domingo, 17 de septiembre de 2017


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«HACIA NUNCA»

De Larva y Zoón

PRÓLOGO

No hay prólogo.

PRIMER CAPÍTULO

I
La mujer se deja follar con tal de salir indemne. El hombre con chaleco de pana y bolsillos deshilachados que cuelgan por debajo como placenta de perro cansado se coloca encima de ella con todo el peso de su cuerpo, se desabrocha el cinturón, se baja torpemente los pantalones, y la penetra. Un minuto y medio de embestidas torpes e inconexas con los dedos de uñas negras dentro de su boca. Un grito contenido asfixia su respiración acelerada. Después el hombre saca un cuchillo de cacería, se lo clava en el cuello, en el tronco, en la manos que luchan por sobrevivir, y cuando la mujer pierde el conocimiento le roba de su bolsa todo lo poco que tiene. Me quedo mirando el cuerpo un rato que se hace largo de aburrimiento, soltando sus últimos oscuros chorros de sangre y lo que supongo que son sonidos estertores aunque no puedo escucharlos. Pienso que no tendrá descanso, pues lo más probable es que se la folle muerta el próximo mendigo que pase. Lo he visto otras veces. Y todas las otras veces me aburrió.

II
¡Irme, irme! Ya no sueño sino con eso.
Alejandro Sawa

Oigo pasos maniáticos demasiado cerca. Algunas figuras asustadas pasan fugazmente frente a mi escondite, cruzando como posesas las calles ardientes, buscando un resquicio de noche para refugiarse. No sé si son hombres o animales sueltos, así que no me atrevo a salir. Un momento, ahora ya lo sé: son hombres, puedo distinguir los murmullos, desde aquí puedo oler lo que queda de sus sueños y de sus aspiraciones. ¡Qué tensión! Después de tantas películas, cuando uno lo vive no puede reprimir ciertos deseos repentinos, como unas palomitas o alguna desoladora escena de amor a la luz de la desgracia. Escucho sus voces pero no entiendo nada. Van a hacer una asamblea: están decidiendo mi futuro. Aunque si no son ellos, alguien lo hará su lugar, alguien tendrá que decidir si matarme o no, estoy seguro. Esto último lo pienso casi con esperanza, pero conozco la espantosa verdad. Y ya se alejan…
      ¡Cómo iban a encontrarme! Ni hablar, es imposible, con este maravilloso escondite, llevo tantos días solo que empiezo a odiar estar a salvo. El sitio que he escogido es perfecto y nadie en su sano juicio me encontraría, pero pienso en mudarme al cementerio que hay unas calles más abajo. "Si estás hambriento no te quedes quieto", me aconsejó aquel hombre medio muerto que se acercó a mí con sigilosa desesperación la semana pasada, pidiéndome alimento. Compartimos mi último trozo de carne misteriosa mientras me contaba su vida. La había dedicado a estudiar a Shakespeare. De hecho, antes de que todo estallase iba a publicar un artículo que demostraría al mundo que el emblemático autor jamás existió. Según él, todo un grupo de extraños escritores amantes del olvido compusieron sus obras bajo ese seudónimo. Pero ya nadie podrá saberlo. ¡Morirán engañados! “No importa. To…morrow in the morning, that is the question”, me dijo con una sonrisa mordaz antes de desaparecer entre una densa niebla amarilla donde se oía llorar a un bebé.

III
El viejo ha encendido otra vez su televisor. Aquí no hay señal desde hace semanas, pero él repite todos los días la estúpida pantomima de encender el televisor y luego dar un ronco alarido de sarcástica indignación. Toda su familia ha palmado, pero lo que más le preocupa e irrita al viejo es no poder ver sus programas favoritos en televisión. Programas que ni siquiera le gustaban, lo único que hacía era criticarlos. Por Dios, en ningún puto lugar creo que estén dando programas en la televisión, como mucho el telediario, que encima estará tan aburrido como lo estaba antes. Y ahora, además, por culpa de la evidente quietud de la situación –apenas tenemos nada que hacer, más que pasarnos los días enflaqueciendo en la cama–, su rutina de cada día consiste en decirme a mí lo que cojones tengo que hacer sólo para después enseñarme él cómo se hace de verdad bien. Tiene en el piso unos cien libros, pero él viejo no lee nunca, ni siquiera ahora, sólo sabe protestar por la ignorancia de los demás. Yo los leería de no tener que estar atento cada segundo de mi tiempo a sus insólitos caprichos de viejo. Bastante tengo con salir de casa a buscar comida todas las mañanas para encima soportar malos tratos de un viejo borracho que ha vivido demasiado. Camino por los parques, entro a los pisos, saqueo tiendas, pero apenas encuentro nunca nada. Se lo han llevado todo, esos hijos de puta.

SEGUNDO CAPÍTULO

I
He decidido ir al depósito almacén a recoger unos cuantos sobres de café para preparar un poco ahora que no pasa nada. Por el camino escucho la música monótona de mis pasos sobre las frescas baldosas de porcelana: me encanta tener limpio este lugar. Llego al almacén, aprovecho el viaje para sorber un poco de agua de una de las miles de botellas de agua mineral, recojo los sobres, lo dejo todo en un carro que siempre traigo conmigo, y lo empujo hasta la cocina iluminada por dos tubos fluorescentes. El café dentro del primer cajón de la encima de acero inoxidable, las botellas, en cambio, sobre ésta, al lado del frigorífico pegado contra las baldosas simples. Pero en el transcurso del viaje he cambiado de opinión: no me apetece café. Saco una bolsa de patatas marca blanca de un estante, me sirvo un refresco de cola, abro allí mismo la lata, vierto el contenido sobre uno de los vasos limpios de tubo de la vajilla hasta llenarlo pero sin que la lata se vacíe, dejo la lata encima de la encimera con un poco de líquido aún, y regreso al observatorio para contemplar las pantallas. Son las ocho y veinte de la mañana. Todavía no he dormido nada. Es lunes. Estamos en septiembre.

II
Enfermo en un viaje;
Mis sueños vagan
Sobre un páramo seco.
MATSUO BASHÔ

Hoy amaneció otro día sin cielo, sincero y desalmado, y después vendrá otra noche, la misma noche llevándoselo todo por delante. Las nubes son rojas y el cielo negro, pero aún es pronto y tengo que darme prisa. He escogido el momento más silencioso para salir, y camino calle abajo entre las ruinas pálidas envueltas en humo y llamas solitarias. En la distancia suenan disparos, aullidos, motores y explosiones. Me miro obsesivamente en todos los cristales y noto mi cara desvanecerse profundamente. Pienso sin querer en mi pasado. Me repugna recordarme. ¡Pero mira en qué te convertiste…! Tu pasado no te reconoce. Has vagado toda tu vida contemplando tu propia imaginación hueca y ahora suplicas para tus adentros que no quieres morirte. No sé cómo demonios puedes seguir apostando por ese odioso cuerpecillo. Eres un misterio patético. Recuerda aquel asesino que ni siquiera te mató, hace unos días. Ahora ya sabes cómo desperdiciaste tu vida, la pasaste entera postrado entre las demás putas, oculto como ahora, bien untado en miradas polvorientas y serviciales, farfullando cantinelas y respondiendo sí y no cuando era oportuno. Pasaste demasiados años sumergido en las calles durmientes y espectaculares de la ciudad, mirando el cansancio de los hombres. Mírate a ti ahora en ese cristal, lentísimo suicida, ha llegado tu hora, sabes que lo más doloroso es que tu alma no envejeció ni un poquito, ni un ápice se movió esa gran fortaleza vacía de tu pensamiento, y te encuentras ahora buscándote consternado, tratando de valer la pena, mirando el vuelo deshecho de los pájaros con la desesperación fría del que se sorprende tratando de sobrevivir. ¡Estás vacío! Tienes que aceptarlo para al menos morir en paz, porque tu fin está al caer, y la vida no te habrá dado ningún recuerdo con el que deleitarte durante los últimos instantes, ni una música feroz que bendiga los espasmos de tu sombra agonizante, sólo brillarás muerto, sólo lucirás cadáver, y ni siquiera serás tú, y nadie va a encontrar tu cuerpo, y si lo hacen, todo el prestigio del primer y último débil homenaje será para tu piel pudriéndose mezquina y sin dueño…

III
He decidido que el viejo me odia y que, como yo también le odio a él, voy a prenderle fuego a su librería. Llevo días preparándome: estoy siendo amable con él hasta la demencia, y debajo de la cama escondo víveres y cosas útiles para cuando tenga que largarme de la casa en llamas. Mientras escribo esto el sol resbala entre el cielo oxidado y ese asqueroso charco de arrugas trata de arreglar la televisión, sin darse cuenta de que lo que está roto es el mundo entero. Cuando le dé su merecido chillará de rabia y de dolor pero comprenderá dónde está la sabiduría: en los cojones. El que tiene más cojones gana, y ese soy yo, mi corazón es el polo norte y pienso matar a todos los viejos que se pongan en mi camino. Todo el tiempo quiero llorar y no puedo, y encima ayer soltó un comentario que me hizo sospechar lo peor. Para abrir gentilmente la conversación le dije que íbamos a morir todos, a lo que él respondió: “yo no moriré sin que me beses el culo”. Puedo soportarlo todo menos eso. ¡Viejo marica!

TERCER CAPÍTULO

I
Una planicie árida se abre resplandeciente bajo la furia del sol del mediodía en dios sabe dónde. La cámara enfoca desde algún sitio recóndito en el cielo. Dos hombres planean escondidos detrás de unos coches destartalados el asalto a un grupo de siete personas con carros y mochilas, un niño, dos hombres y cuatro mujeres. Los hombres ocultos tras los metales tienen unos rifles de asalto que habrán tomado prestados de una comisaría o incluso de una armería para lunáticos del mundo anterior. Cuando el grupo se coloca en paralelo a los coches cada uno de los hombres sale por un extremo diferente: primero uno que advierte con aullidos al grupo y luego otro que los acorrala por la espalda. Les piden que arrojen al suelo todas sus pertenencias. El grupo accede pacíficamente. Los hombres abren fuego. Un bonito espectáculo de fuegos artificiales bajo el sol furioso del mediodía en dios sabe dónde. Sobrevive un niño: sólo lo han herido superficialmente. Uno de los hombres, el más varonil de ambos, se acerca al chico, le mete la punta de su rifle en la boca, hace como que se la folla con movimientos que el niño no encuentra sensuales sino terroríficos, y entonces dispara. Es emocionante observar el cráneo reventado a su espalda, dejando todo un reguero de sangre y sesos esparcidos por el suelo que arde. Los hombres registran las mochilas, los carros y los bolsillos de sus presas. También es emocionante la cooperación humana. Es probable que esos hombres no se conocieran de nada antes del fin del mundo. Y ahora mírenlos asesinando juntos como si fuesen hermanos. El hombre es bueno por naturaleza, hablen lo que hablen los misántropos, que aquí están todos muertos.
      Cambio de canal en una de las miles de pantallas: Una señora se baña desnuda en un río manso, es imposible que se ahogue. Cambio de canal en esa misma pantalla: Unos niños hacen de rabiar a unos perros flacos en el jardín algo descuidado de una casa saqueada: los perros son cachorros, totalmente inofensivos. Cambio de canal en esa misma pantalla: Dos coches acaban de estrellarse mientras huía cada uno por su cuenta dios sabe de qué. Uno de los conductores sale mareado de su coche y apea al otro del suyo, le da unas patadas en las costillas, se sube al coche, da marcha atrás pasando una de las ruedas sobre el cuerpo del conductor apaleado y escapa a toda velocidad. Una camioneta pintada con colores de guerra llega a la escena. Dos militares hablan entre ellos encima del cuerpo sollozante del conductor apaleado y atropellado y ahora también espiado. Uno de los militares se agacha para decirle algo. Los dos militares intercambian luego serias miradas anodinas, suben a su furgoneta y marchan detrás del hombre fugado dejando abandonado a su suerte al pobre tipo apelado y atropellado por un desconocido del que no podrá ni siquiera vengarse antes de morir de cualquier forma...
     … ¿Dónde ha quedado la generosidad del tiro de gracia?, me pregunto mientras devoro mis patatas y bebo a pequeños sorbos mi refrescante bebida de cola, con los ojos enrojecidos como platos y los dedos grasientos llenos de diminutos granos de sal que irritan mis fosas nasales. Necesito limpiarme. Camino hasta uno de los cinco cuartos de baño con baldosas de cerámica de niebla en tono cerúleo recorridas por una cenefa blanca con flores en color ultramar sobre el metro cuarenta de altura. Me limpio en la pila con agua tibia, dejo correr el agua mientras me empapo la cara. Me observo en el espejo justo en frente de mí, abro la boca, acerco mi rostro al cristal, miro las encías que parecen retroceder, me busco síntomas de alopecia en las entradas o en la frente, dejo los dedos pasar entre los cabellos, entre los cuales se levantan unos cuantos, me peino con cuidado de no perder más, seco mi rostro con la toalla, recojo un poco de papel higiénico y regreso al observatorio pensando en el problema filosófico de la eutanasia.

II
¡Una televisión encendida! ¡El telediario de hoy! Me echo a llorar de la emoción al ver a esas personas anunciar de nuevo el fin del mundo con voz tibia y monótona. Aparecen imágenes aterradoras. En estos tiempos los paisajes parecen pensamientos. Se exageran, se caen, ante ellos sólo queremos dormir y sollozar. Ese niño moreno corría por la playa con una mueca desencajada de horror, mirando una flota de barcos alejarse impávida por el mar. A su espalda los habitantes de su pueblo se precipitaban fuera de las casas envueltas en llamas. Algunos cuerpos también ardían. El niño fue adentrándose despacio en las olas gélidas de la tarde y sus pasos parecían entremezclarse. En sus ojos pude atisbar por un instante el brillo salvaje del que siente los horizontes desaparecer.
     He llegado al cementerio. Hay cuerpos por todas partes, incluso fuera de las tumbas. Estoy en Nunca, esto es el destino.

III
Los días son como una escala de la monotonía de mi asco. El asco infinito que me produce el viejo, que cada día se hace más intenso: ¿qué no podré hacer con él si hasta mis manos son ahora simulacros de crímenes? Me obliga a buscar todos los días la comida en las calles frías, peligrosas, hediondas, con infecciones de basura por doquier, traerle cigarrillos y también alcohol. El viejo quiere que dispense su lento suicidio por cirrosis o cáncer de pulmón, que sacrifique mi vida sólo para que él se pueda adaptar al fin de los tiempos. He dejado de fumar porque no le gusta compartir: lo quiere todo para él. Pienso si no debería arrojarme por la ventana de este tercer piso ahora que la lluvia parece a punto de gotear sobre el cemento como alaridos o como diamantes: necesito que mi sangre caliente se difumine con la lluvia púrpura y estremezca las calles, colándose definitivamente por las alcantarillas abismales. Le he hablado al viejo de esto, en un momento de intensa debilidad. Me ha respondido que el suicidio es una mariconada. Y que si no tengo el valor suficiente para ser un hombre de verdad. Pero esto es un error o incluso una falacia, ¿cómo puedo ser un hombre falso si están muertos todos los demás? Él es quien no sobrevivirá sin mí. Pero no, no viejo, no me iré a ninguna parte ni quemaré nada todavía. Esta ahora también es mi casa: la he cuidado de no pudrirte irremediablemente en sus entrañas.
     En el cielo las nubes más sórdidas se reúnen incontinentes para soltar una buena descarga, lo veo venir: todo está de color gris oscuro desafiante. Se lo he anunciado al viejo: “Va a llover una barbaridad”. Y me ha respondido: “Bah, bah, bah, tú que coño sabrás”.
     Luego de protestar solo durante horas sobre el televisor estropeado el viejo se ha quedado dormido en el salón, hacia las dos de la mañana, escuchando llover estrepitosamente. Lo he estado mirando un rato, desde una silla, hasta que he decidido esperar sentado a su lado en el sofá, pensando en estrangularlo. Pero entonces, justo cuando iba a hacerlo, se ha despertado y me ha preguntado: “¿se la has chupado a un hombre alguna vez?”.

CUARTO CAPÍTULO

I
Todos los filósofos han creído conocer la auténtica capacidad para el mal que puede el hombre. Más de uno, incluso, se había atrevido en su ignorancia infame a objetar que existiera algún mal en el instinto humano, poniendo a disposición de tales tesis miles de sofismas que sería pesado mencionar. No obstante, cuando sucedió todo esto, los malos filósofos no dieron crédito a lo que veían sus ojos de idiotas que no saben contemplar la vida, sino sólo unos pocos libros siniestros que consideraban importantes. Parece como si hubiesen creído que sus propias denuncias eran falsas o exageradas y que, al verse totalmente superadas, esperasen que algún tipo de entidad se presentase para advertirnos de que todo había sido una mala broma, da igual si de Dios, una Sociedad Secreta Paramilitar o el Estado. Lo cierto es que toda incredulidad es, en primera instancia, una desesperación metafísica; pues ¿habrá más desesperación que para buscar a Dios?
     El odio me consume: mi hálito está perfumado de cloaca: estoy corrompido hasta los tuétanos. Toda la miseria del mundo se presenta ante mis ojos como una marea sórdida que me arrastrase hacia un acantilado; me recreo ante el sufrimiento porque he adquirido la sabiduría total: nadie sabe más. Conque, ¿así se siente Dios? ¿feliz? No, no es felicidad: es euforia cansada.

II
¿Quién no es un esclavo?
Moby Dick, Herman Melville

Tengo voces dentro, lo juro. ¡Ay de mí! Tengo tantas voces que los muertos de este cementerio me dan vergüenza ajena. Me comí a dos de mis divinidades: ya no paso hambre. Me he acostumbrado al hedor de la putrefacción, he aprendido a hacer fuego como los antiguos (santos) cavernícolas, y también dibujo mis pequeñas mitologías personales en las tumbas y en las paredes. Soy politeísta. En cada sepulcro duerme como loco un dios, y yo desfilo de uno a otro, embriagado. Cuando consulto a Avisheena, la diosa de los escaparates pasados, los ojos se me llenan de lágrimas y vomito magia pesadamente mientras miro mi carnet de identidad y le grito mi nombre a los insectos que se deslizan por todas partes. Otras veces, mientras me acosan mil sombras a las que solamente veo de reojo, discuto con Lappi, el dios fatigado, sobre las ventajas y los inconvenientes del suicidio. Al final me hace un examen que siempre suspendo. Sé que todos son mentira, pero su hermosura desbarata mis planes y en seguida hablo ciegamente con ellos, que me acompañan y me cuidan día y noche. Me extraña mucho que no me haya encontrado nadie aún, aquí borracho de frío, necesitado de amor en el apocalipsis.
     (Mentira, hace unos días una mujer interrumpió mi soledad. Se asomó a la puerta del cementerio, y al verme tumbado en el suelo debió pensar que estaba muerto como los demás. Menos mal que sucedió así, porque habría salido despavorida de haber visto mis ojos enormes todavía vivos y mis pasos oscilantes como de fantasma. Dejé que me creyera muerto para verla de cerca. En efecto, ella no era tonta y decidió quedarse en mi imperio. Se internó poco a poco, avanzando entre las tumbas con expresión casi soñadora, y pronto empezó a interesarse por mis dibujos: se arrodillaba a mirarlos, los tocaba, y yo sentía que iba a morirme de orgullo. Ladeé la cabeza para observarla mejor. Era una belleza andante, rubísima y desnutrida. Al pasar junto a mí su larga melena me rozó, como un espíritu de oro vivo. No pude contenerme. Salté sobre ella con una sonrisa y la cogí en volandas. Ella se desmayó en mis brazos después de articular una mueca de pánico indescriptible, que me desalentó  por completo e hizo que la soltara. Cuando despertó pude ver las pesadillas aún flotando en sus ojos. Me miró (mi aspecto debía de ser lamentable) y se fue muy despacio mientras yo murmuraba: No…)
     Adiós, mis dioses queridos, aquí nos separamos. Pongo rumbo al mar, estoy persiguiendo a la mujer de mis sueños. Cuentan que hay barcos que recogen a la gente limpia y se la llevan a ciudades improvisadas mar adentro. La tierra ya no es segura, los que se quedan ya no son más que seres hundidos y coléricos que me asustan cada vez más.

III
Mamá, dondequiera que estés: lo siento. Lo hice, se la chupé a este viejo asqueroso y luego, cuando estaba echado en el sofá deleitándose con sus horribles recuerdos, le golpeé en la nuca con el televisor gritando “¡Yo no se la chupo a nadie!” Entonces él aulló, sonó un crujido dentro de su cráneo y se desplomó. Desde debajo de su cabeza un oscuro charquito de sangre va arrastrándose en todas direcciones. No soy capaz de encontrar su pulso pero de vez en cuando le dan diminutas convulsiones y suelta algo parecido a suspiros. Dios mío, que le jodan, estoy demasiado triste como para preocuparme por un muerto que respira.
     Me dormí y acabo de despertar sobresaltado por las esperanzas de que todo hubiera sido un sueño. Soñé que el viejo no acababa nunca de morirse y yo le pisaba la cara gritando “¿te vas a morir o no?”. Pero ahí sigue, con ese gesto extraño de los desaparecidos. La casa ya no es un refugio si estoy solo. Mis ojos se ahogan en las paredes y cada trasto parece hablarme de tiempos mejores e incluso inertes ¡Necesito salir de aquí! Me asusta lo que pienso sin querer. Para matar el rato he ido arrancando páginas de sus libros y las he colocado encima de su cuerpo. Todavía tengo en la boca ese sabor sucio y prohibido. Creo que se la voy a chupar otra vez, a ver si despierta…

QUINTO CAPÍTULO


I
Una intersección en una gran ciudad que me parece que es Londres o como mínimo Inglaterra pero que como no he estado nunca no puedo determinar. Un coche saqueado en medio de la carretera: se han llevado todo: motor, ruedas, puertas, asientos. Un niño llega corriendo, asfixiado, se detiene, mira hacia todos los lados, abre el maletero y se esconde dentro. Una multitud febril sudorosa de adolescentes desharrapados con machetes que tienen entre doce y veinte años rodea el coche. Lo han visto entrar, lo sé porque uno de ellos que es el más pequeño del grupo con diferencia está señalando el maletero en silencio mientras se cubre la fétida boca picada con la otra mano. Uno de los chicos más desarrollados da unas órdenes y en seguida el más pequeño se marcha corriendo de la escena. Otros dos de ellos se sientan sobre la tapa del maletero atrapando a su presa y montando lo que supongo es un gran estrépito. Son como hienas, riendo, chillando, golpeando el aluminio, haciendo burlas, gestos obscenos que el niño no puede disfrutar porque está dentro, en la oscuridad. Ahora imagino que el niño que está dentro se ha dado cuenta de que lo han encontrado, tendrá miedo, estará asustado, llorará: esto se pone interesante: pienso si debería masturbarme. La escena marcha en deriva agónica durante varios minutos hasta que regresa el niño más pequeño con un bidón de gasolina que cede al líder y un encendedor que cualquier otro de entre la jauría le arrebata de un empujón. Abren la puerta, golpean al niño que está dentro porque lucha tratando de escapar, consiguen rociarle con la gasolina, le prenden fuego con el encendedor, cierran el maletero, varios saltan encima, otro se saca la camiseta porque está ardiendo, y el resto de la manada lo celebra dando palmas, saltos y aullidos. El humo se filtra hacia el exterior. Los niños que bloquean su salida saltan del coche porque les quema. Se abre el maletero. Decenas de llamaradas escupen sus muñones al cielo. Un cuerpo infantil tostado se agita dentro hasta que deja de hacerlo. Las llamas insisten: tienen hambre: se alimentan de todo.
     Están quemando muertos en los aparcamientos de un hospital público. Por la boca de la salida no dejan de salir carros con muertos sin cubrir para ahorrar sábanas o porque se les han gastado, todos ellos pálidos, resecos, con asquerosas pústulas por todo el cuerpo. Están quemando muertos en los aparcamientos de un hospital público, me rasco la espalda por debajo del albornoz beis con rayas lilas y tacto de terciopelo, y me percato de que me he terminado todas las patatas pero aun me queda un poco de refresco de cola que sorbo sin miedo. Están quemando más muertos en los aparcamientos de un hospital público, los muertos no cesan de arder, la muerte vestida con frac de seda está hambrienta y nos reclama como su alimento esencial. Salen enfermeros, médicos, los pocos que se han quedado. Uno de ellos cae al suelo y escupe su desesperación con sangre inefable. El esputo en el suelo de cemento del aparcamiento parece un caldo de pollo para perros con sarna. Todos pasan por su lado sin tocarlo pero evitan pisar su espalda: toda una obra de caridad. Los hospitales son el mejor lugar del mundo para evitar que te pisen la espalda: el infierno de las contracturas.
     Una oficina típica con todos los papeles volcados, cristales en el suelo, la papelera colmada de vasos de plástico, las sillas descolocadas. Un hombre en su ordenador parece estar trabajando. Tiene cucarachas muertas como migas de pan infames en la barba de dos meses sin afeitar. Pienso que en su otra vida fue un mendigo tarado: ahora en cambio es un trabajador puntual. Lo miro teclear como una tempestad. Tiene furia, diligencia, talento; es aplicado, minucioso, insaciable; es ambicioso, confiable, responsable. Sus ojos dicen que la locura es el paraíso en la desesperación. Si el ordenador no estuviera desenchufado, me moriría por saber lo que está escribiendo.
    Un cementerio, jardines descuidados, árboles disecados, flores marchitas. Cuerpos podridos fuera de las tumbas, apestando, arrodillados ante las sepulturas o mortalmente apoyados en las lápidas, con sus mejores trajes, como si hubiesen ido a morirse junto a sus seres queridos fallecidos mucho tiempo antes, incapaces de continuar adelante, de luchar, de olvidar. Los sepulcros presentan decorados enfermos de dioses desconocidos, símbolos religiosos o falos enormes penetrando vacíos cósmicos. Un cuerpo flaco se mece entre los restos de un montón de cuerpos apilados. Un niño rubio de ojos claros que sale del infierno para matar el tiempo mordiéndose las uñas. Se alimenta de filetes humanos crudos, bebe sus resecos jugos gástricos y baila después con la luna llena disecada como un retrato anciano en lo alto de su cielo oscuro condenado a la oscuridad.
    El interior de un autobús bajo el agua tenebrosa de un pantano o algo así. La cámara está enfocando en ángulo picado desde el último asiento en la esquina trasera en el lado contrario al conductor. Los cadáveres que no se pusieron el cinturón flotan mecidos por la tenue marea. Son como panes arrojados a los cisnes. Trato de añadirle más luminosidad porque la oscuridad del lugar apenas me deja distinguir nada, así que toco varios botones del mando a distancia por probar y descubro varias cosas: a) un botón te proporciona la dirección exacta donde está situada la cámara junto al huso horario del país en que está filmando b) otro botón te da la información correspondiente al tipo de cámara, si es de un satélite, cámara de vigilancia estatal, seguridad privada, cámara oculta, o incluso cámaras situadas en drones inactivos que han quedado tendidos en el suelo o en lugares estratégicos como copas de árboles o cables de telefonía fija c) también se pueden acercar o girar algunas de las cámaras.
     Celdas de aislamiento en el Centro Penitenciario La Reforma en Costa Rica. Los cuerpos de los presos muertos por inanición. Salto de una celda a otra hasta que encuentro una en donde aparecen dos hombres muertos en la oscuridad de una fosa séptica. Uno de los muertos tumbado sobre la cama parece reciente, de no más de un par de meses, mientras que el otro del que sólo permanecen los huesos rojos con un poco de pellejo ennegrecido por encima parece llevar unos cuatro meses muerto. Los dos están desnudos porque en su desesperación llegaron a comerse incluso las telas de sus uniformes, también las sábanas, y se deduce por la escena la intención evidente de comerse hasta el colchón hecho jirones. Restos de orina, tripas y heces por las cuatro esquinas: eran delincuentes ordenados.


II
Finalmente la alcancé, y después de balbucear hasta convencerla de mi inocencia, me ha permitido viajar con ella. Ahora caminamos en silencio, mirándonos de reojo y sonriendo de vez en cuando. Jamás aparece un sólo tema de conversación, y yo lo prefiero así. Aunque no tenemos ánimos para expresar pensamientos concretos, el silencio se va cargando de juegos extraños. Todas nuestras bromas son mudas y culminan cuando cae el sol. Por las noches, el frío resulta muy incómodo y las pasamos desnudos, abrazados bajo una manta. Generalmente, mi erección funciona como núcleo de calor hasta que nos dormimos.
    Tiene una pistola con una bala, y a veces juega a apuntar al horizonte. Finge que dispara hacia el fondo, y yo me retuerzo como si, milagrosamente, hubiera recibido ese disparo. Cierro los ojos. Pero hay un paso, otro paso, otro paso… Callamos. Igual estamos amándonos, no sé. Esta vida no es ninguna genialidad, ni siquiera en el fin de los tiempos.
    ¡Al fin! El mar acaba de aparecer en la distancia y nos hemos quedado absortos mirando la zambullida del sol, que está ensangrentando las olas. Un lento mediodía va salpicándose de estrellas y de rubores moribundos. ¡Qué forma de olvidarse es mirar el mar! A su lado empalidecen pueblos vacíos y carreteras que ya no ronronean, como la que nosotros seguimos…
    Pasamos junto a una fila de cráteres inmensos en cuyo fondo burbujean líquidos de colores absurdos. ¡Estoy feliz! Abrazo a mi compañera mientras nos arrullan el ruido de las explosiones y los gritos a lo lejos, y me siento ligero, curtido, casi cruel. Ella me grita algo en su idioma. Parece verdaderamente exaltada, como presa de una emoción incombustible, da saltitos ridículos, ríe, se me abraza y señala hacia el mar por el que cae el sol. Ahora tiene los ojos llenos de lágrimas y me mira, esta vez con una fijeza sobrenatural y desgarrada. No lo entiendo. De pronto, echa a correr por la carretera como alma que lleva el diablo, y no se detiene, terminando por perderse en la distancia. Como está en mucha mejor forma física que yo, y me siento incapaz de seguirle, me acuesto en el asfalto, lloro algunas lágrimas sin origen y me duermo en seguida. Con suerte, mañana me encontraré con el mar y con ella.

III
Ahora el televisor funciona. Pero el viejo sigue muriéndose, como torturando sus últimos días entre agonías para hacer que me arrepienta. Está tirado en el sofá, con sucias vendas que saqué de un contenedor de basura que rodean la circunferencia de su cráneo, ocultando su rostro desfigurado por los golpes. Se pasa todo el día viendo películas asiáticas en blanco y negro que emite un canal de televisión internacional, el único con señal en todo el mundo. Mira el televisor con su ojo derecho enrojecido y las bolsas de debajo flácida e hinchada a través de un hueco de azul marino casi cristal en el vendaje. Me parece que sufre algún tipo de trastorno porque se ríe de las palabras que no entiende y se emociona con las escenas mil veces repetidas de chinos o mongoles haciendo cosas extrañas. En sus momentos de lucidez me insulta, me pide que me largue de su piso. Yo, como no lo quiero enfadar, salgo del salón y me encierro en mi cuarto hasta que se duerme o se desmaya. No sobreviviría sin mí. Anoche mientras perdió el conocimiento le eché alcohol en las brechas y se las cosí con una grapadora, luego le volví a colocar el vendaje. Me asusta su imagen por las noches, se me aparece en las pesadillas queriendo vengarse: intenta prender fuego a la casa con nosotros dentro. El viejo de mis pesadillas es un hijo de puta rencoroso que no teme las consecuencias de sus acciones; no me cae bien.
    Cuando me aburro le apago el televisor para que llore. Luego se lo enciendo y me da las gracias como un tonto. He salido a buscar comida, como siempre, pero no encuentro nada. Temo alejarme y perderme. La situación es desesperada. Hace dos días que no encuentro nada comestible. Estoy empezando a comerme las vendas sucias del viejo empapadas en sudor, sangre y alcohol. La cara que le nace me repugna... Pero a veces me siento orgulloso de mi furia: yo le hice eso. Hace un rato me ha pillado en uno de sus momentos de lucidez mirándole las costillas con ojos de apetito... Me ha dicho que me fuera de su casa tomar por el culo de una puta vez. Ahora sé que nunca nos podremos separar.

SEXTO CAPÍTULO

I
Son las cinco en punto de la tarde. Todavía no he dormido nada. Es lunes. Estamos en septiembre. Vivo únicamente porque no me cuesta apenas nada hacerlo: en el momento en que vivir se convirtiese en una prueba, moriría sin remedio. Respirar es un triste capricho inoportuno. Una máquina podría hacer lo mismo que yo sin necesidad de una consciencia. Mi mente es de escasa utilidad ahora mismo...
    He dejado las cámaras un instante para leer un rato. «El insomnio es una lucidez vertiginosa que convertiría el paraíso en un lugar de tortura». ¿Por qué está gente decidió que aquí dentro también iban a necesitar un poco de pesimismo? En el infierno no se le poesía: se cantan gritos de dolor, se bailan temblores de pánico, se festejan tumores de ácido sulfhídrico. Somos personas morbosas, todos y cada uno de nosotros, pero nos lo negamos; y mientras, continuamos asomándonos al abismo. «¡Si él no hubiera mirado hacia abajo!».

II
Inexplicablemente, me despierto solo en el amanecer, y entonces me acuerdo de que la he perdido. Al mirar a mi alrededor, descubro que la echo de menos hasta la agonía. La suya es una ausencia en la que todo yo fracaso, ¡y no lo he sabido hasta ahora!. Necesito verla cuanto antes, que se materialice delante de mí y que nuestros ojos se encuentren de nuevo, para comprobar que el mundo puede continuar. Me lanzo a caminar con furia hacia delante, y durante horas mi mente no articula movimiento alguno, no late en ella ni la más mínima idea. Sólo existen mis ojos fijos en el mar, y mis pasos que en realidad son la fe de tropezar con ese ángel rubio cuanto antes.
    ¡Alto! Hay algo tirado a lo lejos, en mitad de la carretera. Me mareo, rompo a llorar ante eso que sólo es una mancha en la distancia, pero que mi miedo ya ha reconocido. Cuando llego hasta allí, mis sospechas se confirman: es ella. Se ha pegado un tiro. Oigo ruido a lo lejos, levanto la vista. El mar brilla frente a mí horriblemente cerca, a menos de un kilómetro, y delante de la playa hay tres barcos enormes que recogen a la gente para ponerla a salvo. En la arena se ven multitudes congregadas entorno a fogatas. Oigo música y vítores. Agarro la pistola y, sin mirar a mi amor, camino hacia ellos.

III
Si me comparo con los cadáveres amarillentos que llenan las calles, encuentro que la vida es algo hermoso y lleno de matices. Los muertos no cotillean y están perfectamente subyugados, como si formaran el ejército más idiota. Los muertos, en definitiva, son esclavos del sistema, pero yo estoy seguro de ser libre, aquí con el viejo: soy el hombre más noble que queda sobre la tierra, y moriré de misericordia. ¿Por qué digo esto? Pues porque, aunque hace cuatro días que no pruebo bocado, me niego a rebajarme comiéndome a la persona que yace moribunda en el suelo del salón. Él y yo estamos juntos en esto. Anteayer encontré una cámara de fotos y me paso las horas hambrientas fotografiando al viejo para no comérmelo. No pienso hacerlo, no pienso hacerlo. A veces, como poseído, lo acecho sin ningún motivo concreto, y él, al adivinar mi presencia, se lamenta temblorosamente y emite ligeros quejidos. Otras veces intento decir algo esperanzador, pero sólo consigo llorar y señalar febrilmente su herida en la cabeza. Él ya no entiende nada, sólo mira la tele y se acaricia el estómago con cara de pena.

Aunque he decidido que quiero ser alguien con principios, me ha sucedido algo perturbador, y no sé si podré seguir sin matarlo. Hace unas horas salí a duras penas por la puerta, en un último intento por encontrar comida. Sin ningún cuidado he recorrido calles y calles, deseando recibir un disparo en la cabeza, y lo único que he encontrado han sido ruinas incendiadas, desesperación y demás cosas incomestibles. “El aire está podrido y desconsolado” he oído murmurar en una esquina, y cuando me he girado había un grupo de fantasmas cadavéricos apretados en torno a una hoguera. El que había pronunciado esas palabras debía ser su líder porque llevaba en la cabeza una corona de plástico donde estaba escrita la palabra “poeta”. Poetas y locos infectos, sólo ellos sobrevivirían a esto, pero nunca alguien honorable como yo. El caso es que de pronto uno de ellos me ha mirado y ha exclamado “¡tienes que matarlo!”, y después todos a coro “¡pero hombre, venga, mátalo!”, “¡acaba con él!”. Y yo he huido, pensativo.

SÉPTIMO CAPÍTULO

I
DIOS NO PERDONA está escrito en pintura roja corrida hacia el suelo con lentos riachuelos desamparados en una de las paredes del Observatorio Astronómico Nacional de Colombia en Bogotá. Una congregación de religiosos liderados por un sacerdote sin hábito está saqueando el lugar, pintando cruces, prendiendo fuego: lo correcto: el bien supremo: la lucha por la eterna salvación de nuestras almas. En la entrada del museo encuentro el cuerpo recién quemado de un hereje, lleno de pústulas, costras y pellejos negros que humean como aceite ardiendo. Un hombre piadoso le da la extremaunción y le rocía con agua bendita por encima pero cuando el cuerpo blasfemo sufre un espasmo que lo asusta saca una escopeta y lo remata de un disparo en el cráneo para enviarlo de vuelta al camino recto, donde el reino de dios, ese dios que no perdona, y que deja manchas de sustancias espesas y reblandecidas sobre el cemento.
     Una calle bajo una carpa que protege del verano. Basura amontonada por las esquinas que tuercen hacia callejones sin salida. Una mujer pare un agujero negro de llanto espasmódico. Todos sus huesos tiritan en baile con el pellejo contraído por el cansancio que lo es porque brota de sus ojos grises como ciénagas apestadas de miasmas. Un hombre la echa sobre sus espaldas abandonando al feto muerto entre montones de basura. Nadie entierra bebés muertos pudiendo robar un poco de basura antes.
     Buitres sobrevolando en lo alto del cielo despoblado de nubes bajo el sol rojo en el desierto de Baja California en México con caras ocultas en la arena que disparan en ráfagas incesantes el reflejo del sol como papeles en blanco. Los buitres bajan a la tierra ocre repleta de pequeñas piedras resecas y sahuarios pálidos con sus alas abiertas como una noche anatómica que lo infectase todo bajo sus cuerpos hambrientos. Los buitres picotean los ojos, las narices, las orejas, los pómulos, los labios, de los muertos que se descubren decapitados cuando logran por fin ser desenterrados. Son cientos de seres decapitados que los buitres se disputan furiosos. La piel es lo primero que cede al bocado impaciente. Luego la carne de las mejillas o de la frente desaparece para descubrir la calavera mellada que se escondía detrás del pelo o la epidermis tratando de pasar desapercibida. Ningún sonido. Sólo la imagen de los cuellos rectos de los buitres tragando su alimento adorado.
     Un chino descamisado en la Plaza de Tian'anmen está tirando de sus tripas hacia adentro. La vida es un ciclo que se repite como un vértigo: el eterno retorno del drama humano. Ahora sí es correcto decir que los chinos tienen cara de estreñidos. El chino descamisado desiste, ahora decide que lo mejor es arrastrarse hasta un lugar seguro. Un minuto después, se muere irremediablemente. Pienso si no debería tumbarme en el suelo para imitar su viaje de gusano hasta la tumba no mucho más lejos de un metro pero prefiero no hacerlo.

II
¡Me da igual, me da igual que estéis felices, porque el drama no quiere acabar nunca! ¿Qué es esta fiesta? ¿Qué son estas sonrisas, si nadie os va a rescatar del amor? ¡Yo os demostraré que la calma no se impone jamás, que sólo existen viajes de un caos a otro!... Esos buques salvadores son falsos, y si os disparo a la cabeza bastará un segundo para que se conviertan en nada para vosotros y, lo que es más importante en barquitos de papel para los que os aman. ¡Para mí ese barco, tan gris y portentoso, no es más que una ramita flotando, incapaz de cargar con todo el peso de mi desesperación!
    Camino por la orilla entre las muchedumbres que bailan, y no me imagino cuál puede ser mi misión en este mundo ahora vacío. La arena de la playa acaricia mis pies destrozados. ¿Qué enfermo me reservó un destino así? ¡Descubrir tu amor cuando lo pierdes para siempre! En este momento deseo acabar con todo. Siento la necesidad de volver sobre mis pasos, de ir hasta su cadáver de nuevo y contemplarlo por última vez, besarlo antes de... ¡pero no, no! Algo me arroja, enfervorecido, hacia los barcos. ¡Los barcos, los barcos son alabados y aclamados, y mientras se ha encarnado en mí el mismísimo Tiempo, el sagrado moscardón, soy los milenios burlándose de la esperanza de tantos!

III
Han pasado dos meses desde que me comí el pie del viejo. En cuanto me lo llevé a la boca, después de haberlo cocinado en un pequeño fuego que hice en el balcón, lo escupí de lo asqueroso que estaba. Luego me obligué a comerlo entero, pues me daba apuro tirarlo. También pensé en compartirlo con el viejo, pero para entonces ya se había muerto. Se lo había amputado con un serrucho, mientras el viejo temblaba de manso sufrimiento, esa misma tarde. No soporto la sensación de estar haciendo maldades consentidas por todos. (El hombre, ahora esto me resulta una horrible revelación irrefutable, no dejó de practicar el canibalismo por un sentido ético más estricto, sino por no poder soportar el sabor de su propia carne. He oído decir que a los tiburones les sucede lo mismo: sólo nos comen al confundirnos con focas).
     Después del asunto del pie del viejo creí conveniente alejarse de allí. Esa casa no era mía, sino del viejo. Ahora que había muerto, no tenía sentido seguir invadiendo el espacio que había de convertirse en su tumba. (Incendié el edificio, por cierto, para que ningún pobre diablo invada el santuario de mi pecado. Me quedé contemplando las llamas al anochecer, temblorosas como tinieblas de sangre, hasta que el edificio entero se hundió en ruinas de polvo y piedra). Y ahora vago solo por el mundo, sin rumbo pero con esperanzas. Durante un tiempo me uní al ejército de fantasmas, para convencerlos de mi iluminación. Ninguno de ellos quiso escuchar, estaban demasiado cansados muriéndose de libertad, saciados de su hambre estúpida. Y así marché solo por el desierto de la ciudad muerta...

Anoche encontré mi rostro en un espejo: he envejecido mil años desde que hundí en esta soledad a la deriva. Mechones de pelo se caen inútilmente desperdiciados, dándose prisa por huir con la música del viento. Casi no me quedan dientes. Hace una semana que no pruebo bocado. ¿No quedará, acaso, ningún hombre perdido que esté buscando la fe de un humilde esclavo? No, ya no quedan hombres caminado sobre estas ruinas, sólo tropas de pájaros asustados temerosos del sol que no ha dejado de brillar cada mañana, para burlarse de las ruinas de este planeta solitario.

OCTAVO CAPÍTULO

I
Ha entrado una pequeña mosca. No tengo ni la más remota idea de cómo. Pero en seguida me he echado a llorar. Y luego a reír. Y después de atrapar al insecto en un cristal me he echado a llorar de nuevo, secando mis lágrimas con el tacto de mi batín hasta que no he podido contener las carcajadas. Estaba mejor solo.
    He buscado por todas partes el lugar por dónde se pudo colar: la despensa, el salón, los cuartos de baño, el observatorio, los pasillos, las habitaciones, la cocina, el patio simulado, la biblioteca y el almacén frigorífico. No he encontrado nada, así que continúo sin saber por dónde entró esta ínfima mosca de humanidad desbordada que parece un cúmulo de estrellas ciegas colisionadas. Supongo que la mosca estaba aquí desde el principio. Pero ¿dónde? ¿Y por qué necesitaría esconderse una mosca? ¿Querrá ser mi amiga, o querrá matarme?
    Recojo la media docena de bolsas de patatas marca blanca, las ochos latas de cola, busco la papelera, las arrojo, me acerco a la cocina para preparar café pero cambio de opinión así que regreso al observatorio con nada porque lo cierto es que sólo tengo náuseas.

II
Un hombre desnudo de cintura para abajo con costras en la espalda dando por el culo a otro hombre desnudo de cuerpo entero en Longyearbyen, ciudad de Noruega. Se dan por el culo en lo que me parece un centro comercial, sección ropa infantil. Se dan por el culo con la rabia amorosa de los moribundos, o de los recién nacidos. El hombre activo desnudo de cintura para abajo con costras en la espalda masturba al hombre pasivo desnudo de cuerpo entero: es generosidad. Cambio de canal en esa misma pantalla: Una decena de personas levantando barricadas con adoquines, metales y ruedas de coches alrededor de varias calles de Bang Kapi, distrito de Bangkok, haciendo repartos de comida y especificando las funciones de cada uno. Cambio de canal en esa misma pantalla: Un autobús recoge a dos niños flacos con piojos en el pelo en Moreno, ciudad de Buenos Aires, capital de Argentina. Les ponen unas gruesas mantas de felpa deshilachadas por encima, les ofrecen un caldo, y conducen a otro lugar. Toso de rabia. Cambio de canal en esa misma pantalla: Una chica con un largo cabello ondulado hasta la cintura es rodeada por dos hombres en Pretoria, Sudáfrica, uno de ellos manco, el otro solo un negro mundano. La chica con largo cabello sufre algún problema, se tambalea, cae al suelo, los hombres la sujetan y la acuestan sobre un colchón en un callejón que sólo consigo enfocar cuando giro la cámara que pertenece a una librería está a unos escasos cuatro metros de ellos. Le echan una manta por encima. Cambio de canal en esa misma pantalla: Un viejo acariciando a su perro labrador en Toulouse, Francia. Cambio de canal en esa misma pantalla: Una madre haciendo cosquillas en la tripa a su hija en Miraflores, Lima. La niña lucha, se rinde, ríe hasta el llanto. Arrojo el mando contra esa pantalla. Saltan las pilas al suelo como conejos que escapan o cartuchos de una escopeta. Me arrodillo para recogerlas. Una mujer moja los labios de un enfermo con un trapo empapado. Son las doce y cinco de la medianoche. Estamos en septiembre. Es martes. Toso con rabia.

III
Está bien, salvaos. Os perdono. Podéis seguir sobreviviendo y amando, celebrando y sonriendo sin rendición. No, he decidido que no seré yo quien queme esos barcos. Quiero que continúen la música y el sufrimiento. ¡Me siento Noé! Que la vida siga, por los siglos de los siglos, con sus sombras lascivas y sus luces cojas. Que el cielo siga vomitando misiles indiferentes y estrellas, enfermedades y amaneceres, nuevos monstruos y viejos ángeles, por los siglos de los siglos, he dicho...
     También sé que no debería estar apuntándome con la pistola. Mis manos tiemblan, mi cuerpo se niega y deberé engañarlo. Pero, ¿cómo seguir, si estoy esperando a alguien muerto? ¡Ella es imborrable, porque yo me aseguraré de borrar todo aquello que pueda borrarla a ella! ¡Y mi propia mente, inmersa en el tiempo, es una de esas cosas! La costumbre morirá. ¿Cómo permitir que pase un día más? Con las olas lamiendo mi cuerpo arrodillado e incrédulo, el mundo entero cae hueco en mis adentros. Retumba y no responde, como el hueso. Ante el hueso me destruiré. Y no porque yo esté vacío, sino porque ya no estoy dentro de mí. Bien sé que las apoteosis no son así, pero salvarme sería condenarme, así que adiós.
*Click*

IV
No voy a ningún sitio, ya no hay noticias de nada, los televisores están apagados y ningún megáfono o papeleta llovida del cielo avisa de que estén salvando a alguien en alguna parte. Deambulo, oigo los llantos pero no siento el peligro de las calles enfermas. No puedo controlar mi tranquilidad. Mis ojos que amagan vida se han convertido en lugares prohibidos desde los que me permito vagar, alimentándome de ratas y pensamientos. Parece absurdo, pero como no me da miedo morir, resulta que no muero. Increíblemente, las personas que van a lincharme me miran y deciden seguir con su camino. Me ha pasado ya tres veces, y creo que es mi calma lo que les asusta, o lo que sea que pueda acechar detrás de ella. Es como si el mundo estuviera lleno de símbolos, pero hubiera que agonizar para verlos. ¡Mi agonía es visión!
     Me acuerdo tanto de lo que le ocurrió al viejo, mi único compañero... Una tragedia. No sé muy bien cómo, pero lo echo de menos. He decidido volver a las cenizas, como un asco fénix. Regresaré a la casa calcinada para recordar más vivamente todo lo que allí sucedió.
     Como una pesadilla fantástica, tarareaba cada vez más alto una melodía del bosque según se iba acercando al lugar donde me comí a mi amigo. Y se la chupé, es cierto. Mamá, no tengo nada de lo que arrepentirme, se la chupé a un amigo, y ahora voy a visitarle a su tumba, porque tengo mucho tiempo libre. Y mi alma metálica lanza su melodía.


*
«Cadáver exquisito»

El aire es música robada,
la nieve de mi sangre baila desesperada,
mi madre fuma negro emocionada...
¡Alabados los gritos perdidos!
Violad vuestra ternura para acostumbrarla a la tumba.
El cielo me sonríe, pero no me fío,
ese cabrón siempre me toma el pelo.
Felicidad. Espirales de sudor. Hermanos de vapor.
Ángeles gamberros y malignos llenos de brillo lunar.
La vida es un milagro, pero no me convence.
Soy un filo de mis profundidades íntimas, estragos Elsa
Pataki bailando para mí, los lobos me quieren devorar,
han olido mi perplejidad...
La confusión es el dios de las avispas.
Dios es un periodista con cien preguntas. Gitanos de tinta.
Artistas de carne. Demonios de cristal. Madres de papel.
Único culpable del sinsuicidio.

(Escrito por Larva, Vorj y Zoón)


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