de buena manera en un banco cualquiera de Malasaña. Miré a L y le dije que jugáramos a los doctores, y accedió, luego dijo que si se quitaba la camiseta para que escuchase el ritmo de su corazón. Me reí y negué con la cabeza, le dije que los pantalones. Sonrió y se levantó para hacer el ademán de quitarse los pantalones, y durante ese instante llegó a mi cabeza una imagen grotesca, a L con los pantalones bajados, con unos calzoncillos sucios y con una notable erección... las piernas llenas de pelos y algunas cicatrices en las rodillas, cierto balanceo en sus rodillas, y un ligero baile en sus caderas. Luego a él bajándose los pantalones y dejando al descubierto un trasero peludo y blanco; mientras él sonreía y decía que era posible toma el pulso colocando un dedo en el ano del paciente. Por fortuna, lo detuve a tiempo y no llegó a más. Quedé estupefacto por todo lo que evité. Cogí su botella y la tiré a un lado de la carretera. Por fortuna estalló allí y no tuvo que hacer semejante escándalo.
Luego de ver a la gente en el bar, tuve la necesidad de entrar en un bar e invitarles a beber algo. Y como éramos gente educada pedí vino para los tres. Nos dieron de tapas unas mugrientas empanadillas. Yo fui al baño y cuando volví sólo quedaban migajas. De todos modos, parecían ser empanadillas refritas de hace varios días. Ellos tenían hambre, y quién era yo para estropearles la noche. A continuación, llegó un grupo de treintañeras al local. Y de hecho, el local era de treintañeros. De gente adulta, con algunas canas en la cabeza. Y había una treintañera que estaba increíble. Z y yo lo admitíamos abiertamente. Llevaba una camiseta blanca con cangrejos negros. Una camiseta que, de ser cierto, la había comprado en una tienda de ropa para adolescentes. Pero le quedaba estupendo. Era una chica hermosa, con una nariz delicada y esbelta. Con el pelo hasta los hombros, lacio y casi rojizo. Con unos ojos negros y profundos, delicadamente delineados con lápiz negro y con una forma de comer chorizo bastante estimulante. Mordía el preparado de carne, tripa, grasa y cartílagos con cierta devoción. Y yo la veía tragar comida, beber alcohol y me decía: caray, qué vieja más hermosa. Sus curvas, su rostro, las arrugas de su rostro: una verdadera diosa.
Ladramos todos juntos. Acabamos nuestras bebidas y salimos de allí. Entramos a un bazar chino y compramos más alcohol. Seguimos caminando hasta que empezó a caer la noche. Nos detuvimos frente a una gran vitrina con objetos antiguos y L decía no sé qué cosa sobre no sé qué y dio un golpe al cristal. Me alarmé, y luego comprobamos que había gente en el local. Nos fuimos rápido de allí. Más adelante pasamos por un prostíbulo de gatos y la reja de seguridad estaba un poco bajada, L preguntó que qué pasaba si saltaba hacia ella, con la cabeza en alto, y pese a que en la sobriedad era evidente que iba a ocasionar un fuerte dolor, en nuestro estado le alentamos llenos de curiosidad, después de todo ¿qué puede pasar si saltas con la cabeza en alto para darle al borde metálico de una reja de seguridad? L saltó y sólo cuando estaba en el suelo meciéndose de un lado a otro por el dolor entendimos lo que había pasado. Estallamos en risas, ¿a qué clase de inútil se le ocurre semejante estupidez? Reímos por un buen rato, aunque no era culpa de L, nosotros le habíamos emborrachado y él sólo siguió nuestro consejo. Debo aclarar que de los tres L es el más listo, el más guapo, el más talentoso y sobre todo, el más prometedor en cuanto a la poesía, pero en ese instante, además de ser el más guapo, el más talentoso, el más listo y el más responsable, era el más imbécil.
Pasamos por una tienda de vinilos y libros para gente culta. Sin duda era así, porque todos los vinilos tenían una pinta estupenda y porque los títulos que allí encontramos eran absolutos, eran los libros que pocas veces habíamos visto en la FNAC, o en La Casa del Libro. Sin duda era un sitio mágico, con un olor a humedad bastante familiar, casi era como volver a estar encerrado quince años en un sótano con goteras. No había cámaras de seguridad, ni tampoco guardias, y ni siquiera los libros tenían etiquetas que sonaban cuando uno las sacaba fuera del local. Así que, en un movimiento ágil y rápido de manos, Z robó un libro. Dimos unas cuantas vueltas más y luego salimos de allí. Compramos más alcohol y deambulamos.

Lo último que hicimos fue encontrar una caja con perfumes para mujer que Z se esmeró en dejar claro que lo quería para su madre, patear varios contenedores, jugar a una peligrosa réplica del baseball con una manzana que Z había robado de un supermercado y entrar en otro local dónde Z nos invitó tercios y escuchamos a un cantautor viejo y mediocre que nos regaló un cd. El pobre hombre se sentía una gran estrella cuando sólo era un hombre desconocido del que no me sé el nombre. A decir verdad, podría decirse que ese hombre no existe, porque nadie recuerda su nombre. Sólo sé que bebía vino y que tenía una barriga prominente y una gran voz: digo gran porque solía gritar bastante. Luego nos compramos piruletas de fresa con forma de corazón. Y resolvimos la noche rodándoles un cenicero con motivos florales, la licencia del bar que estaba pegada en la ventana al lado dónde estábamos sentados y también meándoles en una maceta que estaba en el baño. Debo aclarar que allí sólo habían flores artificiales, nunca se me habría ocurrido semejante sacrilegio, como la de mear en una maceta con flores de verdad. No soy ese tipo de borracho.


*
«Razones para no suicidarse»

1. No me gusta el dolor.
2. Me gusta el dolor, pero sin pasarse.
3. Porque me sentiría muy solo.
4. Porque me da pereza abrirme las venas.
5. Porque es muy caro el cianuro.


*
«Razones para suicidarse»

1. Porque no hay nada mejor que hacer.
2. Porque no me gusta que salga el sol.
3. Porque no me gusta madrugar.
4. Porque ya soy mayor de edad.
5. Porque no me gusta trabajar.
6. Porque no soy bombero.
7. Porque mis poemas nunca riman.
8. Porque le dan premios a tipos que
hacen poemas con Marlon Brando
y Penélope Cruz
9. Porque ya se fue el verano.
10. Porque mi número de calzado es 42.
11. Porque mi hermana tiene éxito académico.
12. Porque me gusta el Jazz.
13. Porque no sé bailar en plan normal.
14. Porque no sé cocinar legumbres.
15. Porque es más divertido que estar vivo.
16. Porque el sentido de la vida es como
una caja de condones (caducados).
17. Porque nunca seré un buen ciudadano.
18. Porque ya no creo en nada, ni siquiera
creo en papá y mamá.
19. Porque hace varios meses que no veo
a papá y mamá.
20. Porque siempre he creído que suicidarse
es un acto noble y sobre todo, amable con
el medio ambiente.


*
«La ineficacia de matar a una araña con una escopeta»

En el cuarto de mi hermana había una araña, negra, peluda y bastante grande. De no ser porque no tengo un doctorado en biología hubiera dicho que se trataba de una tarántula. Además, de haber especificado que se trataba de una tarántula procedente de Nuevo México y que era terriblemente venenosa. No obstante, sólo era una araña. Y de haber tenido el bachiller completo no tendría cierta afición a las armas de fuego. Así pues, cuando Sara gritó que había una asquerosa y horrible araña en su habitación cogí la escopeta que tenía al lado del televisor y corrí a su rescate. Miré a la pared y allí no estaba, al armario y tampoco, la miré a ella y tenía al bicho encima de su cuerpo. ¡Santo Cristo, hermana mía, Santo Cielo! ¡No, no te asustes, lo tengo todo controlado! Sara gritaba que le quitase la araña de encima e intenté darle con la mano, pero la enorme araña se aferraba a mi hermana con sus patitas peludas y negras. Hacía un sonido como si salivara y se preparara para comerse a mi hermana. Sara mía, Sarita de mi corazón, yo quitaré esa araña sucia de tu cuerpo. Confía en mí, de verdad, confía en mí. Y sujetando la escopeta con tenacidad y destreza señalé a la araña con la boca de la escopeta. Y dialogué con ella: Araña maldita, araña sucia y tramposa, araña demoníaca, sal del cuerpo de mi hermana o tendré que disparar. ¡Te lo advierto, araña infeliz, sal de allí o tendré que disparar! Pero la araña, soberbia y altiva movía las patitas e hizo lo que me pareció fue un insulto. Me enfureció su insolencia, a fin de cuentas ella sólo era un bicho despreciable, repulsivo y miserable y yo era un hombre fuerte, grande y con una escopeta. Yo tenía un arma y ella sus patitas negras y peludas. Pegué la escopeta al cuerpo de la araña, pero esta, terca se mantuvo en su posición. Grité que se fuera, ¡LÁRGATE, ARAÑA MALDITA, DEJA EN PAZ EL CUERPO DE MI HERMANA! Pero esta, reina de los insectos, madre de las arañas, negó con la cabeza y cerró y abrió los ojos muchas veces como para confundirme. Enfurecido, empujé con la escopeta hacia el cuerpo de mi hermana, pensando en fulminar a la araña, pero esta seguía allí. ¡Lárgate araña del demonio, lárgate! Pero no obedecía... ¡Tú lo has querido! Y agitando los dedos tiré del gatillo. Salió la bala y impactó en el cuerpo de mi hermana y la araña parecía haber sufrido el mismo destino. Alguien tocó el timbre. Y al no ver rastro de la araña me sentí realizado. Miré a Sara que tenía un aspecto terriblemente raro. La escuché balbucear cosas sin sentido, pero recordé el timbre y fui a ver quién era. Abrí la puerta y me puse a charlar con el cartero que al final resolvió en irse porque todavía tenía muchas cartas que entregar. Volví al sofá y vi que en el televisor estaba la araña. Me enfureció, creí haber acabado con ella, volví a amenazarla con la escopeta, pero esta, terca como siempre, no obedeció. Así que, para no romper el televisor, bajé el arma y le di con la palma de la mano. Sentí su cuerpo romperse en el impacto y luego me fui a lavar las manos. Estaba a tiempo para ver mi programa concurso de la una.


*
«Un día lluvioso»

Salí de la cama y bebí un vaso con agua. Por la ventana se podía ver el día nublado y la lluvia festejando su alegría. Cuando cae la lluvia la gente cree que es un día triste y gris... tanto obsceno egocentrismo es patético. Era un día feliz para la lluvia, que inundaba el pequeño parque de enfrente, la gente deambulaba por las calles con sus sombreros de plástico y algunos pretendiendo refugiarse en los portales. No entiendo a la gente.
          No me he lavado la cara porque la lluvia ya lo haría, ¿existe algo más agradable que ducharse con la lluvia? He cogido una chaqueta y he bajado al portal. Allí había un trabajador de correos. Al verme acercándome a la puerta se ha retirado, como para hacerme espacio. Tampoco soy tan ancho. A medio camino del pasillo me he detenido y triste he negado con la cabeza. Me pregunto si tendrá hambre o sed. Todavía son las once de la mañana y la gente sigue creyendo que son las siete. Hace más de tres semanas que me despierto a las once. Es horrible no tener que madrugar. Es increíble cómo uno puede echar de menos cosas tan molestas. Me pregunto si la gente echa de menos no madrugar.
         Le miro como si fuera un extranjero, con su chaqueta amarilla y ese carro azul para repartir correspondencia. Hace varios meses que no me mandan cartas. Tengo la sensación de que nadie sabe que existo. Todo podría cambiar si alguien me mandara una carta. Aunque sea publicidad. Supongo que en algún lugar del planeta debe haber alguien lo suficientemente atormentado como para, en medio del verano, con sol abrasivo y cuarenta y siete grados de temperatura, verse en la tesitura de escuchar el sonido grabado de la lluvia. Supongo que la gente necesita escuchar la naturaleza de vez en cuando. Y del mismo modo, alguien lo suficientemente imbécil como para estar encerrado en un cuarto mientras afuera llueve y dedicarse a escuchar grabaciones de una lluvia lejana y falsa... a fin de cuentas, muchas veces, lo artificial supera a lo natural. ¿Quién puede desmentir que no es mejor el sonido de la lluvia en una grabación que al aire libre? Por lo menos, uno puede creer que está más cerca de la lluvia que del frío. Supongo que hay gente para todo.
          ¿Podré adivinar el nombre del cartero? Parece un animal refugiado de la lluvia, le tiene miedo. Abro la puerta y le indico que si quiere puede pasar, niega con la cabeza, mientras retuerce las cejas y arquea las mejillas, sonríe y vuelve a mirar fuera. Cierro la puerta y me coloco a su lado: –Parece que va a llover fuerte.
Sí.
         Sí, claro que lo parece, pero esto sólo es el comienzo. ¿Qué gracia tendría preguntarle por su trabajo, sus sueños, cuando dejó de estudiar, el día de su boda, sus hijos, el tipo que se la jugó cuando tenía diecisiete años, la vez aquella en la que probó su primera borrachera, la resaca, el vómito, cuando uno de sus amigos trajo hierba a una fiesta, la chica que siempre le gustó y que nunca lo supo... qué gracia tiene su vida, lo palpable, lo que le puede quitar el aliento si lo que dicta hoy en día es preguntar por el tiempo?
Hace frío, señor.
Sí.
         No tanto frío, en realidad, es una exageración. Llueve a cántaros. Voy a salir, moverme entre la lluvia, que imagen tan absurda, aquella de llevar auriculares con una grabación nítida y expresiva de la lluvia. Escuchar la lluvia mientras cae lluvia. No es algo tan evidente, es una abominación. Todo es artificial, un cúmulo absurdo, una risa tartamuda... Ojalá cayeran cataratas de los edificios, que todo se inundara, jugar a ser anfibios, nadar entre los coches, jugar en los toboganes de los niños, humedecernos. Si todo se inundara, ¿cambiarían los trabajos?, ¿sustituiríamos a los agentes de tráfico por agentes marinos?, ¿la policía nacional sería policía marina?, ¿dónde quedarían los hombres de tierra?
          Nadar entre la gente, mirarles el cogote, aburridos, gente sin modales... escrupulosos con la lluvia, ¿acaso no se dan cuenta que es peor la saliva que la lluvia?, parece que prefieren que les escupan encima antes que mojarse con la lluvia. He salido en pijama y todo me resbala, desde la lluvia, hasta la gente. No es un mal día.
          Dejo al cartero en el portal y camino por la cuadra hacia la principal. Todo el camino sin ningún tipo de ansiedad. Veo a señoras apuradas en llegar a casa, con paraguas negros, naranjas y de marcas comerciales. Sigo por la ruta hasta que llego al estanco. Espero a que la gente salga para entrar. La conversación se repite. Hoy hace un gran día lluvioso, y parece que va a llover más. Nada es de mi asombro, ni tampoco nada me perturba.


*
«La tragedia de arena»

Veo la tragedia aproximándose hacia mí. Un juego inofensivo y caprichoso. Una burla esotérica, ¿dónde está el sol cuando hace frío? Sólo es una representación grotesca de la arena. Todo está hecho de arena, todo se desmorona a su paso, no hay escapatoria... y a medida que se acerca se van fragmentando los nervios y el músculo, la piel, los huesos, todo se hace arena, cae y cae.
Escorpiones moribundos se ahogan entre las partículas del compuesto: sal, yodo, arena, cal y mugre. Al final sólo quedamos tú y yo, mirándonos fijamente. Sin oportunidad para preguntar, ni cuestionarnos este paradigma. ¿Levanto la mano y pregunto en voz alta? Señalo pobremente el cielo y niegas con la cabeza; el suelo, y tampoco. Me señalo a mí y asientes. Respiro y por qué, que por qué... Nada, tampoco dices nada, sin respuesta, ni ocasión: ¿nos reímos al menos, no? Te acercas más, tus ojos, tus labios y esa sonrisa molesta. Una tos alegre, un sentimiento de comprensión. La desilusión del pánico inexistente. Disfrutarías con mi pánico, me lo insinúas, me perdonas la vida si chillo asustado y me retuerzo mientras huyo de ti, corro y me alejo de toda esta ilusión maldita.
Todo se cae a mi alrededor, se hace añicos, escoria, papel húmedo, arena finita, se muele entre mis molares, sabe a sal, sabe a arena seca. Ni siquiera puedo tragar saliva, todo es abominable arena. Miro a los lados, que sí, que lo sé, que es el final, pero al menos déjame bailar. Muevo el torso, las piernas y agito los brazos como un ave, sonrío forzosamente y marco los pliegos de mi nariz, mis mejillas subidas por encima de los pómulos, chasqueo los dientes, agito los dedos, las muñecas hacen un baile trágico y las trompetas suenan, mis pies se caen en arena seca, mis brazos cansados empiezan a bajar y mis párpados se duermen, pero no señor, si esto es el final, déjame estar sobrio y despierto, permíteme contemplar esta inercia con cierta expectación, nadie quiere irse sin decir adiós, pero al menos voy a bailar hasta que me haya ido.
Inhalo aire salado y sigo con el movimiento, las caderas, las muñecas, el ritmo en el cuello, las rodillas se menean hasta caer al suelo y mis piernas se vuelven frágiles. Esto es un error, yo no debería estar aquí, tengo cuentas pendientes. Aún no le he pagado al tipo de las diez. Me río, carcajadas, te has equivocado, aquí hay un error, te lo prometo, sino no estaría tan contento. Mantengo el ritmo, sube por mi estómago, y los hombros se erizan, la espalda se menea, mi cuello un péndulo sin sentido ni importancia. Bendito final, con el estómago hecho de arena desmoronándose, alzo los brazos, como un hombre que se ahoga en su propia condición, estás muy cerca... y con la arena en el cuello, los brazos parecen salir de otras partes, miro al frente y me sonrío goloso. Te has equivocado, yo no he sido. De arriba a abajo, hacia un lado, hacia el otro, meneo la cabeza, agito el cabello y arqueo la nariz: ¡Yo no he sido!
Sigue el ritmo, todo se desmorona, se caen dunas de arena, todo está hecho de arena y al final de todo eso sigue habiendo más arena, y todo es arena, hasta la arena es arena, hasta el cielo se cae. Se desmorona. La tragedia tan próxima, el aullido tan sordo, la soberbia tan injusta... Las palomas se petrifican, el sol se apaga, una tenue oscuridad, edificios de arena, lujuria apagada, personas carcomidas en cal y sal, muertos sedientos, solidificaciones de hierro convertidas en pobres castillos de arena. Y continúo, incesante, es la tragedia cercana, la muerte temprana, no me voy a despedir, esto es un error; pero nadie escucha.

Escuálido el espejo donde se refleja todo. Sigo mirando al frente, como hombre que cae de un barco, caminando por la borda, en un milímetro de madera, sujeto a la nada, si caigo al mar es muerte segura porque sólo hay arena y piedras y rocas de arena y solidificaciones arenosas y nada más que esa realidad. Me agito, mi mentón toca la arena, mis dientes se caen y desde el aire que aún queda en mis garganta chillo que yo no he sido, pero que da igual, tampoco importan tanto. Es la muerte asechando, es un sucio ajuste de cuentas. Es una confusión momentánea, quién estuviera en una playa con mar, quién viera el sol radiante y esperanzador, los hombres en toallas y hamacas de plástico, muchachas alegres, sujetos jugando con un balón, niños con flotadores, madres con comida casera, esposos obedientes, devotos del sol naciente, quién viera la mayor de las ilusiones convertidas en una realidad: la esperanza de un mundo mejor, la alegría de la familia, quién viera el rostro de su madre antes de morir, y por eso sé que yo no he sido que si muero, ¡al menos moriré inocente!


*
«Confesión de un brutal crimen»

Yo no he sido.


*
«El camión y los policías»


La policía me detuvo a las tres de la mañana. Luego me invitaron a subir al camión de la basura para terminar entre deshechos orgánicos. Me extrañé, sentí la necesidad de huir, apresurado, negando mi destino. Negué con la cabeza y suspiré fuerte. Me cogieron del brazo y rechistaron. –¿Qué es lo que no entiendes?
     Nada. No entiendo nada. Y entre los dos me llevaron hacia el camión. Caminé con ellos, como un lisiado al que ayudan a reincorporarse y andar. Les pregunté que quiénes eran y negaron en silencio. Me soltaron e indicaron con los ojos lo que tenía que hacer. Asentí, intenté preguntar si no había otra posibilidad, pero negaron. Señalé la boca del coloso, ¿aquí? –Sí.

     Asentí y agradecí el consejo. Me sujeté a los metales y me deposité en el interior del camión. Me puse cómodo entre las bolsas de basura y vi los dientes cerrarse, lo entendí todo... esto era un adiós. Los policías entraron al coche y la bestia empezó a masticar.



*
«El día que Larva me robó a la mujer de mi vida»

Era una fría tarde de febrero cuando Larva llamó a la central de Sífilis Mon Amour. Como de costumbre, yo fumaba tabaco en una pipa y Zoón estaba de exploración, así que le dije a Anaís que cogiera el teléfono por mí, yo tenía las manos ocupadas con mi tabaco y analizando algunos textos enemigos para plagiarlos o parodiarlos.
-Es L. -me dijo.
-¿L o Larva?
-L, señor, es L.
-¡Ah!, ¿dices que es L, de Larva, no?
-Señor, me ha dicho que a partir de enero de este año llame a los miembros por sus iniciales...
-¡Yo nunca he dicho algo así!
-Señor, lo mandó por escrito.
-Bueno, A, tranquila, puede haber sido un error, nadie tiene por qué tener la culpa.
-Pero, señor V, me está tomando el pelo...
-Tranquila, no pasa nada, son cosas que ocurren, ¿cómo está su marido?
-Bien, señor, le gustó el regalo de Navidad que le envió.
-¡Ah!, cierto, era el mejor licor que podía encontrar en el mercado.
-Señor, no valía ni cinco euros.
-Claro, ¿qué espera que compre en un mercado?
-Bueno, me abstengo de decir nada.
-No, no, no, por favor, ¿qué ocurre?
-Señor, no se ofenda...
-Dime, hija, dime.
-Usted es gilipollas.
-Sí, sin duda, pero, ¿tiene algún problema con los gilipollas? Porque si es así, está despedida.
-Señor, no me ha contratado.
-¿Ah no?
-No, señor.
-Mientes.
-¡HIJO DE PUTA, EL QUE MIENTE ES USTED, ESTOY HARTA, QUIERO QUE NO ME TOME EL PELO, NUNCA MÁS, NUNCA MÁS!
-Anaís, por favor, tranquilícese.
-NI ANAÍS, NI POLLAS, NI NADA DE NADA, ¡JODER! ¡QUÉ COJONES QUIERE DE MÍ!
-Anaís, la amo.
-¡ARGH!
-Anaís, te amo...
-Usted es imbécil.
-Te amo desde que te conocí...
-¡PARE!
-Me he hecho un tatuaje con tu rostro en mi pubis...
-¡ASQUEROSO!
-¡No, por favor! No es asqueroso, es tierno.
-¿Usted está enfermo, verdad?
-Sí, sin duda...
-Me lo imaginaba.
-Enfermo por tu amor...
-¡IMBÉCIL!
-Anaís, estamos solos, nadie nos ve.
-¡QUIERO IRME A CASA!
-¿Te acompaño?
-¿Eres imbécil, no? Lo digo en serio, ¿eres imbécil?
-¿Usted está sorda, no es cierto?
-¿Perdona?
-Sí, que si estás sorda.
-Se acabó, esto es el colmo. Adiós, señor Vorj.
-¡Hasta nunca Anaís, hasta nunca!


*
«Huevos fritos con salchichas»

El otro día sentí que me iba a morir y le cociné huevos fritos con salchichas a mi madre. De verdad creí que me iba a morir y actué en consecuencia. Mi madre me había dado de lactar cuándo era niño, me preparaba comida para el colegio... no lo sé, me sentía mal por todo eso. Y ya a que iba a morir, al menos que mi madre tuviera el estómago lleno.


*
«El joven de la tabaquería»

Hoy ha venido al estanco un joven bastante desagradable. Exigiendo de malas formas que le de tabaco de camello. No le he entendido y le he preguntado con educación que si hablaba de los cigarrillos Camel, que esos tenían un dibujo de un camello. Luego le he dicho que si era demasiado joven para fumar, que lo mejor es que no adquiriera ese vicio porque trae malas consecuencias. Intenté disuadirlo de comprar tabaco porque era un crío. Tenía la piel pálida y el pelo casi virgen. Y una sonrisa que me conmovió, se notaba que era un buen chaval. Un chico preocupado por la vida y con grandes ambiciones. Un niño modélico que estudiaba siempre y sentía pasión por aprender, si se esforzaba con fortaleza y espíritu iba a ser un verdadero genio. Y aún cuándo convencerle suponía perder beneficio no me importó porque si algo he aprendido con mis años de experiencia es que lo mejor que se puede hacer en este trabajo es vender tabaco a la gente que consume tabaco compulsivamente y gente mayor, y al mismo tiempo evitar estimular el mal vicio en los jóvenes. Porque ellos son el futuro. Por las mañanas escupo sangre porque tengo un tumor bastante preocupante, y alguna vez me ha parecido vomitar un trozo negro, como de pulmón, pero eso es asunto mío. Aunque si eso podía ayudarle a entender los peligros del tabaco tenía que contárselo. También le dije que mi mujer me dejó porque apestaba a tabaco y que no soportaba el hedor de las colillas usadas. Y que tenía un hijo drogadicto que empezó con marihuana y ahora se pinchaba heroína, mi gran decepción. Pensé en contarle la anécdota de las tetas y la profesora, pero lo vi innecesario. Yo sólo quería ayudarle, evitar que cayera un un vicio tan dañino que sólo le iba a producir una vida dura e insulsa... Muchachito mío, todavía estás joven para entrar en este vicio, por favor, reconsidéralo. Pero el niño no entendía a razones y se limitó a insultarme. Dijo que le miré mal desde que entró en la tienda, que parecía un hombre malhumorado y frígido, que si había dormido poco porque soy un yonkie. Aquello me exaltó, yo sólo intentaba hacerle un favor y empezó a humillar mi calidad de ser humano. Que si tenía pensado maltratarle, gritarle, ser sarcástico o tratarle con displicencia, y perdóneme, pero yo no sé qué significa displicencia. Que si no tenía huevos para pegarle un bofetón, que mi calva era ridícula, y que yo era un hombre enclenque y ridículo. Que si me creía un genio homosexual de los de las mil y una noches. No sabía qué hacer, cogí el paquete de cigarrillos y lo puse en la mesa, intenté que se calmara. Joven, no he dicho nada de eso, usted se lo está inventando todo. Y volvía con lo mismo, que si me creía un ser superior, que quién demonios era yo para tratarle con ese desprecio pseudo-ofuscado, que no se me ocurriera devolverle las monedas tirándolas en la tabla del mostrador, que él no era un mendigo sarnoso, que podía tocarle. No sabía qué hacer. No dije nada y negué con la cabeza. Le dije el precio y gritó que le estaba estafando, que el tabaco no podía ser tan caro, que yo era un embaucador... y eso irritó mi paciencia, le dije con voz fuerte que me diera el billete y que se marchara de allí, que no quería volver a verle en mi estanco. La verdad es que no entiendo a esta juventud. Gritó que al menos le dijera hola y hasta luego, que como mínimo le sonriera como una puta de lujo. Que dejara de mirarle el herpes de la boca, que fue un error y que nunca más se ha ido de putas. No me lo podía creer. Me tiró el billete y le devolví el cambio dejándolo sobre la mesa. Vete, por favor. Cogió sus vueltas con las uñas negras de mugre y mientras salía de mi local gritó que se cagaba en mí, en la ninfómana de mi mujer y en el drogadicto de mi hijo.


*
«La rosa en la cervecería»

Había una chica apática e indiferente en una mesa alargada en medio de la ilegalidad. Una mesa de cinco mesas cuadriculadas que desafiaba la normalidad de una cervecería vulgar. Con la mirada perdida y cierto gesto de desolada indiferencia, hundida en una lejanía desorbitada. Con los ojos fundidos en cansancio y desánimo insano, buscando algo de romance clandestino. Sumida en el vapor de la desconsolada extrañeza de ser desconocidos. Un rostro tan profundo en su incertidumbre baldía que podía conmoverte. Sólo si lo mirabas fijamente. Con los labios secos, el cabello sujeto y las pestañas coquetas de su feminidad. La comisura de sus labios delineados con las líneas de dulce rocío acariciado por unos dedos fantasmas. Y con las piernas cruzadas y algún ademán agraciado se apoyó en la mesa en busca de algo: perderse, olvidarse, ingenuidad o vandalismo silencioso. ¿Nos vamos a romper cosas por allá? Podemos fluir por los charcos de la lluvia transfuga, ser el sarampión en los medicamentos para bebé. Reírnos de la humedad radioactiva y pudrirnos en madera roja y olorosa. ¿Te aburres allí, eh, muchacha? Te veo sentada, con ese gesto tan indiferente que me provoca maullar entre espasmos de curiosidad lasciva. ¿Qué te pasa, muchacha, por qué tanta apatía?, ¿te da asco la lluvia o la humedad?
          Hoy ha sido un día lluvioso, dudo que sea cosa del grisáceo. Solemos estar en panoramas desgraciados, en ácida negrura, ojos abatidos y pestañas risueñas. ¿Por qué no te ríes de alguna tontería?, ¿te gustan las flores?, ¿robo una para ti?, ¿mato rosas por ti?, ¿salto rosas?, ¿canto como una rosa?, ¿jugamos a ser rosas?, ¿pinchamos con nuestras púas la indiferencia de los vapores de tu cercanía?, ¿sabes lo que es el vapor de la incertidumbre? Ayúdame a despersonalizarme, ser indiferente como tú y después pregúntame que por qué tienes los ojos más indiferentes que he visto nunca. Ese gesto a desprecio instantáneo eclipsa cualquier situación. El diafragma de tu pecho, respirando, exhalando y expirando; exprimiéndose las gotas de una naranja, exhalándose cansancio. Hipnotizas tanto que estamos en un desierto inundado en ácido de limón.
         Un hombre de bien que me decía que no tenía speed, oye, colega, ¿tienes speed? Horrores. Son gente de bien y venden rosas. ¿A cuánto la rosa? Dos pavos. Sólo tengo una moneda de uno. Soy un hombre honesto: sólo tengo una moneda de uno y no necesito más. Tú tampoco, nadie te compra esas rosas tan horribles, ¿vas a buscar la más marchita para venderla por un pavo? Puedo imitar a uno, agacharme, corretear, gemir como una avestruz y después determinarme como un consumidor de rosas. A todo el mundo les gusta las rosas, sobre todo, porque después las puedes coger con los dientes, romperles los pétalos, decir que alimenta, o perderlas entre un paseo cercano, ir a Plaza de España y dejarla tirada en Sol como una sonrisa extraviada en una comunidad de sujetos, terminar preguntándote que si merecía la pena rebajarme el precio a la mitad. ¿Que uno con cincuenta?, ¿sabes lo mucho que se puede hacer un cincuenta céntimos?, ¿estamos locos? Yo sólo tengo un pavo, y aún no está muerto. Te prometo que sólo tengo uno, y no voy a montar una escena porque me des la rosa más marchita de las que tengas en tu brazo. Llevas en tu brazo cerca de veintisiete rosas. Ignoro si vendiste otras tres. No sé si son de temporada, ¿cómo sabes si es una rosa de temporada? No se sabe, es terrible, es incertidumbre, es pesadumbre con púas e indiferencia. ¿Se puede ser indiferente y a la vez estar sumido en incertidumbre? Pero, miradla, está aburrida. Quiero mi rosa, señor, esa de allí, la que te señalo impaciente, y sólo te voy a dar uno. No tengo más.
         La desconfianza de aceptar rosas de desconocidos. Mirad su rostro, se ilumina. Mirad sus gestos, coge la rosa desconfiada, dice gracias y luego la huele. Se emociona, se pone feliz, su indiferencia se rompe. La sujeta como algo nuevo. ¿Quién se despierta a las ocho de la mañana, cumple con sus obligaciones, lee algo interesante, se ducha, se pone perfume, se siente abrumada y agobiada, camina, piensa en si llevar paraguas por si acaso llueve, come algo, bebe alcohol y al final tiene la certidumbre de que alguien le va a regalar una rosa? Se le ve risueña, ahora parece más guapa, se perfila y se siente frutal. Es una fruta acaramelada, sus pestañas risadas y sus labios sonriendo. Es un instante suicida. Uno dónde sujetas una rosa desconocida, la hueles, y vea la acción tantas veces: el olor, pero si esas rosas no huelen. Las espinas como dinosaurios carnívoros, el arrebato de la violencia explícita en sus cruces afiladas. Se gratifica, se vuelve delicada y expectante. Me digo que qué hace una chica como ella en un desierto como este. Si le dará miedo la lluvia, si aborrece mojarse con la lluvia, si el mundo el abruma. Tampoco hace falta preguntarle nada, se puede leer en su frente, en sus párpados y en sus dedos fríos sujetando una rosa peligrosa. Ni siquiera hace falta saber su nombre. Uno no debe cometer la insensatez de recordar un nombre. Es mejor olvidarlos: olvidarnos de todo y perder las cosas. Las rosas, las derrotas, las guerras, el número de los lunares de nuestros cuerpos, las fechas de nuestros cumpleaños y a veces olvidarnos de ser indiferentes.
          Después se hizo de noche y alguien cogió la rosa. Se perdió. Luego vi como se caía al suelo quince veces, y al final se había ensuciado con barro. Nadie quiere una rosa sucia. No la recogieron. Tampoco hacía falta, una rosa sólo dura lo que ocasiona un instante, luego, todo vuelve a la normalidad. A la indiferencia y al olvido rutinario: no hay más que eso: olvido rutinario, rosas empobrecidas en barro y alguna chica indiferente que duerme sola, se cuestiona sabidurías increíbles y duda en si las rosas tienen espinas. Suelen cortárselas para presentarlas en un mejor ver. Pero nadie quiere una rosa que no pincha, ni tampoco quieren rosas exiliadas en el olvido. Y en realidad, las rosas no nacen en Madrid, las importan de algún lado porque aquí hay mucha humedad, mucha lluvia, y a veces demasiada indiferencia.


*
«Diatriba contra la rugosidad»

           La completa rugosidad de un niño me produce una arcada descomunal, que siempre culmina en un aborto ocasional. Tantas preguntas en tan pocas cabezas y me digo en voz alta que por qué mis padres lo hicieron tan mal. Papá, qué naufragio de desvaríos eres, lo mismo que mamá pero con el agravante de creer que no es tu culpa. Y en realidad, no es culpa mía: yo no forniqué con vosotros, y sostengo por convicción propia que debí haber sido el sublime 
coitus interrupus de mis padres en vez de ser el bautizo prodigioso de un infante tan inútil. Ni siquiera la comunión de las hostias en el instituto me alivian este mal sabor de boca: los pliegues que se quedan en mis antebrazos, mi cuello, mis mejillas y ocasionalmente en mi abdomen: todo está lleno de pliegues infatiles que me obligan plegar mi lengua y soportar la rugosidad de mi paladar: la de mis codos, la los nudillos de los dedos de mis pies, y la de mi escroto. Y me veo obligado a admitir por culpa de una cuestión de honor que siento un profundo asco hacia cualquier criatura nacida entre rugosidades intolerables y pliegues indebidos de piel virgen. Sostengo, muy irritado, en mi estado natural que debieron violarme al nacer, hacerse pajas encima mío, patearme la cabeza o simplemente dejarme jugar con los enchufes de casa cuando era niño, y llamarme niño de mierda, mocoso de mierda, mala mierda, basurilla de estercolero, o también llamarme por mis apellidos; y después con viva y santificada devoción gritarme como de costumbre: ¡Hijo mío, qué asco me das, con esos pliegues repugnantes detrás del cuello, y en los antebrazos! ¡Hijo mío, nos hemos muerto de hambre para parirte y has nacido terriblemente gordo!


*
«Confesiones de un mal hijo (I)»

Culpar a papá por haber cometido el error atroz de casarse con una mujer tan inútil como mamá sólo sería insultar y vapulear la buena suerte que tuvo mamá.


*
«Un día hermoso y la urticaria»

Me desperté de buen humor. El día se prolongaba desde fuera de la ventana y tenía las manos tibias. Afuera hacía frío, pero un sol embelesador animaba a las criaturas que jugaban despreocupadas en un parque infantil. Salí de la cama con cierta armonía y dispuesto a realizar diversas labores, tomarme el trayecto de casa hasta el transporte público como un paseo, el tiempo del vagón sería para alguna lectura enriquecedora y los primeros cinco minutos de trabajo serían para ordenar sistemáticamente los folios y bolígrafos del escritorio. Nada podía estropear un día como este. Estaba condenado a la armonía de un día tranquilo y alegre. La felicidad de estar vivo, sentirse afortunado por la nimiedad de poder respirar, tener dos piernas que funcionaban bien y unos ojos descansados y abiertos que recordarían cualquier detalle fugaz del momento.

Lavé mi rostro, cepillé mis dientes y humedecí mi cabello para peinarlo con esmero. Un ritual preciado y con buenos resultados: verse bien y sentirse bien. Me calcé unos zapatos de vestir y planché una camisa blanca. Sentía su fragancia a pulcro en mi cuerpo, su cuello acariciaba mi garganta y su textura comprendía las marcas e indeterminaciones de mi cuerpo. Perfumé mi cuello con esencia de Brumel y mediqué mi estómago con una taza de leche y algunas tostadas untadas en mantequilla. Sentí la gratificación y emoción por haber desayunado algo caliente. Volví al baño para cepillar nuevamente mis dientes y verme en el espejo: me veía bien y me sentía estupendo.

Cogí mis asuntos y bajé por el ascensor hasta el portal de metal. Lo abrí con cierta gracia y armonía, casi danzando en medio de la inmensidad de la calle. A lo lejos los niños alegres y despreocupados, padres vigilando los actos de sus hijos; y algún que otro perro moviendo la cola, estupendo, agraciado, precioso y alimentado. Eché una mirada al cielo y no podía haber cielo más hermoso que este. Eché otra mirada a las criaturas, y quién no se pone irremediablemente de buen humor cuándo ve la inocencia jugando con la arena, deslizándose por el tobogán, alegrándose porque ha ganado una larguísima carrera de siete metros. El aire fresco y frío, la bufanda en mi cuello y mis bolsillos repletos de esperanzas y sueños amables y compañeros: un día estupendo para ser feliz y prolongarse por el mundo como un bostezo, bailando entre los vivos, contagiándose entre los sujetos de zapatos y chaquetas de invierno. Un mundo lleno de posibilidades y amistades. Un mundo hermoso repleto de ocasiones para ser feliz y gente a la que admirar y querer, y quién no puede ser feliz con toda esta muestra de la grandiosidad del mundo.

Y al pisar la calle de golpe el mundo se hizo un Cristo, los niños comían arena hedionda en orines de perro, sus padres se miraban ajetreados y perdidos, confusos en el día a día, amargados por las facturas, y que iban a llegar tarde, que el mundo era terrible, que a la familia de la esquina lo habían echado de su casa. Y los sujetos con sus zapatos caminaban a regañadientes, abatidos por el frío, sus chaquetas eran finísimas y desprotegían sus cuerpos: los hacían enfermar a cada paso que daban. Y los perros eran fieras perversas que se olisqueaban los traseros en busca de sus madres, y sus rabos estaban cortados, y sus pieles despellejadas por la enfermedad: perros hambrientos y sucios, con costras negras en sus cabezas, los ojos turbios y las lenguas podridas en infecciones colosales.

Hacía un frío terrible, mi bufanda estaba perdida y mi cuello se resentía con las bocanadas de aire intoxicado en polución y ambientadores para váteres de oficina. Lo único limpio que tenía pegado al cuerpo era una camisa blanca que estaba arrugada y manchada con goterones de lejía tibia. Y mis bolsillos estaban vacíos, agujereados con las desilusiones del día a día, los sueños: muertos en combate, entre sábanas sucias y almohadas grasientas. Mis ojos cansados y derrumbados, mis hombros caídos en medio de toda esa porquería, y mis zapatos estaban rotos por las suelas y húmedos porque hace dos días llovió y la humedad no respeta a nadie.

Los niños jugando torpemente en la arena meada, corriendo de un lado a otro: con la mirada llena de emoción y admiración hacia el resto de sus compañeros, y los amigos eran sabandijas alegres y perfumadas con Brumel de etiqueta, sujetos agraciados que se dignaban a salir de casa con su mejor sonrisa.

Y de golpe la frustración del mundo en un sólo acto: que la puerta del portal está rota y no se abre al primer contacto, que el pomo de metal se rompe cuándo uno empuña la mano e intenta girarlo hacia la izquierda. Buscar en los huecos de los bolsillos alguna llave y no encontrar nada. Dar patadas salvajes contra el cristal a ver si se abre y que no haya manera. El mundo era un Cristo corrompido, sodomizado y abatido que sólo buscaba terminar de gotear la última urea de sangre profanada.

Quedar inmóvil antes de salir de casa. Quizá sea una mala idea salir de casa en busca de nuevas esperanzas y sujetos con los que conversar. Lo mejor que puede hacer uno cuándo se despierta de buen humor es volver a dormirse para que así nada corrompa esa ficción descontrolada. Lo mejor que puedes hacer cuándo el día se prolonga desde fuera de la ventana, los niños parecen felices, y hasta sus padres parecen satisfechos con la vida, es cerrar las persianas y no mirarles de cerca porque si lo haces te contagian su basura. No cepillarse los dientes, ni lavarse la cara, que las legañas sean parches para tus ojos, que te ocasionen una ceguera sanadora. Y que te olvides que hay un portal con un pomo que no se abre. Refugiarte en que hace mucho frío cómo para salir y quedarte dormido cinco veces seguidas, que sea de noche y al mirar por la ventana ni una sólo alma confundida, ni un sólo niño correteando, ni perros, ni ratas, sólo gatos negros que buscan refugiarse del frío, y por qué no abrir las ventanas de par en par y que aniden en tu colchón, te contagien su sarna y te quedes petrificado con las manos frías y la boca pastosa: hoy ha sido un día terriblemente horrible y todo me produce urticaria.


*
«La variable humana»

La variable humana siempre se tiene en cuenta cuando uno establece una ecuación en cualquier situación. Dicho de otro modo: El error humano. O en otros términos: lo impredecible que puede aportar un ser humano a cualquier sistema establecido. Sin importar para qué y cómo se determinan sus funciones y su trabajo. A menudo se prefiere omitir esta variable o quitarle peso aproximándose a las posibles acciones que puede resultar factibles en un ser humano, o clasificando los posibles descuidos que puede tener alguien en su trabajo. Para ser explícitos: la mayoría de los accidentes los ocasiona el hombre que está encargado de determinado asunto. Lo que se suele traducir como un simple error humano, algo totalmente impredecible.

En otras circunstancias donde un ser humano es parte de por sí de toda esta ecuación, por no decir que es la ecuación misma, y por ello la pieza más importante, se encuentra uno con una situación complicada y a la vez gratificante: La variable humana en todo su esplendor, y es la que está en juego. El prestigio del sujeto, su beneficio, y su dignidad se pueden ver violentados si él es predecible. Ahora bien, la variable humana que sirvió para justificar cualquier accidente o error laboral se convierte en una virtud o una desgracia para el individuo de acuerdo a cómo haya cohibido, o dejado estar su raciocinio o su demencia. Si el sujeto se ve envuelto en un embrollo dónde todas las variables son humanas y lo único que está en peligro es el culo de su novia, este tendrá que determinarse para mantener su condición de simple variable humana o adoptar la variable humana y paranoica.

La paranoia está mal vista por la mayoría de los individuos de nuestra sociedad. No obstante, si se analiza con ferocidad y determinación veremos que lo impredecible se convierte en aliado de lo paranoide. Un sujeto que sólo mantiene su calidad de variable humana se ve sometido a determinados patrones de conducta, deducciones, inducciones, o corazonadas que le abren un marco de acción, pensamiento o incluso de desesperación que lo hacen de por sí un sujeto fácil de anular. Una vez rebasado este punto, si se añade a esta variable el punto paranoico, este tendrá una ventaja sobre el sujeto común: la cavilación movida por el miedo o la desesperación vuelve lúcido al hombre más tranquilo y le hace ver matices contradictorios y perspicaces que en la normalidad de su sueño o su vida cotidiana serían imposible de vislumbrar. Hablo de algo muy sencillo: La paranoia, lejos de ser una enfermedad peligrosa sólo es la clarividencia de los tarados. Y no existe nada más audaz y satisfactorio que un tarado paranoico. Esto sucede porque abre un campo de pensamiento distinto, y aunque esté influenciado por determinada inseguridad, o complicadas asociaciones inútiles, todo este material es valioso. La cavilación nacida de un estado de desesperación y temor es mucho más efectiva que la que surge de una simple alusión a perder algo que te produce un bienestar. En este caso, el culo de tu novia. Y esto es así porque desde siempre el ser humano no ha encontrado inspiración en la normalidad de su vida, sino en el estrés de jugarse algo importante. Esto es posible gracias a que funcionamos por estímulos y peligros: el hombre más gordo del planeta podrá ponerse a saltar a la comba si ello le proporciona después la seguridad de poder comer algún bizcocho de chocolate.

No hablo de que todos los paranoicos sean audaces detectives de los hechos que se les ocultan, sino que su propia condición los hace peligrosos, y a la vez, perspicaces. Ese estado paranoico en gran extremo es perjudicial, pero en una medida relativamente manipulable sólo es un aliciente para el pensamiento más específico. Todo temor humano si es tratado con cierta determinación, aislando lo sobrante o el exceso sólo enriquece cualquier situación. Sucede igual que con las enfermedades mentales: sólo añaden matices que están ocultos para el resto de los sujetos. No es una forma crónica de pensar, sino una determinación (si logras saberlo antes de que te convenzan de que estás enfermo y que sólo traerás decepciones y penas a tu familia) que te hace estar por encima del resto común y complacido con las inclemencias del tiempo, los programas de televisión o la masturbación antes de irse a dormir.

Ahora bien, la variable humana y paranoica sólo produce dos estados evidentemente diferenciados: Por un lado, cierta clarividencia para sospechar o tener en cuenta determinadas situaciones para elaborar una opinión en base de los hechos reales e irreales en el presente inmediato: los que puedes suponer: algo completamente sano porque produce a su vez una determinación para dar pasos en falso y eso sólo ocasiona que te acerques más a lo que estés buscando determinar. Y por otro lado, cierta ceguera que te hacer ver todo con garras violentas, y ojos enfurecidos que pretenden hacerte daño, manipularte y joderte vivo. Quiero decir que esta variable compuesta por la propia naturaleza humana y la condición de un individuo insaciable en cuánto a su guerra es ambivalente. Y en muchos casos, dado el grado de paranoia que se posea sólo produce sufrimiento y un malestar peligroso.

Así mismo, es evidente que un sujeto asustado o paranoide con respecto a su propia naturaleza es peligroso. Si el ser humano, de por sí es impredecible, ¿qué sucede cuándo se le dota de cierta lucidez asombrosa? Sucede que es demasiado impredecible que se vuelve predecible: este sujeto cometerá una estupidez. Y a la vez sucede que lo impredecible que dentro de lo normal va entre unos marcos de conducta (matar o no matar: mandato o sumisión: gritar o callar: quejarse o acomodarse: quedarse con la duda o convencerse de que no hay nada de qué dudar: alterarse o quedarse inmóvil: ganar o perder) se convierte en algo difícil de controlar. No sabrás en qué conducta variará todo por culpa de esa visión extrapolable a la vida cotidiana. No sabes de qué forma se verá influenciada su conducta y a la vez de qué forma descubrirá que hace tres días se han follado el culo de tu novia porque hubo un momento en el que cuándo le preguntaste que cómo fue el trabajo te dijo que bien, pero que no era tan importante, entonces te dices a ti mismo que eso que no es tan importante abarca un gran campo de hechos y sucesos: que uno de los compañeros de trabajo le había invitado a un café, y que se retrasó quince minutos en el lavabo, que apagó la conexión a la red de su terminal móvil, y que ya no se pone los mismos zapatos de siempre, sino que ahora a encontrado divertido usar botas, y que cuándo la ves alegre no es por otra cosa porque después de tener que soportarte y escuchar tus soliloquios aburridos puede irse a joder en otro colchón. También es cierto que todo eso puede ser una exageración, pero, decidme, ¿quién me va a convencer de lo contrario? Ignoro si todo esto es una exageración: pero lo que sí es evidente es que alguien se ha follado el culo de mi novia y ese no he sido yo.


*
«LA TRISTEZA DEL MUNDO Y LAS CHICAS FEAS»

       ¿No te causa tristeza toda esa conglomeración de chicas feas, gordas, defectuosas que quieren echar un polvo; que quieren que alguien les someta, les empuje la cara contra el colchón y después les penetre suavemente, rápidamente, históricamente, grotescamente y levemente hasta terminar extenuadas en la humedad del placer post–coito relamido; y que dicen que esperan encontrar a alguien especial para hacer el amor y que nunca follan porque no hay nadie especial, sino sólo sujetos normales; y así mismo, no te dan ganas de cogerlas a todas en brazos, llevarlas a tu cuarto y después follártelas hasta que se sientan mejor, o por lo menos, un poco más guapas; para que después puedan decir abiertamente que han echado un polvo y que están felices porque es sábado y ayer follaron?




No hay comentarios:

Publicar un comentario