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«HACIA
NUNCA»
De
Larva y Zoón
PRÓLOGO
No
hay prólogo.
PRIMER
CAPÍTULO
I
La
mujer se deja follar con tal de salir indemne. El hombre con chaleco
de pana y bolsillos deshilachados que cuelgan por debajo como
placenta de perro cansado se coloca encima de ella con todo el peso
de su cuerpo, se desabrocha el cinturón, se baja torpemente los
pantalones, y la penetra. Un minuto y medio de embestidas torpes e
inconexas con los dedos de uñas negras dentro de su boca. Un grito
contenido asfixia su respiración acelerada. Después el hombre saca
un cuchillo de cacería, se lo clava en el cuello, en el tronco, en
la manos que luchan por sobrevivir, y cuando la mujer pierde el
conocimiento le roba de su bolsa todo lo poco que tiene. Me quedo
mirando el cuerpo un rato que se hace largo de aburrimiento, soltando
sus últimos oscuros chorros de sangre y lo que supongo que son
sonidos estertores aunque no puedo escucharlos. Pienso que no tendrá
descanso, pues lo más probable es que se la folle muerta el próximo
mendigo que pase. Lo he visto otras veces. Y todas las otras veces me
aburrió.
II
¡Irme,
irme! Ya no sueño sino con eso.
Alejandro
Sawa
Oigo
pasos maniáticos demasiado cerca. Algunas figuras asustadas pasan
fugazmente frente a mi escondite, cruzando como posesas las calles
ardientes, buscando un resquicio de noche para refugiarse. No sé si
son hombres o animales sueltos, así que no me atrevo a salir. Un
momento, ahora ya lo sé: son hombres, puedo distinguir los
murmullos, desde aquí puedo oler lo que queda de sus sueños y de
sus aspiraciones. ¡Qué tensión! Después de tantas películas,
cuando uno lo vive no puede reprimir ciertos deseos repentinos, como
unas palomitas o alguna desoladora escena de amor a la luz de la
desgracia. Escucho sus voces pero no entiendo nada. Van a hacer una
asamblea: están decidiendo mi futuro. Aunque si no son ellos,
alguien lo hará su lugar, alguien tendrá que decidir si matarme o
no, estoy seguro. Esto último lo pienso casi con esperanza, pero
conozco la espantosa verdad. Y ya se alejan…
¡Cómo
iban a encontrarme! Ni hablar, es imposible, con este maravilloso
escondite, llevo tantos días solo que empiezo a odiar estar a salvo.
El sitio que he escogido es perfecto y nadie en su sano juicio me
encontraría, pero pienso en mudarme al cementerio que hay unas
calles más abajo. "Si estás hambriento no te quedes quieto",
me aconsejó aquel hombre medio muerto que se acercó a mí con
sigilosa desesperación la semana pasada, pidiéndome alimento.
Compartimos mi último trozo de carne misteriosa mientras me contaba
su vida. La había dedicado a estudiar a Shakespeare. De hecho, antes
de que todo estallase iba a publicar un artículo que demostraría al
mundo que el emblemático autor jamás existió. Según él, todo un
grupo de extraños escritores amantes del olvido compusieron sus
obras bajo ese seudónimo. Pero ya nadie podrá saberlo. ¡Morirán
engañados! “No importa. To…morrow in the morning, that is the
question”, me dijo con una sonrisa mordaz antes de desaparecer
entre una densa niebla amarilla donde se oía llorar a un bebé.
III
El
viejo ha encendido otra vez su televisor. Aquí no hay señal desde
hace semanas, pero él repite todos los días la estúpida pantomima
de encender el televisor y luego dar un ronco alarido de sarcástica
indignación. Toda su familia ha palmado, pero lo que más le
preocupa e irrita al viejo es no poder ver sus programas favoritos en
televisión. Programas que ni siquiera le gustaban, lo único que
hacía era criticarlos. Por Dios, en ningún puto lugar creo que
estén dando programas en la televisión, como mucho el telediario,
que encima estará tan aburrido como lo estaba antes. Y ahora,
además, por culpa de la evidente quietud de la situación –apenas
tenemos nada que hacer, más que pasarnos los días enflaqueciendo en
la cama–, su rutina de cada día consiste en decirme a mí lo que
cojones tengo que hacer sólo para después enseñarme él cómo se
hace de verdad bien. Tiene en el piso unos cien libros, pero él
viejo no lee nunca, ni siquiera ahora, sólo sabe protestar por la
ignorancia de los demás. Yo los leería de no tener que estar atento
cada segundo de mi tiempo a sus insólitos caprichos de viejo.
Bastante tengo con salir de casa a buscar comida todas las mañanas
para encima soportar malos tratos de un viejo borracho que ha vivido
demasiado. Camino por los parques, entro a los pisos, saqueo tiendas,
pero apenas encuentro nunca nada. Se lo han llevado todo, esos hijos
de puta.
SEGUNDO
CAPÍTULO
I
He
decidido ir al depósito almacén a recoger unos cuantos sobres de
café para preparar un poco ahora que no pasa nada. Por el camino
escucho la música monótona de mis pasos sobre las frescas baldosas
de porcelana: me encanta tener limpio este lugar. Llego al almacén,
aprovecho el viaje para sorber un poco de agua de una de las miles de
botellas de agua mineral, recojo los sobres, lo dejo todo en un carro
que siempre traigo conmigo, y lo empujo hasta la cocina iluminada por
dos tubos fluorescentes. El café dentro del primer cajón de la
encima de acero inoxidable, las botellas, en cambio, sobre ésta, al
lado del frigorífico pegado contra las baldosas simples. Pero en el
transcurso del viaje he cambiado de opinión: no me apetece café.
Saco una bolsa de patatas marca blanca de un estante, me sirvo un
refresco de cola, abro allí mismo la lata, vierto el contenido sobre
uno de los vasos limpios de tubo de la vajilla hasta llenarlo pero
sin que la lata se vacíe, dejo la lata encima de la encimera con un
poco de líquido aún, y regreso al observatorio para contemplar las
pantallas. Son las ocho y veinte de la mañana. Todavía no he
dormido nada. Es lunes. Estamos en septiembre.
II
Enfermo
en un viaje;
Mis
sueños vagan
Sobre
un páramo seco.
MATSUO
BASHÔ
Hoy
amaneció otro día sin cielo, sincero y desalmado, y después vendrá
otra noche, la misma noche llevándoselo todo por delante. Las nubes
son rojas y el cielo negro, pero aún es pronto y tengo que darme
prisa. He escogido el momento más silencioso para salir, y camino
calle abajo entre las ruinas pálidas envueltas en humo y llamas
solitarias. En la distancia suenan disparos, aullidos, motores y
explosiones. Me miro obsesivamente en todos los cristales y noto mi
cara desvanecerse profundamente. Pienso sin querer en mi pasado. Me
repugna recordarme. ¡Pero mira en qué te convertiste…! Tu pasado
no te reconoce. Has vagado toda tu vida contemplando tu propia
imaginación hueca y ahora suplicas para tus adentros que no quieres
morirte. No sé cómo demonios puedes seguir apostando por ese odioso
cuerpecillo. Eres un misterio patético. Recuerda aquel asesino que
ni siquiera te mató, hace unos días. Ahora ya sabes cómo
desperdiciaste tu vida, la pasaste entera postrado entre las demás
putas, oculto como ahora, bien untado en miradas polvorientas y
serviciales, farfullando cantinelas y respondiendo sí y no cuando
era oportuno. Pasaste demasiados años sumergido en las calles
durmientes y espectaculares de la ciudad, mirando el cansancio de los
hombres. Mírate a ti ahora en ese cristal, lentísimo suicida, ha
llegado tu hora, sabes que lo más doloroso es que tu alma no
envejeció ni un poquito, ni un ápice se movió esa gran fortaleza
vacía de tu pensamiento, y te encuentras ahora buscándote
consternado, tratando de valer la pena, mirando el vuelo deshecho de
los pájaros con la desesperación fría del que se sorprende
tratando de sobrevivir. ¡Estás vacío! Tienes que aceptarlo para al
menos morir en paz, porque tu fin está al caer, y la vida no te
habrá dado ningún recuerdo con el que deleitarte durante los
últimos instantes, ni una música feroz que bendiga los espasmos de
tu sombra agonizante, sólo brillarás muerto, sólo lucirás
cadáver, y ni siquiera serás tú, y nadie va a encontrar tu cuerpo,
y si lo hacen, todo el prestigio del primer y último débil homenaje
será para tu piel pudriéndose mezquina y sin dueño…
III
He
decidido que el viejo me odia y que, como yo también le odio a él,
voy a prenderle fuego a su librería. Llevo días preparándome:
estoy siendo amable con él hasta la demencia, y debajo de la cama
escondo víveres y cosas útiles para cuando tenga que largarme de la
casa en llamas. Mientras escribo esto el sol resbala entre el cielo
oxidado y ese asqueroso charco de arrugas trata de arreglar la
televisión, sin darse cuenta de que lo que está roto es el mundo
entero. Cuando le dé su merecido chillará de rabia y de dolor pero
comprenderá dónde está la sabiduría: en los cojones. El que tiene
más cojones gana, y ese soy yo, mi corazón es el polo norte y
pienso matar a todos los viejos que se pongan en mi camino. Todo el
tiempo quiero llorar y no puedo, y encima ayer soltó un comentario
que me hizo sospechar lo peor. Para abrir gentilmente la conversación
le dije que íbamos a morir todos, a lo que él respondió: “yo no
moriré sin que me beses el culo”. Puedo soportarlo todo menos eso.
¡Viejo marica!
TERCER
CAPÍTULO
I
Una
planicie árida se abre resplandeciente bajo la furia del sol del
mediodía en dios sabe dónde. La cámara enfoca desde algún sitio
recóndito en el cielo. Dos hombres planean escondidos detrás de
unos coches destartalados el asalto a un grupo de siete personas con
carros y mochilas, un niño, dos hombres y cuatro mujeres. Los
hombres ocultos tras los metales tienen unos rifles de asalto que
habrán tomado prestados de una comisaría o incluso de una armería
para lunáticos del mundo anterior. Cuando el grupo se coloca en
paralelo a los coches cada uno de los hombres sale por un extremo
diferente: primero uno que advierte con aullidos al grupo y luego
otro que los acorrala por la espalda. Les piden que arrojen al suelo
todas sus pertenencias. El grupo accede pacíficamente. Los hombres
abren fuego. Un bonito espectáculo de fuegos artificiales bajo el
sol furioso del mediodía en dios sabe dónde. Sobrevive un niño:
sólo lo han herido superficialmente. Uno de los hombres, el más
varonil de ambos, se acerca al chico, le mete la punta de su rifle en
la boca, hace como que se la folla con movimientos que el niño no
encuentra sensuales sino terroríficos, y entonces dispara. Es
emocionante observar el cráneo reventado a su espalda, dejando todo
un reguero de sangre y sesos esparcidos por el suelo que arde. Los
hombres registran las mochilas, los carros y los bolsillos de sus
presas. También es emocionante la cooperación humana. Es probable
que esos hombres no se conocieran de nada antes del fin del mundo. Y
ahora mírenlos asesinando juntos como si fuesen hermanos. El hombre
es bueno por naturaleza, hablen lo que hablen los misántropos, que
aquí están todos muertos.
Cambio
de canal en una de las miles de pantallas: Una señora se baña
desnuda en un río manso, es imposible que se ahogue. Cambio de canal
en esa misma pantalla: Unos niños hacen de rabiar a unos perros
flacos en el jardín algo descuidado de una casa saqueada: los perros
son cachorros, totalmente inofensivos. Cambio de canal en esa misma
pantalla: Dos coches acaban de estrellarse mientras huía cada uno
por su cuenta dios sabe de qué. Uno de los conductores sale mareado
de su coche y apea al otro del suyo, le da unas patadas en las
costillas, se sube al coche, da marcha atrás pasando una de las
ruedas sobre el cuerpo del conductor apaleado y escapa a toda
velocidad. Una camioneta pintada con colores de guerra llega a la
escena. Dos militares hablan entre ellos encima del cuerpo sollozante
del conductor apaleado y atropellado y ahora también espiado. Uno de
los militares se agacha para decirle algo. Los dos militares
intercambian luego serias miradas anodinas, suben a su furgoneta y
marchan detrás del hombre fugado dejando abandonado a su suerte al
pobre tipo apelado y atropellado por un desconocido del que no podrá
ni siquiera vengarse antes de morir de cualquier forma...
… ¿Dónde
ha quedado la generosidad del tiro de gracia?, me pregunto mientras
devoro mis patatas y bebo a pequeños sorbos mi refrescante bebida de
cola, con los ojos enrojecidos como platos y los dedos grasientos
llenos de diminutos granos de sal que irritan mis fosas nasales.
Necesito limpiarme. Camino hasta uno de los cinco cuartos de baño
con baldosas de cerámica de niebla en tono cerúleo recorridas por
una cenefa blanca con flores en color ultramar sobre el metro
cuarenta de altura. Me limpio en la pila con agua tibia, dejo correr
el agua mientras me empapo la cara. Me observo en el espejo justo en
frente de mí, abro la boca, acerco mi rostro al cristal, miro las
encías que parecen retroceder, me busco síntomas de alopecia en las
entradas o en la frente, dejo los dedos pasar entre los cabellos,
entre los cuales se levantan unos cuantos, me peino con cuidado de no
perder más, seco mi rostro con la toalla, recojo un poco de papel
higiénico y regreso al observatorio pensando en el problema
filosófico de la eutanasia.
II
¡Una
televisión encendida! ¡El telediario de hoy! Me echo a llorar de la
emoción al ver a esas personas anunciar de nuevo el fin del mundo
con voz tibia y monótona. Aparecen imágenes aterradoras. En estos
tiempos los paisajes parecen pensamientos. Se exageran, se caen, ante
ellos sólo queremos dormir y sollozar. Ese niño moreno corría por
la playa con una mueca desencajada de horror, mirando una flota de
barcos alejarse impávida por el mar. A su espalda los habitantes de
su pueblo se precipitaban fuera de las casas envueltas en llamas.
Algunos cuerpos también ardían. El niño fue adentrándose despacio
en las olas gélidas de la tarde y sus pasos parecían
entremezclarse. En sus ojos pude atisbar por un instante el brillo
salvaje del que siente los horizontes desaparecer.
He
llegado al cementerio. Hay cuerpos por todas partes, incluso fuera de
las tumbas. Estoy en Nunca, esto es el destino.
III
Los
días son como una escala de la monotonía de mi asco. El asco
infinito que me produce el viejo, que cada día se hace más intenso:
¿qué no podré hacer con él si hasta mis manos son ahora
simulacros de crímenes? Me obliga a buscar todos los días la comida
en las calles frías, peligrosas, hediondas, con infecciones de
basura por doquier, traerle cigarrillos y también alcohol. El viejo
quiere que dispense su lento suicidio por cirrosis o cáncer de
pulmón, que sacrifique mi vida sólo para que él se pueda adaptar
al fin de los tiempos. He dejado de fumar porque no le gusta
compartir: lo quiere todo para él. Pienso si no debería arrojarme
por la ventana de este tercer piso ahora que la lluvia parece a punto
de gotear sobre el cemento como alaridos o como diamantes: necesito
que mi sangre caliente se difumine con la lluvia púrpura y
estremezca las calles, colándose definitivamente por las
alcantarillas abismales. Le he hablado al viejo de esto, en un
momento de intensa debilidad. Me ha respondido que el suicidio es una
mariconada. Y que si no tengo el valor suficiente para ser un hombre
de verdad. Pero esto es un error o incluso una falacia, ¿cómo puedo
ser un hombre falso si están muertos todos los demás? Él es quien
no sobrevivirá sin mí. Pero no, no viejo, no me iré a ninguna
parte ni quemaré nada todavía. Esta ahora también es mi casa: la
he cuidado de no pudrirte irremediablemente en sus entrañas.
En
el cielo las nubes más sórdidas se reúnen incontinentes para
soltar una buena descarga, lo veo venir: todo está de color gris
oscuro desafiante. Se lo he anunciado al viejo: “Va a llover una
barbaridad”. Y me ha respondido: “Bah, bah, bah, tú que coño
sabrás”.
Luego
de protestar solo durante horas sobre el televisor estropeado el
viejo se ha quedado dormido en el salón, hacia las dos de la mañana,
escuchando llover estrepitosamente. Lo he estado mirando un rato,
desde una silla, hasta que he decidido esperar sentado a su lado en
el sofá, pensando en estrangularlo. Pero entonces, justo cuando iba
a hacerlo, se ha despertado y me ha preguntado: “¿se la has
chupado a un hombre alguna vez?”.
CUARTO
CAPÍTULO
I
Todos
los filósofos han creído conocer la auténtica capacidad para el
mal que puede el hombre. Más de uno, incluso, se había atrevido en
su ignorancia infame a objetar que existiera algún mal en el
instinto humano, poniendo a disposición de tales tesis miles de
sofismas que sería pesado mencionar. No obstante, cuando sucedió
todo esto, los malos filósofos no dieron crédito a lo que veían
sus ojos de idiotas que no saben contemplar la vida, sino sólo unos
pocos libros siniestros que consideraban importantes. Parece como si
hubiesen creído que sus propias denuncias eran falsas o exageradas y
que, al verse totalmente superadas, esperasen que algún tipo de
entidad se presentase para advertirnos de que todo había sido una
mala broma, da igual si de Dios, una Sociedad Secreta Paramilitar o
el Estado. Lo cierto es que toda incredulidad es, en primera
instancia, una desesperación metafísica; pues ¿habrá más
desesperación que para buscar a Dios?
El
odio me consume: mi hálito está perfumado de cloaca: estoy
corrompido hasta los tuétanos. Toda la miseria del mundo se presenta
ante mis ojos como una marea sórdida que me arrastrase hacia un
acantilado; me recreo ante el sufrimiento porque he adquirido la
sabiduría total: nadie sabe más. Conque, ¿así se siente Dios?
¿feliz? No, no es felicidad: es euforia cansada.
II
¿Quién
no es un esclavo?
Moby
Dick, Herman Melville
Tengo
voces dentro, lo juro. ¡Ay de mí! Tengo tantas voces que los
muertos de este cementerio me dan vergüenza ajena. Me comí a dos de
mis divinidades: ya no paso hambre. Me he acostumbrado al hedor de la
putrefacción, he aprendido a hacer fuego como los antiguos (santos)
cavernícolas, y también dibujo mis pequeñas mitologías personales
en las tumbas y en las paredes. Soy politeísta. En cada sepulcro
duerme como loco un dios, y yo desfilo de uno a otro, embriagado.
Cuando consulto a Avisheena, la diosa de los escaparates pasados, los
ojos se me llenan de lágrimas y vomito magia pesadamente mientras
miro mi carnet de identidad y le grito mi nombre a los insectos que
se deslizan por todas partes. Otras veces, mientras me acosan mil
sombras a las que solamente veo de reojo, discuto con Lappi, el dios
fatigado, sobre las ventajas y los inconvenientes del suicidio. Al
final me hace un examen que siempre suspendo. Sé que todos son
mentira, pero su hermosura desbarata mis planes y en seguida hablo
ciegamente con ellos, que me acompañan y me cuidan día y noche. Me
extraña mucho que no me haya encontrado nadie aún, aquí borracho
de frío, necesitado de amor en el apocalipsis.
(Mentira,
hace unos días una mujer interrumpió mi soledad. Se asomó a la
puerta del cementerio, y al verme tumbado en el suelo debió pensar
que estaba muerto como los demás. Menos mal que sucedió así,
porque habría salido despavorida de haber visto mis ojos enormes
todavía vivos y mis pasos oscilantes como de fantasma. Dejé que me
creyera muerto para verla de cerca. En efecto, ella no era tonta y
decidió quedarse en mi imperio. Se internó poco a poco, avanzando
entre las tumbas con expresión casi soñadora, y pronto empezó a
interesarse por mis dibujos: se arrodillaba a mirarlos, los tocaba, y
yo sentía que iba a morirme de orgullo. Ladeé la cabeza para
observarla mejor. Era una belleza andante, rubísima y desnutrida. Al
pasar junto a mí su larga melena me rozó, como un espíritu de oro
vivo. No pude contenerme. Salté sobre ella con una sonrisa y la cogí
en volandas. Ella se desmayó en mis brazos después de articular una
mueca de pánico indescriptible, que me desalentó por completo
e hizo que la soltara. Cuando despertó pude ver las pesadillas aún
flotando en sus ojos. Me miró (mi aspecto debía de ser lamentable)
y se fue muy despacio mientras yo murmuraba: No…)
Adiós,
mis dioses queridos, aquí nos separamos. Pongo rumbo al mar, estoy
persiguiendo a la mujer de mis sueños. Cuentan que hay barcos que
recogen a la gente limpia y se la llevan a ciudades improvisadas mar
adentro. La tierra ya no es segura, los que se quedan ya no son más
que seres hundidos y coléricos que me asustan cada vez más.
III
Mamá,
dondequiera que estés: lo siento. Lo hice, se la chupé a este viejo
asqueroso y luego, cuando estaba echado en el sofá deleitándose con
sus horribles recuerdos, le golpeé en la nuca con el televisor
gritando “¡Yo no se la chupo a nadie!” Entonces él aulló, sonó
un crujido dentro de su cráneo y se desplomó. Desde debajo de su
cabeza un oscuro charquito de sangre va arrastrándose en todas
direcciones. No soy capaz de encontrar su pulso pero de vez en cuando
le dan diminutas convulsiones y suelta algo parecido a suspiros. Dios
mío, que le jodan, estoy demasiado triste como para preocuparme por
un muerto que respira.
Me
dormí y acabo de despertar sobresaltado por las esperanzas de que
todo hubiera sido un sueño. Soñé que el viejo no acababa nunca de
morirse y yo le pisaba la cara gritando “¿te vas a morir o no?”.
Pero ahí sigue, con ese gesto extraño de los desaparecidos. La casa
ya no es un refugio si estoy solo. Mis ojos se ahogan en las paredes
y cada trasto parece hablarme de tiempos mejores e incluso inertes
¡Necesito salir de aquí! Me asusta lo que pienso sin querer. Para
matar el rato he ido arrancando páginas de sus libros y las he
colocado encima de su cuerpo. Todavía tengo en la boca ese sabor
sucio y prohibido. Creo que se la voy a chupar otra vez, a ver si
despierta…
QUINTO
CAPÍTULO
I
Una
intersección en una gran ciudad que me parece que es Londres o como
mínimo Inglaterra pero que como no he estado nunca no puedo
determinar. Un coche saqueado en medio de la carretera: se han
llevado todo: motor, ruedas, puertas, asientos. Un niño llega
corriendo, asfixiado, se detiene, mira hacia todos los lados, abre el
maletero y se esconde dentro. Una multitud febril sudorosa de
adolescentes desharrapados con machetes que tienen entre doce y
veinte años rodea el coche. Lo han visto entrar, lo sé porque uno
de ellos que es el más pequeño del grupo con diferencia está
señalando el maletero en silencio mientras se cubre la fétida boca
picada con la otra mano. Uno de los chicos más desarrollados da unas
órdenes y en seguida el más pequeño se marcha corriendo de la
escena. Otros dos de ellos se sientan sobre la tapa del maletero
atrapando a su presa y montando lo que supongo es un gran estrépito.
Son como hienas, riendo, chillando, golpeando el aluminio, haciendo
burlas, gestos obscenos que el niño no puede disfrutar porque está
dentro, en la oscuridad. Ahora imagino que el niño que está dentro
se ha dado cuenta de que lo han encontrado, tendrá miedo, estará
asustado, llorará: esto se pone interesante: pienso si debería
masturbarme. La escena marcha en deriva agónica durante varios
minutos hasta que regresa el niño más pequeño con un bidón de
gasolina que cede al líder y un encendedor que cualquier otro de
entre la jauría le arrebata de un empujón. Abren la puerta, golpean
al niño que está dentro porque lucha tratando de escapar, consiguen
rociarle con la gasolina, le prenden fuego con el encendedor, cierran
el maletero, varios saltan encima, otro se saca la camiseta porque
está ardiendo, y el resto de la manada lo celebra dando palmas,
saltos y aullidos. El humo se filtra hacia el exterior. Los niños
que bloquean su salida saltan del coche porque les quema. Se abre el
maletero. Decenas de llamaradas escupen sus muñones al cielo. Un
cuerpo infantil tostado se agita dentro hasta que deja de hacerlo.
Las llamas insisten: tienen hambre: se alimentan de todo.
Están
quemando muertos en los aparcamientos de un hospital público. Por la
boca de la salida no dejan de salir carros con muertos sin cubrir
para ahorrar sábanas o porque se les han gastado, todos ellos
pálidos, resecos, con asquerosas pústulas por todo el cuerpo. Están
quemando muertos en los aparcamientos de un hospital público, me
rasco la espalda por debajo del albornoz beis con rayas lilas y tacto
de terciopelo, y me percato de que me he terminado todas las patatas
pero aun me queda un poco de refresco de cola que sorbo sin miedo.
Están quemando más muertos en los aparcamientos de un hospital
público, los muertos no cesan de arder, la muerte vestida con frac
de seda está hambrienta y nos reclama como su alimento esencial.
Salen enfermeros, médicos, los pocos que se han quedado. Uno de
ellos cae al suelo y escupe su desesperación con sangre inefable. El
esputo en el suelo de cemento del aparcamiento parece un caldo de
pollo para perros con sarna. Todos pasan por su lado sin tocarlo pero
evitan pisar su espalda: toda una obra de caridad. Los hospitales son
el mejor lugar del mundo para evitar que te pisen la espalda: el
infierno de las contracturas.
Una
oficina típica con todos los papeles volcados, cristales en el
suelo, la papelera colmada de vasos de plástico, las sillas
descolocadas. Un hombre en su ordenador parece estar trabajando.
Tiene cucarachas muertas como migas de pan infames en la barba de dos
meses sin afeitar. Pienso que en su otra vida fue un mendigo tarado:
ahora en cambio es un trabajador puntual. Lo miro teclear como una
tempestad. Tiene furia, diligencia, talento; es aplicado, minucioso,
insaciable; es ambicioso, confiable, responsable. Sus ojos dicen que
la locura es el paraíso en la desesperación. Si el ordenador no
estuviera desenchufado, me moriría por saber lo que está
escribiendo.
Un
cementerio, jardines descuidados, árboles disecados, flores
marchitas. Cuerpos podridos fuera de las tumbas, apestando,
arrodillados ante las sepulturas o mortalmente apoyados en las
lápidas, con sus mejores trajes, como si hubiesen ido a morirse
junto a sus seres queridos fallecidos mucho tiempo antes, incapaces
de continuar adelante, de luchar, de olvidar. Los sepulcros presentan
decorados enfermos de dioses desconocidos, símbolos religiosos o
falos enormes penetrando vacíos cósmicos. Un cuerpo flaco se mece
entre los restos de un montón de cuerpos apilados. Un niño rubio de
ojos claros que sale del infierno para matar el tiempo mordiéndose
las uñas. Se alimenta de filetes humanos crudos, bebe sus resecos
jugos gástricos y baila después con la luna llena disecada como un
retrato anciano en lo alto de su cielo oscuro condenado a la
oscuridad.
El
interior de un autobús bajo el agua tenebrosa de un pantano o algo
así. La cámara está enfocando en ángulo picado desde el último
asiento en la esquina trasera en el lado contrario al conductor. Los
cadáveres que no se pusieron el cinturón flotan mecidos por la
tenue marea. Son como panes arrojados a los cisnes. Trato de añadirle
más luminosidad porque la oscuridad del lugar apenas me deja
distinguir nada, así que toco varios botones del mando a distancia
por probar y descubro varias cosas: a) un botón te proporciona la
dirección exacta donde está situada la cámara junto al huso
horario del país en que está filmando b) otro botón te da la
información correspondiente al tipo de cámara, si es de un
satélite, cámara de vigilancia estatal, seguridad privada, cámara
oculta, o incluso cámaras situadas en drones inactivos que han
quedado tendidos en el suelo o en lugares estratégicos como copas de
árboles o cables de telefonía fija c) también se pueden acercar o
girar algunas de las cámaras.
Celdas
de aislamiento en el Centro Penitenciario La Reforma en Costa Rica.
Los cuerpos de los presos muertos por inanición. Salto de una celda
a otra hasta que encuentro una en donde aparecen dos hombres muertos
en la oscuridad de una fosa séptica. Uno de los muertos tumbado
sobre la cama parece reciente, de no más de un par de meses,
mientras que el otro del que sólo permanecen los huesos rojos con un
poco de pellejo ennegrecido por encima parece llevar unos cuatro
meses muerto. Los dos están desnudos porque en su desesperación
llegaron a comerse incluso las telas de sus uniformes, también las
sábanas, y se deduce por la escena la intención evidente de comerse
hasta el colchón hecho jirones. Restos de orina, tripas y heces por
las cuatro esquinas: eran delincuentes ordenados.
II
Finalmente
la alcancé, y después de balbucear hasta convencerla de mi
inocencia, me ha permitido viajar con ella. Ahora caminamos en
silencio, mirándonos de reojo y sonriendo de vez en cuando. Jamás
aparece un sólo tema de conversación, y yo lo prefiero así. Aunque
no tenemos ánimos para expresar pensamientos concretos, el silencio
se va cargando de juegos extraños. Todas nuestras bromas son mudas y
culminan cuando cae el sol. Por las noches, el frío resulta muy
incómodo y las pasamos desnudos, abrazados bajo una manta.
Generalmente, mi erección funciona como núcleo de calor hasta que
nos dormimos.
Tiene
una pistola con una bala, y a veces juega a apuntar al horizonte.
Finge que dispara hacia el fondo, y yo me retuerzo como si,
milagrosamente, hubiera recibido ese disparo. Cierro los ojos. Pero
hay un paso, otro paso, otro paso… Callamos. Igual estamos
amándonos, no sé. Esta vida no es ninguna genialidad, ni siquiera
en el fin de los tiempos.
¡Al
fin! El mar acaba de aparecer en la distancia y nos hemos quedado
absortos mirando la zambullida del sol, que está ensangrentando las
olas. Un lento mediodía va salpicándose de estrellas y de rubores
moribundos. ¡Qué forma de olvidarse es mirar el mar! A su lado
empalidecen pueblos vacíos y carreteras que ya no ronronean, como la
que nosotros seguimos…
Pasamos
junto a una fila de cráteres inmensos en cuyo fondo burbujean
líquidos de colores absurdos. ¡Estoy feliz! Abrazo a mi compañera
mientras nos arrullan el ruido de las explosiones y los gritos a lo
lejos, y me siento ligero, curtido, casi cruel. Ella me grita algo en
su idioma. Parece verdaderamente exaltada, como presa de una emoción
incombustible, da saltitos ridículos, ríe, se me abraza y señala
hacia el mar por el que cae el sol. Ahora tiene los ojos llenos de
lágrimas y me mira, esta vez con una fijeza sobrenatural y
desgarrada. No lo entiendo. De pronto, echa a correr por la carretera
como alma que lleva el diablo, y no se detiene, terminando por
perderse en la distancia. Como está en mucha mejor forma física que
yo, y me siento incapaz de seguirle, me acuesto en el asfalto, lloro
algunas lágrimas sin origen y me duermo en seguida. Con suerte,
mañana me encontraré con el mar y con ella.
III
Ahora
el televisor funciona. Pero el viejo sigue muriéndose, como
torturando sus últimos días entre agonías para hacer que me
arrepienta. Está tirado en el sofá, con sucias vendas que saqué de
un contenedor de basura que rodean la circunferencia de su cráneo,
ocultando su rostro desfigurado por los golpes. Se pasa todo el día
viendo películas asiáticas en blanco y negro que emite un canal de
televisión internacional, el único con señal en todo el mundo.
Mira el televisor con su ojo derecho enrojecido y las bolsas de
debajo flácida e hinchada a través de un hueco de azul marino casi
cristal en el vendaje. Me parece que sufre algún tipo de trastorno
porque se ríe de las palabras que no entiende y se emociona con las
escenas mil veces repetidas de chinos o mongoles haciendo cosas
extrañas. En sus momentos de lucidez me insulta, me pide que me
largue de su piso. Yo, como no lo quiero enfadar, salgo del salón y
me encierro en mi cuarto hasta que se duerme o se desmaya. No
sobreviviría sin mí. Anoche mientras perdió el conocimiento le
eché alcohol en las brechas y se las cosí con una grapadora, luego
le volví a colocar el vendaje. Me asusta su imagen por las noches,
se me aparece en las pesadillas queriendo vengarse: intenta prender
fuego a la casa con nosotros dentro. El viejo de mis pesadillas es un
hijo de puta rencoroso que no teme las consecuencias de sus acciones;
no me cae bien.
Cuando
me aburro le apago el televisor para que llore. Luego se lo enciendo
y me da las gracias como un tonto. He salido a buscar comida, como
siempre, pero no encuentro nada. Temo alejarme y perderme. La
situación es desesperada. Hace dos días que no encuentro nada
comestible. Estoy empezando a comerme las vendas sucias del viejo
empapadas en sudor, sangre y alcohol. La cara que le nace me
repugna... Pero a veces me siento orgulloso de mi furia: yo le hice
eso. Hace un rato me ha pillado en uno de sus momentos de lucidez
mirándole las costillas con ojos de apetito... Me ha dicho que me
fuera de su casa tomar por el culo de una puta vez. Ahora sé que
nunca nos podremos separar.
SEXTO
CAPÍTULO
I
Son
las cinco en punto de la tarde. Todavía no he dormido nada. Es
lunes. Estamos en septiembre. Vivo únicamente porque no me cuesta
apenas nada hacerlo: en el momento en que vivir se convirtiese en una
prueba, moriría sin remedio. Respirar es un triste capricho
inoportuno. Una máquina podría hacer lo mismo que yo sin necesidad
de una consciencia. Mi mente es de escasa utilidad ahora mismo...
He
dejado las cámaras un instante para leer un rato. «El
insomnio es una lucidez vertiginosa que convertiría el paraíso en
un lugar de tortura».
¿Por qué está gente decidió que aquí dentro también iban a
necesitar un poco de pesimismo? En el infierno no se le poesía: se
cantan gritos de dolor, se bailan temblores de pánico, se festejan
tumores de ácido sulfhídrico. Somos personas morbosas, todos y cada
uno de nosotros, pero nos lo negamos; y mientras, continuamos
asomándonos al abismo. «¡Si
él no hubiera mirado hacia abajo!».
II
Inexplicablemente,
me despierto solo en el amanecer, y entonces me acuerdo de que la he
perdido. Al mirar a mi alrededor, descubro que la echo de menos hasta
la agonía. La suya es una ausencia en la que todo yo fracaso, ¡y no
lo he sabido hasta ahora!. Necesito verla cuanto antes, que se
materialice delante de mí y que nuestros ojos se encuentren de
nuevo, para comprobar que el mundo puede continuar. Me lanzo a
caminar con furia hacia delante, y durante horas mi mente no articula
movimiento alguno, no late en ella ni la más mínima idea. Sólo
existen mis ojos fijos en el mar, y mis pasos que en realidad son la
fe de tropezar con ese ángel rubio cuanto antes.
¡Alto!
Hay algo tirado a lo lejos, en mitad de la carretera. Me mareo, rompo
a llorar ante eso que sólo es una mancha en la distancia, pero que
mi miedo ya ha reconocido. Cuando llego hasta allí, mis sospechas se
confirman: es ella. Se ha pegado un tiro. Oigo ruido a lo lejos,
levanto la vista. El mar brilla frente a mí horriblemente cerca, a
menos de un kilómetro, y delante de la playa hay tres barcos enormes
que recogen a la gente para ponerla a salvo. En la arena se ven
multitudes congregadas entorno a fogatas. Oigo música y vítores.
Agarro la pistola y, sin mirar a mi amor, camino hacia ellos.
III
Si
me comparo con los cadáveres amarillentos que llenan las calles,
encuentro que la vida es algo hermoso y lleno de matices. Los muertos
no cotillean y están perfectamente subyugados, como si formaran el
ejército más idiota. Los muertos, en definitiva, son esclavos del
sistema, pero yo estoy seguro de ser libre, aquí con el viejo: soy
el hombre más noble que queda sobre la tierra, y moriré de
misericordia. ¿Por qué digo esto? Pues porque, aunque hace cuatro
días que no pruebo bocado, me niego a rebajarme comiéndome a la
persona que yace moribunda en el suelo del salón. Él y yo estamos
juntos en esto. Anteayer encontré una cámara de fotos y me paso las
horas hambrientas fotografiando al viejo para no comérmelo. No
pienso hacerlo, no pienso hacerlo. A veces, como poseído, lo acecho
sin ningún motivo concreto, y él, al adivinar mi presencia, se
lamenta temblorosamente y emite ligeros quejidos. Otras veces intento
decir algo esperanzador, pero sólo consigo llorar y señalar
febrilmente su herida en la cabeza. Él ya no entiende nada, sólo
mira la tele y se acaricia el estómago con cara de pena.
Aunque
he decidido que quiero ser alguien con principios, me ha sucedido
algo perturbador, y no sé si podré seguir sin matarlo. Hace unas
horas salí a duras penas por la puerta, en un último intento por
encontrar comida. Sin ningún cuidado he recorrido calles y calles,
deseando recibir un disparo en la cabeza, y lo único que he
encontrado han sido ruinas incendiadas, desesperación y demás cosas
incomestibles. “El aire está podrido y desconsolado” he oído
murmurar en una esquina, y cuando me he girado había un grupo de
fantasmas cadavéricos apretados en torno a una hoguera. El que había
pronunciado esas palabras debía ser su líder porque llevaba en la
cabeza una corona de plástico donde estaba escrita la palabra
“poeta”. Poetas y locos infectos, sólo ellos sobrevivirían a
esto, pero nunca alguien honorable como yo. El caso es que de pronto
uno de ellos me ha mirado y ha exclamado “¡tienes que matarlo!”,
y después todos a coro “¡pero hombre, venga, mátalo!”, “¡acaba
con él!”. Y yo he huido, pensativo.
SÉPTIMO
CAPÍTULO
I
DIOS
NO PERDONA está
escrito en pintura roja corrida hacia el suelo con lentos riachuelos
desamparados en una de las paredes del Observatorio Astronómico
Nacional de Colombia en Bogotá. Una congregación de religiosos
liderados por un sacerdote sin hábito está saqueando el lugar,
pintando cruces, prendiendo fuego: lo correcto: el bien supremo: la
lucha por la eterna salvación de nuestras almas. En la entrada del
museo encuentro el cuerpo recién quemado de un hereje, lleno de
pústulas, costras y pellejos negros que humean como aceite ardiendo.
Un hombre piadoso le da la extremaunción y le rocía con agua
bendita por encima pero cuando el cuerpo blasfemo sufre un espasmo
que lo asusta saca una escopeta y lo remata de un disparo en el
cráneo para enviarlo de vuelta al camino recto, donde el reino de
dios, ese dios que no perdona, y que deja manchas de sustancias
espesas y reblandecidas sobre el cemento.
Una
calle bajo una carpa que protege del verano. Basura amontonada por
las esquinas que tuercen hacia callejones sin salida. Una mujer pare
un agujero negro de llanto espasmódico. Todos sus huesos tiritan en
baile con el pellejo contraído por el cansancio que lo es porque
brota de sus ojos grises como ciénagas apestadas de miasmas. Un
hombre la echa sobre sus espaldas abandonando al feto muerto entre
montones de basura. Nadie entierra bebés muertos pudiendo robar un
poco de basura antes.
Buitres
sobrevolando en lo alto del cielo despoblado de nubes bajo el sol
rojo en el desierto de Baja California en México con caras ocultas
en la arena que disparan en ráfagas incesantes el reflejo del sol
como papeles en blanco. Los buitres bajan a la tierra ocre repleta de
pequeñas piedras resecas y sahuarios pálidos con sus alas abiertas
como una noche anatómica que lo infectase todo bajo sus cuerpos
hambrientos. Los buitres picotean los ojos, las narices, las orejas,
los pómulos, los labios, de los muertos que se descubren decapitados
cuando logran por fin ser desenterrados. Son cientos de seres
decapitados que los buitres se disputan furiosos. La piel es lo
primero que cede al bocado impaciente. Luego la carne de las mejillas
o de la frente desaparece para descubrir la calavera mellada que se
escondía detrás del pelo o la epidermis tratando de pasar
desapercibida. Ningún sonido. Sólo la imagen de los cuellos rectos
de los buitres tragando su alimento adorado.
Un
chino descamisado en la Plaza de Tian'anmen está tirando de sus
tripas hacia adentro. La vida es un ciclo que se repite como un
vértigo: el eterno retorno del drama humano. Ahora sí es correcto
decir que los chinos tienen cara de estreñidos. El chino descamisado
desiste, ahora decide que lo mejor es arrastrarse hasta un lugar
seguro. Un minuto después, se muere irremediablemente. Pienso si no
debería tumbarme en el suelo para imitar su viaje de gusano hasta la
tumba no mucho más lejos de un metro pero prefiero no hacerlo.
II
¡Me
da igual, me da igual que estéis felices, porque el drama no quiere
acabar nunca! ¿Qué es esta fiesta? ¿Qué son estas sonrisas, si
nadie os va a rescatar del amor? ¡Yo os demostraré que la calma no
se impone jamás, que sólo existen viajes de un caos a otro!... Esos
buques salvadores son falsos, y si os disparo a la cabeza bastará un
segundo para que se conviertan en nada para vosotros y, lo que es más
importante en barquitos de papel para los que os aman. ¡Para mí ese
barco, tan gris y portentoso, no es más que una ramita flotando,
incapaz de cargar con todo el peso de mi desesperación!
Camino
por la orilla entre las muchedumbres que bailan, y no me imagino cuál
puede ser mi misión en este mundo ahora vacío. La arena de la playa
acaricia mis pies destrozados. ¿Qué enfermo me reservó un destino
así? ¡Descubrir tu amor cuando lo pierdes para siempre! En este
momento deseo acabar con todo. Siento la necesidad de volver sobre
mis pasos, de ir hasta su cadáver de nuevo y contemplarlo por última
vez, besarlo antes de... ¡pero no, no! Algo me arroja,
enfervorecido, hacia los barcos. ¡Los barcos, los barcos son
alabados y aclamados, y mientras se ha encarnado en mí el mismísimo
Tiempo, el sagrado moscardón, soy los milenios burlándose de la
esperanza de tantos!
III
Han
pasado dos meses desde que me comí el pie del viejo. En cuanto me lo
llevé a la boca, después de haberlo cocinado en un pequeño fuego
que hice en el balcón, lo escupí de lo asqueroso que estaba. Luego
me obligué a comerlo entero, pues me daba apuro tirarlo. También
pensé en compartirlo con el viejo, pero para entonces ya se había
muerto. Se lo había amputado con un serrucho, mientras el viejo
temblaba de manso sufrimiento, esa misma tarde. No soporto la
sensación de estar haciendo maldades consentidas por todos. (El
hombre, ahora esto me resulta una horrible revelación irrefutable,
no dejó de practicar el canibalismo por un sentido ético más
estricto, sino por no poder soportar el sabor de su propia carne. He
oído decir que a los tiburones les sucede lo mismo: sólo nos comen
al confundirnos con focas).
Después
del asunto del pie del viejo creí conveniente alejarse de allí. Esa
casa no era mía, sino del viejo. Ahora que había muerto, no tenía
sentido seguir invadiendo el espacio que había de convertirse en su
tumba. (Incendié el edificio, por cierto, para que ningún pobre
diablo invada el santuario de mi pecado. Me quedé contemplando las
llamas al anochecer, temblorosas como tinieblas de sangre, hasta que
el edificio entero se hundió en ruinas de polvo y piedra). Y ahora
vago solo por el mundo, sin rumbo pero con esperanzas. Durante un
tiempo me uní al ejército de fantasmas, para convencerlos de mi
iluminación. Ninguno de ellos quiso escuchar, estaban demasiado
cansados muriéndose de libertad, saciados de su hambre estúpida. Y
así marché solo por el desierto de la ciudad muerta...
Anoche
encontré mi rostro en un espejo: he envejecido mil años desde que
hundí en esta soledad a la deriva. Mechones de pelo se caen
inútilmente desperdiciados, dándose prisa por huir con la música
del viento. Casi no me quedan dientes. Hace una semana que no pruebo
bocado. ¿No quedará, acaso, ningún hombre perdido que esté
buscando la fe de un humilde esclavo? No, ya no quedan hombres
caminado sobre estas ruinas, sólo tropas de pájaros asustados
temerosos del sol que no ha dejado de brillar cada mañana, para
burlarse de las ruinas de este planeta solitario.
OCTAVO
CAPÍTULO
I
Ha
entrado una pequeña mosca. No tengo ni la más remota idea de cómo.
Pero en seguida me he echado a llorar. Y luego a reír. Y después de
atrapar al insecto en un cristal me he echado a llorar de nuevo,
secando mis lágrimas con el tacto de mi batín hasta que no he
podido contener las carcajadas. Estaba mejor solo.
He
buscado por todas partes el lugar por dónde se pudo colar: la
despensa, el salón, los cuartos de baño, el observatorio, los
pasillos, las habitaciones, la cocina, el patio simulado, la
biblioteca y el almacén frigorífico. No he encontrado nada, así
que continúo sin saber por dónde entró esta ínfima mosca de
humanidad desbordada que parece un cúmulo de estrellas ciegas
colisionadas. Supongo que la mosca estaba aquí desde el principio.
Pero ¿dónde? ¿Y por qué necesitaría esconderse una mosca?
¿Querrá ser mi amiga, o querrá matarme?
Recojo
la media docena de bolsas de patatas marca blanca, las ochos latas de
cola, busco la papelera, las arrojo, me acerco a la cocina para
preparar café pero cambio de opinión así que regreso al
observatorio con nada porque lo cierto es que sólo tengo náuseas.
II
Un
hombre desnudo de cintura para abajo con costras en la espalda dando
por el culo a otro hombre desnudo de cuerpo entero en Longyearbyen,
ciudad de Noruega. Se dan por el culo en lo que me parece un centro
comercial, sección ropa infantil. Se dan por el culo con la rabia
amorosa de los moribundos, o de los recién nacidos. El hombre activo
desnudo de cintura para abajo con costras en la espalda masturba al
hombre pasivo desnudo de cuerpo entero: es generosidad. Cambio de
canal en esa misma pantalla: Una decena de personas levantando
barricadas con adoquines, metales y ruedas de coches alrededor de
varias calles de Bang Kapi, distrito de Bangkok, haciendo repartos de
comida y especificando las funciones de cada uno. Cambio de canal en
esa misma pantalla: Un autobús recoge a dos niños flacos con piojos
en el pelo en Moreno, ciudad de Buenos Aires, capital de Argentina.
Les ponen unas gruesas mantas de felpa deshilachadas por encima, les
ofrecen un caldo, y conducen a otro lugar. Toso de rabia. Cambio de
canal en esa misma pantalla: Una chica con un largo cabello ondulado
hasta la cintura es rodeada por dos hombres en Pretoria, Sudáfrica,
uno de ellos manco, el otro solo un negro mundano. La chica con largo
cabello sufre algún problema, se tambalea, cae al suelo, los hombres
la sujetan y la acuestan sobre un colchón en un callejón que sólo
consigo enfocar cuando giro la cámara que pertenece a una librería
está a unos escasos cuatro metros de ellos. Le echan una manta por
encima. Cambio de canal en esa misma pantalla: Un viejo acariciando a
su perro labrador en Toulouse, Francia. Cambio de canal en esa misma
pantalla: Una madre haciendo cosquillas en la tripa a su hija en
Miraflores, Lima. La niña lucha, se rinde, ríe hasta el llanto.
Arrojo el mando contra esa pantalla. Saltan las pilas al suelo como
conejos que escapan o cartuchos de una escopeta. Me arrodillo para
recogerlas. Una mujer moja los labios de un enfermo con un trapo
empapado. Son las doce y cinco de la medianoche. Estamos en
septiembre. Es martes. Toso con rabia.
III
Está
bien, salvaos. Os perdono. Podéis seguir sobreviviendo y amando,
celebrando y sonriendo sin rendición. No, he decidido que no seré
yo quien queme esos barcos. Quiero que continúen la música y el
sufrimiento. ¡Me siento Noé! Que la vida siga, por los siglos de
los siglos, con sus sombras lascivas y sus luces cojas. Que el cielo
siga vomitando misiles indiferentes y estrellas, enfermedades y
amaneceres, nuevos monstruos y viejos ángeles, por los siglos de los
siglos, he dicho...
También
sé que no debería estar apuntándome con la pistola. Mis manos
tiemblan, mi cuerpo se niega y deberé engañarlo. Pero, ¿cómo
seguir, si estoy esperando a alguien muerto? ¡Ella es imborrable,
porque yo me aseguraré de borrar todo aquello que pueda borrarla a
ella! ¡Y mi propia mente, inmersa en el tiempo, es una de esas
cosas! La costumbre morirá. ¿Cómo permitir que pase un día más?
Con las olas lamiendo mi cuerpo arrodillado e incrédulo, el mundo
entero cae hueco en mis adentros. Retumba y no responde, como el
hueso. Ante el hueso me destruiré. Y no porque yo esté vacío, sino
porque ya no estoy dentro de mí. Bien sé que las apoteosis no son
así, pero salvarme sería condenarme, así que adiós.
*Click*
IV
No
voy a ningún sitio, ya no hay noticias de nada, los televisores
están apagados y ningún megáfono o papeleta llovida del cielo
avisa de que estén salvando a alguien en alguna parte. Deambulo,
oigo los llantos pero no siento el peligro de las calles enfermas. No
puedo controlar mi tranquilidad. Mis ojos que amagan vida se han
convertido en lugares prohibidos desde los que me permito vagar,
alimentándome de ratas y pensamientos. Parece absurdo, pero como no
me da miedo morir, resulta que no muero. Increíblemente, las
personas que van a lincharme me miran y deciden seguir con su camino.
Me ha pasado ya tres veces, y creo que es mi calma lo que les asusta,
o lo que sea que pueda acechar detrás de ella. Es como si el mundo
estuviera lleno de símbolos, pero hubiera que agonizar para verlos.
¡Mi agonía es visión!
Me
acuerdo tanto de lo que le ocurrió al viejo, mi único compañero...
Una tragedia. No sé muy bien cómo, pero lo echo de menos. He
decidido volver a las cenizas, como un asco fénix. Regresaré a la
casa calcinada para recordar más vivamente todo lo que allí
sucedió.
Como
una pesadilla fantástica, tarareaba cada vez más alto una melodía
del bosque según se iba acercando al lugar donde me comí a mi
amigo. Y se la chupé, es cierto. Mamá, no tengo nada de lo que
arrepentirme, se la chupé a un amigo, y ahora voy a visitarle a su
tumba, porque tengo mucho tiempo libre. Y mi alma metálica lanza su
melodía.
*
«Cadáver
exquisito»
El
aire es música robada,
la
nieve de mi sangre baila desesperada,
mi
madre fuma negro emocionada...
¡Alabados
los gritos perdidos!
Violad
vuestra ternura para acostumbrarla a la tumba.
El
cielo me sonríe, pero no me fío,
ese
cabrón siempre me toma el pelo.
Felicidad.
Espirales de sudor. Hermanos de vapor.
Ángeles
gamberros y malignos llenos de brillo lunar.
La
vida es un milagro, pero no me convence.
Soy
un filo de mis profundidades íntimas, estragos Elsa
Pataki
bailando para mí, los lobos me quieren devorar,
han
olido mi perplejidad...
La
confusión es el dios de las avispas.
Dios
es un periodista con cien preguntas. Gitanos de tinta.
Artistas
de carne. Demonios de cristal. Madres de papel.
Único
culpable del sinsuicidio.
(Escrito
por Larva, Vorj y Zoón)
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